Evo Morales, el partido soy yo

Evo Morales, el partido soy yo

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Sabido es que la política es un arte que brinda sorpresas en cualquier lugar del mundo. Por lo general, éstas responden a crisis de representatividad. Sea por obsolescencia de ideas o por líos internos insalvables, los partidos dejan de ser atractivos para sus segmentos tradicionales. Cuando tocan fondo, y los cambios de estrategias o la renovación de ideas resultan insuficientes, optan por cambiar de denominación.

Sin embargo, desde que acabó la llamada Primera Guerra Fría, tales decisiones se han acelerado, proliferando partidos con las denominaciones más extrañas; algunas derechamente estrafalarias. Partidos de los Tomadores de Cerveza, Partido de los Jubilados, Pollo Malvado, Perro de Dos Colas, Europa Esperanto, Partido Pirata, Partido Científico para la Investigación del Rejuvenecimiento y así muchos otros.

Se trata de un proceso casi inevitable, producto que durante la Guerra Fría habían florecido partidos aglutinados prioritariamente en torno a ideologías. Éstas dieron sustento a variados regímenes, como las democracias liberales, cuya consolidación dio la sensación urbi et orbi de que la política alcanzaba una especie de estado celestial. Las disputas parecían “domesticadas” y la política empezó a ser vista casi como una tarea administrativa, abocada más bien a la expansión de los valores expresados en las ideologías más virtuosas. Chile hizo su aporte y aquí se llegó a la peregrina idea que los cargos públicos eran simplemente para “habitarlos”. La lucha por el poder dejó de ser el elemento central. Mirado en retrospectiva, todo parece haber sido un grueso error de apreciación.

En realidad, el colapso de las ideologías terminó sembrando semillas de una profunda transformación en las bases de la representatividad. Sin temor a exagerar, ésta ya ha alcanzado dimensiones colosales. Los países que hoy son gobernados por democracias liberales apenas llegan a 35, donde vive menos del 10% de la población mundial. En las democracias liberales esta crisis es demoledora. Desde los 90, muchos partidos han estado desapareciendo. Y ni hablar de lo que empezó a ocurrir en las democracias defectuosas o híbridas.

Este tránsito exhibe, por estos días, dos casos emblemáticos. Uno en Bolivia, donde ha surgido Evo Pueblo. El otro -una sorpresa- es esa admirada democracia liberal llamada Alemania. Allí se ha constituido el Sahra-Wagenknecht-Bund (SWB, Alianza Sahra Wagenknecht). Se trata de dos casos dignos de atención. Dialectos de una misma lengua.

El primero de ellos es el partido recientemente creado por el líder populista boliviano, el expresidente Evo Morales y que se estrenará en las elecciones subnacionales del próximo año. La creación ocurre tras el derrumbe de su proyecto político original -el Movimiento al Socialismo (MAS)-, el cual llegó a ser visto como una síntesis poco ortodoxas, pero “fascinante”, de cuestiones que antes se veían refractarias, de marxismo con indigenismo, ecologismo pachamámico, bolivarianismo, guevarismo y otros. La mezcla llegó a proyectarse con fuerza sobre el resto de la región. Sugería una fusión exitosa. Buena opción ante el fracaso de la ideología como elemento aglutinante.

Pese a su embrujo sobre las huérfanas izquierdas latinoamericanas, el MAS empezó hace algunos años a dar muestras de cansancio; de agotamiento político. Mostró lo inevitable. Ambición desmedida, falta de escrúpulos. El engranaje dentado del MAS se rompió. Fue por factores internos, producto de sus interminables peleas intestinas, que, de agrias discusiones verbales, pasaron a enfrentamientos físicos. Y también por factores externos, pues su gestión no fue más que un simple espejismo. El resultado final e indesmentible fue una tremenda crisis. Esta se hizo irreversible apenas se esfumaron los dólares y cuando en quedó al descubierto la falta de inversiones en sectores claves. Buscar aliados como los ayatolás iraníes pareció más motivante para ese heterogéneo partido. Las últimas elecciones demostraron un derrumbe total. El antiguo voto MAS se dispersó de las más diversas maneras. Ante este cuadro terminal, Evo optó por reorganizar a sus esmirriadas huestes bajo su propio nombre. Resolvió la ecuación re-escribiendo su proyecto personal. Sin rodeos ni elipsis. El partido soy yo.

La trayectoria de Morales es útil para entender en parte la crisis de representatividad que -matices más, matices menos- vive toda América Latina. Y es que el otrora líder indigenista nunca salió del corset del viejo caudillismo latinoamericano. Aquel del siglo 19. Volcánico e irascible. Buscando permanentemente a alguien contra quien complotar.

No es raro que haya terminado peleado hasta con su eterno vicepresidente, A. García Linera, quien, tras las últimas y peligrosas piruetas del exPresidente, tomó prudente distancia. Incluso física. Los agresivos dislates de Evo pusieron fin a una relación que parecía incombustible.

En consecuencia, Evo Pueblo pareciera ser el primer caso de un partido en América Latina que pasa a llamarse de manera definitiva y absoluta con el nombre de su líder. El registro histórico marca numerosos casos de partidos y movimientos políticos que invocan de manera directa o indirecta al inspirador que los congregaba o a su fundador. Pero siempre, figuras ya fallecidas.

¿Logrará Evo Pueblo albergar a todos los inconformes y perseguidos de la nueva etapa que parece emerger en el panorama político boliviano? Aunque nada es descartable en Bolivia, será muy cuesta arriba. El desastre dejado no será fácil de olvidar. Los más atormentados con esa pregunta deben ser los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta. Y es que mucho de la gobernabilidad que logre el futuro presidente dependerá de aquello. Por ahora, Morales coquetea con la conquista de calles, el corte de caminos, el uso de dinamita a destajo y de quedarse atrincherado en sus reductos.

Como sea, la travesía de Evo Pueblo es por ahora una incógnita.

Luego, está el caso de la dirigente política alemana Sahra Wagenkneckt, quien en 2023, rompió con su partido Die Linke (La Izquierda). La decisión de bautizar con su nombre a la nueva colectividad dejó estupefacto a todo el panorama político del país.

Al instituirse ella, personalmente, como “la” autoritas desacralizó los íconos de la antigua izquierda. Levantó nuevos. El SWB está en contra del involucramiento alemán en la guerra en Ucrania, se plantea restablecer los lazos económicos con Rusia, postula políticas restrictivas en el tema de la inmigración y tiene una visión crítica de la Unión Europea. Es una pulsión neo-nacionalista de izquierda.

En su brevísima existencia, el partido ha ya tenido significativos éxitos electorales y ahora la gran interrogante es, ¿cuál fue el propósito de ponerle su nombre al partido?

Una hipótesis plausible es el deseo de configurar una nueva identidad a partir de un pilar no conocido y que mediáticamente tuviera altísimo impacto. Ella ha insinuado que ponerle su propio nombre corresponde a algo transitorio. Será mientras encuentran una denominación no sólo alejada de los clichés y estereotipos, sino acorde a la lógica de una nueva Guerra Fría.

En síntesis, la crisis de representatividad, como parte de la dinámica histórica de la política, está provocando innegablemente cambios enormes en los partidos. Muchos de ellos, impensados en los esquemas previos.

Las dos experiencias señaladas apuntan a que, asociar un partido de manera tan categórica a su líder, proyecta la idea de un refugio temporal. La fórmula, “el partido soy yo”, es una decisión con tintes novedosos, aunque, por ahora, carente de los elementos necesarios para un cambio de largo aliento. (El Líbero)

Iván Witker