Fake news, ¿novedad?

Fake news, ¿novedad?

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No alcanzo a distinguir la radical novedad de este fenómeno, salvo el pequeño gran detalle de que corresponde a un estadio muy avanzado del desarrollo comunicacional que comenzó a destellar hace poco más de 200 años. Pero las mentiras y mentirillas, ilusiones y seducciones en el lenguaje en todos los ámbitos corresponden a parte de la experiencia de los humanos en la historia, y lo serán por siempre. Cuando apareció internet al alcance del público, hace casi tres décadas, se decía que la transparencia permitiría el autogobierno democrático por excelencia.

Puro cuento. Así como hecha la ley, hecha la trampa, aparecieron todas las posibilidades para que el espíritu de asolamiento hallara una vía para canalizar rabias, instintos desenfrenados y afán maldadoso de secta pseudorreligiosa, con fe ciega en cualquier relato con la hechura de mito —sin el misterio de lo arcaico—, que es la cultura que vivimos. En la tarea civilizatoria, inacabada, tendremos que sobrevivir a esta acometida.

Desde siempre, en la mayoría de las civilizaciones se desarrolló de forma más o menos espontánea una búsqueda por hallar lo verdadero en medio de las inevitables (y necesarias) veleidades del lenguaje. Desde Grecia esto adquirió carácter sistemático y continuado. En especial, desde la ilustración y la contrailustración, en el XVIII, la crítica del lenguaje y sus imágenes es parte de la cultura y de la vida política.

La noticia o información falsa, cuando se trata de algo simple y concreto, es relativamente fácil de desvirtuar: ¿Dijo aquello? ¿Que las vacunas matan a la gente? ¿Que la Tierra es plana? El problema está cuando se arriba a lo más humano de lo humano, las opiniones y creencias, donde tantas veces se entremezclan lo verosímil, retazos de ciencia exacta y de anhelos morales junto a las supersticiones modernas, el ansia por un relato que se esgrima como un fetiche. ¿La respuesta? El sentido crítico que se apoya no solo en razonamientos, resumidos en la palabra pensar, sino que en tradiciones institucionales, como la libertad de prensa e información, el Estado de Derecho, la libertad irrestricta de opinión, donde difamaciones sistemáticas solo tengan pena cuando estén tipificadas por la ley.

Que el mundo de las informaciones y la arquitectura de las tesis públicas sean analizadas, es parte del debate moderno; que los gobiernos tengan buenos sistemas de información y comunicación de sus labores y un discurso organizado para defender su labor, es su derecho y necesidad. Famoso era don Jorge Alessandri por sus desmentidos, “falso de falsedad absoluta”; no pasaba de allí. Fue donde fallaron las administraciones del Presidente Piñera.

Que un gobierno, por bien asesorado que esté, pueda legislar sobre lo que es verdad y falsedad, en último término proviene de la tentación totalitaria. Todo tiene el sabor de ofensiva contra los medios tradicionales, que no se pueden permitir la mentira sistemática y que, en paradoja extraordinaria, constituyen la fuente a recurrir cuando se quiere establecer la exactitud de una de las afirmaciones rotundas propaladas por las redes.

La ministra Camila Vallejo ha dado en apariencia una versión tranquilizante. No alcanzo a evaluar si por sensibilidad y generación ella pertenece a una nueva percepción emergente poscomunista. Lo cierto es que su partido se identifica con la Corea de Kim Jong-un, la China de Xi —dictadura nacionalista de derecha—, con Nicaragua, Cuba y Venezuela, entre otras joyitas, donde la información es una gran fake news.

Existen demasiados motivos para tener total desconfianza en este proyecto de erigir una verdad pública. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois