Un reportaje reciente reveló una red de cuentas falsas destinadas a atacar a dos candidatas presidenciales. La anécdota es reveladora de una mala praxis política. Lo más inquietante no es el detalle de cómo operan los bots, sino lo que refleja: la decadencia de la vida democrática en Chile. El uso de la inteligencia artificial en la desinformación ha venido representando un riesgo estructural para las democracias en el mundo. Y ese riesgo se convirtió en realidad también en nuestro país. Esta forma moderna de manipulación mediática –deepfakes– degradan la autenticidad del debate público. El resultado es un entorno político más vulnerable, donde la confianza en las instituciones y en la clase política se debilita, y en el cual la toma de decisiones colectivas pierde toda legitimidad. La gente confunde una mentira con la verdad, pero también se crea el espacio para que se confunda la verdad con una mentira.
Los bots son un síntoma, pero no el único. A la manipulación digital se suma la incapacidad de la política.
No ha sido posible hasta ahora sacar adelante la reforma al sistema político, clave para ordenar la fragmentación, y devolver eficacia al Congreso. El gobierno ingreso indicaciones varias veces buscando eliminar la multa del voto obligatorio. El gobierno transgredió la constitución. El oficialismo se esfuerza para que voten menos personas. Trabaja para que el resultado electoral no represente la voluntad de la mayoría del pueblo chileno. Parece que ya comenzaron a trabajar como oposición.
Por otra parte, el ministro de Seguridad aseveró: “nosotros asumimos un gobierno en una situación de crisis de seguridad muy significativa. Y este gobierno ha hecho tres cosas, fortalecer las instituciones, aumentar el presupuesto en seguridad y dotar de medios legales y físicos para la actuación institucional». Agregó que van a entregar un país “normalizado” cuando termine el mandato. La percepción ciudadana es exactamente la contraria. Las instituciones se han debilitado, con la penetración del crimen organizado, la enorme corrupción y tráfico de influencias. Lejos de lo que siente el ciudadano.
La candidata oficialista Jeanette Jara se mueve entre dos mundos: ser la candidata del oficialismo que busca dejar su legado; y el propio que todos los días anuncia programas de costos altísimos sin decir cómo los va a financiar. Las encuestas no parecen indicar que será la triunfadora, quizás por ello prometer es gratis.
La catarata de proyectos del gobierno buscando el anhelado legado: entre algunos el aborto libre y la eutanasia.
Lo complejo, entonces, no son solo los bots: es también una clase política que no da el ancho, un gobierno que se va sin legado claro, que dilapidó sus mayores oportunidades y que dejará unas arcas fiscales exhaustas. Esa es la herencia que se acumula junto a la erosión de la confianza y al deterioro de la palabra pública.
Chile conoció otra época. Durante los importantes y famosos treinta años, más allá de diferencias profundas, existió una política de acuerdos. Las campañas se enfrentaban con ideas, con diagnósticos sobre el país, con propuestas que podían entusiasmar o decepcionar, pero eran palabras verdaderas. El político prometía provisto de información clara y científica de como llegaría al objetivo. Se discutía en el Congreso, se buscaba consenso, se negociaba. La democracia se sostenía en el esfuerzo compartido de construir.
Hoy, en cambio, asistimos a un paisaje empobrecido. La política se mide por la capacidad de destruir al adversario y de instalar rumores. No hay diálogo, sino gritos digitales. No hay argumentos, sino eslóganes envenenados. No hay contraste honesto de proyectos, sino trampas tendidas en redes sociales. Y la pregunta inevitable es: ¿qué queda del ciudadano en este juego?
El ciudadano, que debería estar en el centro de la democracia, queda relegado a ser espectador de una guerra sucia. Se le manipula con falsedades, se le bombardea con miedos inventados, se le priva del derecho a decidir con información clara. ¿Qué confianza puede sostenerse cuando los votantes no saben si lo que leen es verdad o mentira?
A esta fragilidad se suman las dudas sobre las propias propuestas de los candidatos. ¿Tendrán los candidatos la evaluación técnica que respalde lo que prometen? ¿O volveremos a vivir un ciclo de anuncios grandilocuentes que se estrellan con la realidad? En tiempos donde la ciudadanía ya desconfía, prometer sin sustento solo agudiza la sensación de vacío.
La democracia se empobrece no solo por las herramientas tecnológicas de manipulación, sino porque hemos perdido el valor de la verdad, la dignidad de la política y el sentido de lo común. Si la democracia de los 30 años se apoyó en acuerdos, la de hoy parece moverse en la lógica del enfrentamiento perpetuo y las promesas imposibles.
El cambio que necesitamos no es solo regulatorio, sino cultural y social. Volver a poner en el centro la confianza, la palabra dada, la transparencia. Recuperar la idea de que la política existe para servir al bien común, no para arrasar con el contrario. Y, sobre todo, entender que la democracia se degrada cuando los ciudadanos se sienten desprotegidos frente a la manipulación y engañados frente a las promesas.
Los bots podrán simular voces, alterar imágenes o inventar rumores. Lo que no podrán nunca es recuperar la esperanza de un pueblo que ve cómo su democracia se desgasta. Esa tarea es nuestra, como sociedad. Y empieza por exigir a los candidatos —y a nosotros mismos— una política con verdad, con respeto y con propuestas que puedan cumplirse.
La gran pregunta de esta elección no es solo quién gobernará, sino cómo volveremos a creer en que la democracia nos pertenece a todos y no a los algoritmos, bots y trolls. (El Líbero)
Iris Boeninger



