En la política nacional, a raíz de la pandemia que precipita una crisis económica, existe y persistirá una voluntad para que el Estado adquiera el control de grandes empresas, no como medida de emergencia, que después se deshace; pretende la estatización de una parte considerable de la economía. Los últimos 90 años de las discusiones de economía política en Chile se han centrado en delimitar o en difuminar las fronteras entre Estado y economía: un incremento del Estado empresario hasta 1970, fervor hacia el estatismo a ultranza hasta 1973; después, confianza creciente en la sociedad civil y su respectivo mercado, como fuente de la iniciativa para propulsar la economía, que continuó hasta inicios del siglo XXI. Cierto, esto último también fue iniciativa del Estado
Más que revivir las querellas ideológicas acerca de un Estado extenso o uno más ligero, es importante distinguir dos funciones fundamentales de su razón de ser. La primera es que el Estado existe para las emergencias: conflictos, seguridad, siniestros, cataclismos. Son los momentos en que se hace notar su presencia bienhechora cuando es eficaz, y las fuerzas y las personas de la sociedad están atadas de manos. No quiere decir que el Estado solo tenga sentido en actividades discontinuadas, aunque ellas sean innumerables y repetidas. Se incluyen aquí aquellas en que, por el principio de subsidiariedad —que no gusta a todos—, el Estado se hace cargo de algunas actividades continuadas, como en salud y educación. Y para un estado de emergencia que, lo sabemos, siempre va a arribar, debe tener preparado un aparato continuo, jamás interrumpido, como en seguridad y salud.
La segunda, que el Estado funciona no como una empresa en comandita, que se arma y desarma, se fabrica o se desmantela de tiempo en tiempo según intereses y azares. Lo que fundamenta su vida es que representa y simboliza una parte no sustituible de lo que llamamos nación, país o sociedad; es lo que hace 40 años nos dijo Mario Góngora en un libro señero sobre La noción de Estado. Por más de 5 mil años no ha habido sociedad humana sin algo así como Estado, aunque en los últimos tres siglos haya habido innovaciones sustanciales. Del Estado debe emanar un sentido de pasado y otro de futuro, una palabra que haga sentir a los ciudadanos que son parte de una misma comunidad. El choque entre el pasado y el futuro —una definición de lo que constituye el presente para hombres y mujeres— es lo que el Estado canaliza y, cuando vive en un sistema democrático, la unidad convive con la pluralidad de visiones sobre ese pasado y futuro. Existe un día a día que nos evoca esta dimensión de la existencia como país, uno de cuyos instantes de memoria más intensos de la república es el Combate Naval de Iquique de este jueves 21. Cuidado, que estas rememoraciones no se marchiten, sobre todo en tiempos en que la historia —como pasado en sí mismo, y su enseñanza— está sometida a embates por las fuerzas más disparatadas. A un país no se le borran, se le agregan experiencias.
En efecto, el Estado tiene una misión cultural y moral, así como un papel en la seguridad, en lo económico y social (como dice la Constitución, promover “la integración armónica de todos los sectores”). No se asemeja en nada a la empresa totalitaria si se preserva el principio de que cultura, economía, debate de ideas, manifestación de lo espiritual, tienen raíces y se expresan desde la sociedad. Lo que promete en la civilización moderna ha sido casi exclusivamente producto de la fecundidad de la sociedad civil, en su sentido más amplio; su marco de seguridad y sentido de comunidad radica en su ensamblaje al Estado. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois