Eterno dilema constitucional

Eterno dilema constitucional

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La archipolitización hiere gravemente a la democracia. La indiferencia ante la política y en general ante lo público es otra manera de herirla de muerte. Existe una tercera manera —entre tantas—, que es la de eternizar los debates en torno a algunos de sus temas fundamentales, como en el actual debate constitucional.

En nuestra región ha existido un verdadero culto a la idea de una Constitución salvífica. Según mi contabilidad, la que se discute será la número 253 de la historia latinoamericana desde 1810. ¿No será mucho? Se trata más bien del arraigo de supersticiones muy enquistadas en el subconsciente latinoamericano, las que vienen a ser expresión al parecer inextinguible de la cultura colectiva de la humanidad. En nosotros se convirtió en un mantra en la segunda década del siglo XXI, llegando al paroxismo con el estallido del 2019. Había una razón y una excusa: la carencia de legitimidad de origen de la Constitución de 1980. En su evolución, no llegó a ser un mal documento ni mucho menos, pero la mancha de nacimiento se niega a borrarse.

Lo que puede ser una falencia de nuestra cultura política, la superstición mencionada, puede convertirse, bien trabajada, en una virtud, como tantas cosas en la vida. Así fue con el Acuerdo del 15 de noviembre del 2019, arriesgada jugada de la administración Piñera y de grupos entre razonables y atemorizados —sin confesarlo— por la posibilidad de un deslizamiento revolucionario. Se recurrió a la superstición constitucionalista, aunque esto no garantiza en absoluto que una vez efectuada una renovación constitucional se vaya a acatar el espíritu de la misma, que es clave para que obre como punto de referencia estable.

Por enésima vez, una Constitución, en lo esencial, establece reglas del juego para la distribución de poderes públicos y el funcionamiento de las instituciones esenciales. Solo merecerían el nombre de tales las constituciones que funcionan dentro del margen de un Estado de derecho donde efectivamente exista pluralidad de poderes conjugados entre sí. Y punto. Además, podrá añadirse algunos elementos de época, como reforzar las promesas del Rechazo —las promesas se cumplen, aunque suene extraño—, incluyendo referencias en torno al Estado social. Lo mismo recordar en el día de las Glorias del Ejército el papel de no deliberantes y a la vez reforzar su carácter de instituciones permanentes de la nación. En fin, las prescripciones institucionales deben ser pocas y contundentes. Nada de caer en el leseo de la Convención, que parecía teatro de variedades con su larguísima lista de anhelos, bien infantiles a decir verdad. Ahora tampoco debería ser la hora de los gustitos. Estamos en la hora de la adultez.

Por imperfecto que sea un compromiso, la derecha debería ser la primera en sostener que lo fundamental es anclar este barco, que siempre se mecerá en aguas turbulentas, en torno a regulaciones que lo estabilicen un mínimo que sea. Incluso, antes que en un documento perfecto (¿el reverso de las utopías de izquierda?) de economía de mercado y autoridad a secas, puede defender sus legítimos intereses, que a la vez sean coherentes con necesidades universales al país, donde todos se puedan identificar. Para ello es fundamental que esas reglas del juego se asienten en un sistema constitucional estable y no terminemos por preparar una vez más un nuevo proyecto, ya sea apoyado en la apatía o en el desenfreno, tantas veces dos caras de una misma realidad, mientras el país continúe sobre ascuas. Los gustitos, en cambio, alimentan el apetito de la volubilidad de las grandes masas, que sabemos oscilan sin cesar. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

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