Honecker, Arendt y la vulnerabilidad de la verdad

Honecker, Arendt y la vulnerabilidad de la verdad

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Hace pocos días se cumplieron 31 años del fallecimiento de Erich Honecker en nuestro país. Llevaba una vida relativamente apacible y combatiendo su cáncer a los riñones, cuando el corazón le avisó que hasta ahí llegaba su presencia terrenal.

Poco menos de año y medio duró su exilio. Mirando atardeceres en la comuna de Las Condes y con un pequeño entorno de seguridad tratando de mantenerlo a resguardo. No sólo de periodistas alemanes y chilenos. También de fisgones que merodeaban por simple curiosidad. Uno que otro debe haber pensado en funarlo.

El tema sigue mereciendo tremenda atención. La verdad es que nadie imaginó que una de las figuras protagónicas de la Guerra Fría iba a terminar sus días por estas tierras y su caso se transformaría en una auténtica singularidad.

Es curioso, pero la opinología en este punto recae en la idea de cómo pudo haber chilenos dispuestos a aceptar esto de dar asilo a un jefe de Estado tan rocoso. Enfatizan que fue negativo para el país prestarse a que Honecker huyese, evitando el pago por sus crímenes. Es decir, cavilaciones de índole más bien moral.

Algo similar se hace audible hoy con los casos de Rusia/Ucrania y de Gaza/Israel. De nuevo, inclinaciones a hacerse cargo sólo de la cuestión moral. Pareciera que en Chile se prefiere evitar aproximaciones más descarnadas; esas ancladas en las cuestiones del poder.

Por eso, las disquisiciones sobre el caso Honecker eluden la cuestión política central. ¿Qué llevó al líder germanooriental a elegir Chile?

Las respuestas más comunes son demasiado triviales para la envergadura del personaje. La principal asegura que, como su hija Sonia, su nieto Roberto y su yerno Leonardo ya habían escogido vivir acá, era “normal” querer venirse a estar con ellos. Algo de eso, por cierto, hay. Se ha sabido -tras la publicación de las memorias del nieto (Ich war der letzte Bürger der DDR. Mein Leben als Enkel der Honeckers, Insel-Verlag, Berlin, 2019)-, que la familia entera, pese a sus vicisitudes, decía estar muy feliz en esta lejana tierra de asilo.

Sin embargo, la trayectoria de Honecker demuestra con creces que esa es una respuesta carente de sustancia política. Si hubiese sido una decisión inspirada únicamente en el amor familiar, habría optado por Chile el 18 de octubre de 1989, cuando fue destituido por Egon Krenz. En aquel momento, su hija, yerno y nieto ya vivían en Santiago.

Pero no. Erich y su esposa Margot pensaron siempre que la política era el arte del poder y confiaron que pronto todo retomaría su cauce “normal”. Por eso prefirieron seguir en suelo germanooriental hasta que la existencia se hizo literalmente imposible y un general soviético decidió trasladarlo a Moscú. Recién allá fue donde los Honecker captaron que el proceso hacia el capitalismo era irreversible.

No es simple casualidad que justo en esos momentos aparecieran enviados norcoreanos y cubanos a ofrecerle asilo. Norcorea incluso envió un avión.

Aquí radica un punto crucial. Es imposible no tener a mano a Hannah Arendt y sus reflexiones sobre la vulnerabilidad de la verdad en cuestiones políticas. Honecker podrá haber reiterado hasta el cansancio su adhesión al internacionalismo proletario, bajo el supuesto teórico que era uno de los grandes valores universales del comunismo, pero en su fuero interno era un comunista nacionalista. Él, junto a su grupo más cercano, lograron hacerse con el poder en 1971, sacando a Walter Ulbricht, considerado demasiado apegado a las directrices de Moscú. Honecker propugnaba un esquema con mayor tinte germano, llamado en aquellos años “sociedad socialista avanzada”.

Desde entonces construyó un modelo propio convencido que tomaría muchas décadas. Por eso, uno de sus objetivos más acariciados fue normalizar las relaciones inter-alemanas, con sendos viajes de las máximas autoridades y la apertura de embajadas en Bonn y Berlín oriental. Honecker fue ante todo un político eurocéntrico.

Por lo tanto, con amabilidad agradeció la invitación de cubanos y norcoreanos, pero por su cabeza rondaba otra opción. Con tal negativa, demostró que no estaba dispuesto a ir a pasar el resto de su vida en un ambiente hermético inescrutable, como el de la familia Kim en Norcorea, como tampoco a vivir calamidades personales en un régimen empobrecido (él sabía perfectamente cuánto le debía Cuba a la RDA) y que respondía más bien a su naturaleza tropical. Las cosas tienen sus límites culturales, debe haber meditado junto a su esposa.

Es ahí cuando Honecker opta por irse a vivir a un régimen neoliberal. Hay un traccionamiento político evidente en su decisión.

Como buen homo politicus, prefirió depositar su confianza en aquellos personeros experimentados, que él conocía bien, y habían llegado al poder con la transición en Chile, encontrándose inmersos en un proceso demandante de habilidades florentinas, que en esos “compañeros” siempre tentados a los desvaríos. Se debe admitir que Honecker conocía de cerca el subdesarrollo de Cuba y la realidad de Corea. Había conocido a Guevara y a Kim Il-Sung.

Poco se conoce de su cotidianeidad en Chile. Asumida su circunstancia, no parece haber sido del todo feliz, aunque sintió el confort de la amistad política. No pocos de aquellos políticos chilenos en quienes confió estuvieron prestos a ayudarlo. Con ellos logró una cercanía asentada en lo que, ya en 2007, se definió como espiral de fidelidades emocionales (El Caso Honecker, el interés nacional y la política exterior de Chile, CEP, Santiago).

Pese a ello, los acontecimientos en la Alemania reunificada lo mantuvieron consternado hasta el final de sus días. Debe haberse sentido muy dolido con la desaparición de unas estructuras estatales que él suponía sólidas. Su estado de salud se deterioraba sin cesar y, según relatos de su nieto, su familia había caído en una disfuncionalidad completa. ¿Cuánto habrá disfrutado del neoliberalismo?

Su esposa, Margot optó por un cierto sigilo. Ocupó sus últimos años dando testimonio político. Colaboró con algunos libros y pasó algunas temporadas como huésped del gobierno cubano. A La Habana le pidió ayuda médica para sortear las dificultades por las que atravesaba su nieto. A diferencia del mutismo total de su marido, ella practicó lo que H. Hrabal calificaría como “silencio ruidoso”.

El próximo año, igualmente en mayo, se recordarán 10 años de la muerte de Margot, ocurrida también en La Reina. Es posible que asistamos a nuevas disquisiciones sobre aquel experimento llamado RDA. Y como marido y mujer permanecen insepultos (las cenizas continúan en Chile), quizás sea el momento de iniciar camino hacia su morada final. (El Líbero)

Iván Witker