Hay algo que no está funcionando

Hay algo que no está funcionando

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En rigor, el último gobierno realmente exitoso que ha tenido Chile fue el de Ricardo Lagos. Lo digo en el sentido en que se mide el éxito en las democracias: con votos. Fue el último Presidente de la República que logró prolongarse a través del triunfo electoral de un candidato que provenía de sus filas; a la sazón, Michelle Bachelet.

Esta dejó La Moneda rodeada del respaldo popular; pero como decíamos, esta no es la vara con la que se mide el resultado de un gobierno -si así fuera, no habría necesidad de tener elecciones: bastaría con las encuestas-. Al momento de contar los votos, quien fuera el candidato de la continuidad (Eduardo Frei) fue derrotado por quienes encarnaban el cambio, Sebastián Piñera y Marco Enríquez-Ominami. A esto hay que agregar los decepcionantes resultados de la coalición gobernante en la elección parlamentaria de 2010.

Al Presidente Piñera le ocurrió lo mismo. Es cierto que concluyó su mandato con un nivel de popularidad satisfactorio, pero, como su antecesora, tuvo que entregar la banda presidencial a un adversario -nada menos que a quien se la había entregado a él mismo cuatro años antes-, su coalición terminó derrotada y fragmentada, abortando la ilusión de un ciclo de gobiernos de centroderecha que duraría varios períodos.

Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría obtuvieron en 2013 un triunfo holgado, otra vez sobre la base de una oferta de cambio -esta vez estructural-. Pero rápidamente experimentó lo mismo que el gobierno precedente: un drástico desgaste del apoyo popular.

Desde mediados de la década pasada -desde Lagos-, los presidentes son elegidos a partir de promesas de cambio que van en diversas direcciones, pero a poco andar la población les da la espalda. Las razones del vuelco varían: porque los cambios no fueron tan espectaculares como se los pintaba, porque al leer la «letra chica» brota el temor, o porque la demanda se volvió más conservadora debido a cambios en el entorno -por ejemplo, la desaceleración económica.

Dicho de otro modo, la apelación al cambio ha servido para ganar elecciones, pero ha terminado siendo un búmeran que ha desestabilizado a los gobiernos, impidiéndoles contar con el respaldo popular para asegurar su continuidad.

Hay dos explicaciones posibles de este fenómeno, que no son excluyentes. La primera: nuestra clase política sabe cómo gobernar una sociedad de pobres, pero no una de clase media, donde la distancia entre dirigentes y dirigidos se ha reducido y cambiado de naturaleza. De ahí que persista en una relación vertical con los ciudadanos, a quienes trata como a niños susceptibles de engaño o distracción con promesas de cambio que no se pueden cumplir o que se tuercen en el camino. Ella parece no hacerse cargo aún de que los chilenos de hoy -más prósperos, educados y conectados- exigen un vínculo más horizontal, realista y reflexivo.

La segunda explicación del fracaso de los últimos gobiernos para elegir a un sucesor de sus filas podría estar en que las coaliciones actuales -la Nueva Mayoría y la otra, no recuerdo como se llama- no poseen la consistencia necesaria para erguirse en plataformas de apoyo cultural y social de los gobiernos que eligen. Carecen de una visión común de las controversias y dilemas que encara la sociedad chilena de hoy, y de ahí que vuelcan sus energías a las luchas internas en lugar de abocarse a alimentar la adhesión a los gobiernos surgidos de sus propias filas.

Como sea, algo no está funcionando bien en nuestra democracia. Sus dirigentes y coaliciones políticas son incapaces de crear y gestionar ofertas que susciten en la ciudadanía una adhesión firme y perdurable. Así no es posible la gobernanza de una sociedad compleja.

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