Incendios de Chile- Alfredo Jocelyn-Holt

Incendios de Chile- Alfredo Jocelyn-Holt

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En nuestra larga historia de desgracias, los incendios presentan una serie de peculiaridades que no se consideran. Son menos espectaculares que los terremotos, no tan devastadores o traumáticos, y su frecuencia es más constante. Consulto un libro sobre catástrofes y me entero que, en Chile, de cada diez años del siglo XX en siete se registran uno o más incendios de proporciones. Periodicidad que, si bien es preocupante (podría estar dando cuenta de que nos pasamos incendiando), resulta tan familiar que apenas se le atribuye alguna significación. Los terremotos nos definen como país -son nuestro “fatum” colectivo- en cambio, a los incendios se les sufre y apaga, por eso se les conoce poco.

Con todo, hay cantidades de monumentos a víctimas de incendios (en especial de bomberos), hasta más que de terremotos. Es que la psicología detrás es algo enredada. Con los sismos no hay remedio, nos asombran y les tememos, pero hace rato que dejamos de sentir que son culpa nuestra, mientras que con los incendios nos sospechamos inconfesablemente responsables y los monumentos algo mitigan esa mala conciencia. La mayoría de estos siniestros, aunque accidentales, son humanos, no pocos son intencionales, y a muchos se les debió prever. Jorge Sharp se precipitó cuando condenó a los eucaliptos y pretendió convencer que el asunto sería una cuestión clasista conforme a esa odiosa dialéctica introducida por Luis Emilio Recabarren de “ricos y pobres”.

Su argumento peca de simplista: en Valparaíso, el plano también se ha incendiado, no solo sus cerros más populares. En Santiago, ¿qué no ha ardido alguna vez?: la iglesia de La Compañía, el Teatro Municipal, el Congreso, la Escuela de Medicina (UCh), el colegio de los Padres Franceses, el de las monjas del Sagrado Corazón, el Registro Civil, la Escuela de Bellas Artes, el Palacio Cousiño, la iglesia de Santo Domingo, la Casa Colorada, La Moneda. En provincias, ciudades enteras (Iquique, Antofagasta, Valdivia, Ancud, Punta Arenas) han sucumbido al fuego, sin distingos.
Otro aspecto de los incendios es que las causas que los producen varían. En los inicios de la Colonia era cosa de indios y saqueos.

Luego, incidiría la falta de equipamiento subsanada por bomberos voluntarios, iniciativa ciudadana al margen de cualquier ayuda de Estado, que Sharp bien podría revisar. Y, desde los años 1940, por cierto, padecemos los incendios forestales (no solo de plantaciones), sus causas no menos oscuras. Vientos naturales, económicos y políticos explican, más o menos mal, a siniestros convenientemente convertidos en prontas cenizas, aunque no siempre del todo; brasas a fuego lento persisten hasta mucho después como en La Araucanía.

Un solo factor está presente en toda esta historia: la pobreza y precariedad compartida del país, lo único que jamás se reconoce, y eso que un tupido humo de mala conciencia nos sigue penando. Chile, aun en medio de la máxima opulencia, se incendia y a una frecuencia demasiado habitual como para que sea enteramente casual. (La Tercera)

Alfredo Jocelyn-Holt

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