“Jesus, ich liebe Dich”-Joaquín García Huidobro

“Jesus, ich liebe Dich”-Joaquín García Huidobro

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Es poco lo que se puede agregar a la entrevista de ayer a Carlos Peña, publicada en Artes y Letras de “El Mercurio”. Sus palabras y actitud me recordaron, por contraste, una ingrata conversación con un par de profesores extranjeros, sobre Ratzinger. Poco les faltaba para echar espuma por la boca; pero a los pocos minutos, quedó claro que nunca habían leído un libro suyo, ni siquiera una conferencia, como aquella que pronunció en Ratisbona, donde insiste en la idea de que actuar contra la razón es actuar contra Dios, o la que no pudo pronunciar en la Universidad de La Sapienza, porque fue víctima de la cancelación política. Peña lo ha leído con atención y no puede menos que admirarse ante la finura y la profundidad de ese pensamiento.

Para comprender a un hombre puede resultar una buena pista atender a sus últimas palabras. Según la prensa, ellas fueron: “Jesus, ich liebe Dich” (Jesús, te quiero). No es una frase para el bronce, sino que se parece a las que pronuncian una madre o un padre moribundos ante sus hijos. Ratzinger/Benedicto siempre insistió en la idea de que los cristianos no seguimos a un libro (en este caso, la Biblia), sino a una persona: Jesucristo, y que tenemos razones fundadas para hacerlo. No puede extrañar que haya terminado su paso por la tierra dirigiéndose al amor de su vida.

En este caso, sin embargo, sus últimas palabras no son solo las que pronunció en su lecho de muerte. Días antes había escrito una carta de despedida y también se ha podido conocer su breve testamento espiritual.

La suya es la carta de alguien que comprende que morirá dentro de muy poco (“De la muerte súbita, líbrame, Señor”, rezaban nuestros abuelos). Sabe que enfrentará el juicio divino. Lo interesante es que el gran teólogo, el profesor universitario, el Papa que se atrevió a renunciar, no se presenta con sus méritos, sino exactamente al revés, consciente de sus numerosas deficiencias. ¿Y qué hace? Algo semejante a lo que dijo su antecesor Pedro dos mil años atrás, después de haber negado a Cristo: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”.

Quienes conocieron a Joseph Ratzinger destacan su tímida sencillez, su capacidad de pedir perdón y la sobriedad que cautivó especialmente a los ingleses durante su viaje a esa isla. En su carta de despedida hay mucho de eso.

El testamento espiritual también nos entrega pistas valiosas. Es brevísimo y gran parte de él está destinado a dar gracias: a Dios, a sus padres y hermanos (todos muertos, pero eso no es un problema para un creyente), a sus colegas, discípulos y amigos. Como buen alemán, muestra su aprecio por la naturaleza. Pero es el testamento de un pensador que observa con pena la desorientación de muchos de sus compatriotas y los exhorta a permanecer firmes en la fe, sin dejarse confundir.

En ese momento, le sale el alma de viejo profesor y se enfrenta con algunas de las dificultades que experimentan nuestros contemporáneos para creer. Las resume en dos: primero, la evolución de las ciencias, que parecen no dejar lugar a Dios; segundo, el estado de los estudios bíblicos, donde muchos de sus cultivadores parecen empeñados en hacer añicos cualquier credibilidad de los libros sagrados. No entra en una discusión sobre estos temas, para eso podemos leer su libro “Jesús de Nazareth”, entre otros.

¿Qué hace entonces? Nos recuerda que, en más de 60 años de quehacer intelectual, ha sido testigo de cómo muchas tesis supuestamente científicas se han revelado con el tiempo como ciencia aparente. Otro tanto sucede con los estudios bíblicos, donde se han sucedido diversas generaciones (el liberalismo teológico, existencialistas, marxistas) y, en cada caso, ciertas tesis que parecían firmemente asentadas se revelaron como meras hipótesis. Una y otra vez ha visto cómo entre la maraña de teorías resurge siempre de nuevo “la razón de la fe”. Con esto vuelve al principio: el camino, la verdad y la vida es Jesucristo.

Hace muchos años, caminando por Roma, vi que se acercaba Ratzinger en la dirección contraria. No había gente y era la ocasión perfecta para saludarlo. Pero no quise interrumpir a ese hombre pequeño y delgado, cuya timidez se apreciaba de inmediato. Me limité a saludarlo con la mirada y él correspondió de la misma manera. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro