Hiroshima, mon amour

Hiroshima, mon amour

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Tal cual ocurre con los dos protagonistas de la película de Alain Resnais, la ciudad japonesa donde fue lanzada la primera bomba atómica hace 80 años, permanece en lo más recóndito de los recuerdos. Incluso, en las generaciones actuales esa imagen de devastación y desintegración parece imposible de ser olvidada.

De ahí entonces la vigencia de aquellas preguntas sobre las consideraciones que se tuvieron presente para su uso. Las militares y las ético-políticas. Todas han mantenido al mundo entero por décadas atrapado en la lógica de qué es lo que sirve finalmente para efectiva disuasión. El protagonista de todo esto es el Presidente Harry Truman. El único que se ha atrevido a usarla.

Cada año, en agosto, se escribe sobre este tema, se ven documentales y se escuchan opiniones diversas. Ninguna se sustrae de las lecciones dejadas por la película franco-japonesa. Tanto, la imposibilidad de dar por superado el pasado, como los zigzagueos de la memoria. Hiroshima, mon amour.

En los últimos tiempos son las oscilaciones bélicas vividas en no pocas regiones del mundo las que profundizan estas inquietudes existenciales. La última ocurrió hace pocas semanas, cuando EE.UU. e Israel intervinieron de manera preventiva sobre las instalaciones nucleares iraníes. Los ayatollas estaban dando muestras de demasiada enajenación mental y sus científicos ya habían logrado enriquecer uranio a niveles aptos para fabricar una bomba. Aquello fue un baño de miedo.

Y de cuando en cuando, angustias semejantes tienen lugar con los desvaríos y enojos del líder norcoreano, Kim Jong-un. Un natural nerviosismo recorre los países vecinos. Y es que, a diferencia de los clérigos iraníes, se sabe que Kim posee al menos cinco de esos artefactos. Por su lado, hace algunos días, Putin le recordó a Trump -a propósito de unas maniobras con armas estratégicas- que en una confrontación nuclear no habrá ganadores.

A 80 años de Hiroshima, el mundo sigue viviendo con aquellas imágenes aterradoras.

Es eso lo que otorga intermitente actualidad a las dos aristas que tiene el uso de esta bomba. La ético-política y la militar. Ambas traccionan esa gran duda que perdura hasta hoy. ¿Qué razones pudo haber tenido el Presidente Harry Truman para dar la orden de atacar Japón con Little boy (sobre Hiroshima) y con Fat man (sobre Nagasaki)?

No pocos historiadores concuerdan en que la posibilidad de un ataque nuclear gozaba de aprobación entre los estadounidenses de aquellos años, aunque nunca se hizo una encuesta al respecto. Dicha popularidad sugiere que el elemento simbólico pudo haber sido decisivo. Truman habría optado por poner la novedad al servicio de aquella máxima militar de doblegar efectivamente la voluntad del enemigo.

En esta línea de razonamiento -la del uso político de una novedad tecnológica- descansa un episodio rescatado hasta en sus detalles más nimios por varios historiadores. Durante la reunión de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial en Potsdam (1948), Truman susurró a Stalin la posesión de la bomba atómica. Se sabe que el líder soviético reaccionó de manera parca y se limitó a decirle: “Espero que le den un buen uso con los japoneses”. La parquedad de Stalin añade un aditamento político. Las administraciones Roosevelt y Truman habrían querido también transformar esta bomba en el gran elemento disuasorio ante la Guerra Fría que se avecinaba.

En efecto, como se sabe, la parsimonia de Stalin encuentra explicación en el avance de su desarrollo atómico. El Kremlin ya tenía desplegado su propio proyecto Manhattan, dirigido por Igor Kurchátov (el Oppenheimer soviético). Se llamaba proyecto Borodin.

Aún más. El avance era tan real que pasó muy poco tiempo entre la primera prueba atómica soviética y el ensayo de una bomba termonuclear; aún más terrorífica. Esta fue desarrollada por Andrei Sajárov, quien tuvo severas crisis de conciencia con todo este avance científico militar y terminó siendo un conocido disidente del régimen. Representó el lado humano de la disuasión nuclear.

Por lo tanto, aparte de lo simbólico, la discusión histórica apunta a asociar el tema de la rendición incondicional japonesa a la posibilidad de lograrla por métodos convencionales. O sea, un ataque mega-masivo. Habría bastado -creen- con repetir en otras ciudades los inclementes bombardeos lanzados sobre Tokio en los meses previos.

Esta hipótesis se mantendrá ad eternum en el plano teórico. La verdad es que la férrea resistencia militar japonesa, pese a la cantidad de muertos que habían sufrido (un millón de víctimas fatales), parecía dispuesta a seguir enfrentando la situación. Las batallas de Okinawa e Iwo Jima lo demuestran. Esto avala la necesidad de matizar el drama de Hiroshima.

Aún más. El militarismo de Japón no era un fenómeno histórico idéntico al de la Alemania nazi. Por eso la dinámica de la guerra fue, en ambos casos, tan distinta. Ello se reflejó no sólo en el involucramiento, sino en las características del desenlace. Para Japón, todo el proceso bélico obedecía a mandatos divinos, reflejados en la majestad del emperador.

El enorme magnetismo que tenía la figura imperial -el llamado Tenno– en el imaginario de sus súbditos (y por extensión de sus soldados) es algo difícilmente comprensible en Occidente. Aquella atracción enigmática ayuda a entender cosas anexas, como la negativa a entregarse que tuvieron algunos soldados que se habían extraviado en terrenos isleños selváticos y que desconocían el final de la guerra. Por eso, en el caso japonés, debió ser el propio Hirohito, quien llamó en persona a su nación a “soportar lo insoportable”, como denominó la rendición incondicional.

En consecuencia, las cavilaciones del Presidente Truman hay que tomarlas en un contexto más bien dual. Por una parte, está aquello que los militares llaman economía de fuerza. Es decir, conseguir el mismo objetivo con la menor cantidad de recursos armamentísticos posible. Pero, por otra parte, está la cuestión política. La bomba atómica abriría -como efectivamente ocurrió- una nueva etapa de las relaciones internacionales. Roosevelt y Truman habrían tenido claro el significado y trascendencia de la tecnología militar.

De hecho, el reconocido teórico de las relaciones internacionales, John Mearsheimer, coloca a la bomba atómica como factor clave para que la disuasión entre EE.UU. y la URSS funcionase. La bomba habría tenido un efecto racionalizante en las conductas de los tomadores de decisión.

El problema es que no hay seguridad de que tal premisa mantenga vigencia. El contexto de proliferación, como el actual, está provocando transformaciones sustantivas. Los ejemplos de Irán y, parcialmente, de Corea del Norte invitan a pensar en las lecciones imperecederas dejadas por el film de Resnais. (El Líbero)

Iván Witker