Al leer varias normas, llama poderosamente la atención la sobrepoblación de conceptos, muy floridos algunos, que abren jurídicamente campos infinitos para las más febriles interpretaciones, antes que producir una regulación de principios coherente, armónica, basada en evidencia científica, suficientemente razonada y ampliamente consensuada. Un borrador de nueva Constitución, que se va poco a poco perfilando como una sumatoria de disposiciones creativas surgidas desde lógicas de compartimentos estancos, pareciera responder en gran medida a una creciente obsesión atesorada en buena parte de la Convención, de demostrar eficiencia en su actuar y finalizar un texto en el menor plazo posible. Hay poco tiempo para escuchar, aquilatar, comparar, dialogar o corregir premisas erradas. Se privilegia la búsqueda de soluciones en el campo de las matemáticas: se suplanta la búsqueda de grandes acuerdos por la sumatoria de pequeños intereses que logren el anhelado quorum.
El problema es que se ignora lo que hemos aprendido en estos años de democracia en los procesos de formación de una ley. La evidencia señala que todo proceso exitoso de creación de normas necesariamente requiere recabar cantidades importantes de información, escuchar a quienes deseen exponer posiciones sobre la regulación específica, sobreponerse a prejuicios y pasiones iniciales y, finalmente, pasar por sucesivas deliberaciones y controles que aseguren el chequeo y balance que cualquier democracia exige.
Sin embargo, los primeros datos en la Convención apuntan en el sentido contrario. Por ejemplo, una cantidad enorme de especialistas y organizaciones no tuvieron la fortuna de ser escuchados o los recursos destinados para la contratación de asesores y asistencias técnicas son francamente ínfimos, afectando severamente la calidad del resultado. Un ejemplo de la necesaria información para una correcta deliberación lo podemos encontrar en la total opacidad o inexistencia respecto a la proyección de recursos fiscales que deberá invertir el Estado en la nueva y fragmentada burocracia estatal que se crea a una velocidad vertiginosa. Qué frustrante sería para el próximo Gobierno terminar invirtiendo la totalidad de la potencial recaudación de su reforma fiscal en edificios y más funcionarios públicos y no en la mejora de las pensiones o salud en Chile. Porque el objetivo central de un nuevo entramado institucional y marco de relacionamiento para la sociedad debe ser el mejorar la vida de las personas en comunidad.
Resulta un imperativo ético y político cuidar la Convención y evitar que sucumba a la maldición de Cronos, ese miedo patológico a no cumplir con los plazos. Miedo que pareciera estar constriñendo la deliberación hasta casi anularla, y que impide a los ciudadanos previa, libre e informadamente saber, a ciencia cierta, qué significan en términos reales las disposiciones en debate. Nadie puede desconocer la legitimidad de origen del proceso constituyente, así como de sus actuales convencionales, pero ese punto de partida hoy en día no es capital social suficiente para arriesgar la legitimidad de ejercicio del proceso. Por ello, será relevante evaluar si los acotados tiempos destinados a este importante ejercicio democrático son los idóneos como para llegar a una nueva Constitución que, a lo menos, equilibre cuatro principios básicos: representatividad, legitimidad, estabilidad y gobernabilidad. De cómo se siga perfilando el proceso, además del nivel de razonabilidad de la propuesta generada, dependerá finalmente el resultado de una votación que puede consagrar un cambio histórico necesario o un fracaso rotundo de la democracia chilena.
Natalia Castillo
Diputada
Juan Cristóbal Portales
Director ejecutivo del Instituto Desafíos de la Democracia
Pablo Gutiérrez
Consejero del Instituto Desafíos de la Democracia



