La decisión de la Oficina Francesa de Protección a los Refugiados y Apátridas, de concederle asilo a Ricardo Palma Salamanca, ha generado un intenso debate histórico y político sobre su figura, su rol en el asesinato de Jaime Guzmán y sobre lo que implica la resolución francesa en el cumplimiento de su condena.
Muchos en la izquierda chilena siguen creyendo que Palma Salamanca es un héroe. Para ellos, la lucha armada que llevó adelante el Frente Patriótico Manuel Rodríguez no solo se justificaba, sino que era imprescindible, y el asesinato de Jaime Guzmán no sería un crimen, sino un acto de justicia. Implícitamente, al cuestionar las consecuencias políticas, sociales y económicas de la obra de Jaime Guzmán, no buscan otra cosa que justificar su ejecución a manos de Palma Salamanca y los suyos.
Pero al mismo tiempo, en reacción a la resolución francesa, algunos quieren convertir a Palma Salamanca en la víctima de un juicio injusto. Al cuestionar la legitimidad de la justicia chilena (la de la época, pero también la actual que solicita su extradición), se busca deslegitimar su condena. Algunos, de manera más explícita y a pesar de la evidencia existente, afirman de manera burda que es inocente y que toda esta historia es una maquinación de órganos de inteligencia de la dictadura coludidos con el Poder Judicial de aquella época.
Pero estas dos visiones presentan una contradicción fundamental, porque no se puede ser un héroe revolucionario, asumiendo que es el autor del homicidio del senador Guzmán, y a la vez, ser víctima de la justicia chilena, por ser acusado de un crimen que no se cometió. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Es Palma Salamanca un héroe revolucionario o una víctima de la justicia chilena?
Para la inmensa mayoría de los que creemos en la democracia y en la justicia chilena, Ricardo Palma Salamanca no es ni héroe ni víctima. Es un asesino condenado y prófugo del crimen de Jaime Guzmán, único senador de la República que ha sido ajusticiado en democracia. El proceso judicial en contra de Palma Salamanca no solo cumple con todos los estándares objetivos de justicia, sino que además tiene pruebas concluyentes y evidencias que demuestran la responsabilidad que posee en el crimen de Jaime Guzmán. Su propia confesión, exhibida ampliamente en los medios esta semana, da cuenta de su participación directa y de la frialdad con que asumió el encargo de su organización terrorista.
Además, no podemos soslayar la serie de otros crímenes en los que participó Palma Salamanca, durante y después de la dictadura. A los crímenes de exagentes de inteligencia y escoltas, se sumó el secuestro de Cristián Edwards que, lejos del romanticismo revolucionario, solo tenía por objetivo inspirar terror y seguir financiando las actividades terroristas de su movimiento. Por si fuera poco, desconocemos a estas alturas los otros crímenes que Palma Salamanca podría haber cometido durante su clandestinidad en México, pero los detalles de los procesos en contra de su socio, el «Comandante Emilio», son escabrosos. Secuestros, mutilaciones, entre otras prácticas, son parte de lo que se le acusa a su compañero de lucha, hechos en los que él también estaría involucrado.
Entre dos opciones, ciudadano o criminal, la vía pacífica y realista o la violenta y fracasada a la democracia, Ricardo Palma Salamanca eligió la última. Solo colgó los fusiles una vez que se quedó sin alternativas y hoy se declara contento con la libertad que le entrega Francia, porque se sabe que el sometimiento a la democracia es su única garantía de sobrevivencia. Pero la izquierda chilena de hoy tiene que resolver una disyuntiva similar: seguir apoyando a un criminal, o sepultar ese pasado y afirmar su compromiso con la justicia y la democracia, sin contextos ni explicaciones que debiliten esa posición.
En el año 2018, no podemos aceptar ni validar a una izquierda que elija el primer camino, porque más que nunca, la línea divisoria entre demócratas y totalitaristas ha quedado clara. (El Mercurio)
Jaime Bellolio


