Parafraseando a Nietzsche, un desierto que crece y sólo exhibe desafección, sequía de liderazgos y ausencia de representatividad. Una sociedad políticamente huérfana, sin proyectos ni rumbos compartidos, absorta en medio de la nada. En rigor, eso fue lo que ilustró la encuesta CEP conocida esta semana: un océano de deterioro político e institucional, un gobierno en ruinas y actores públicos con su legitimidad severamente cuestionada. Un país sin conexiones mínimas con su elite dirigente y, al parecer, sin esperanza de tenerlas en el futuro.
En paralelo, el sistema político muestra a los principales bloques al borde de la extinción, sin representatividad alguna, carentes de visión y capacidad de respuesta frente a su abismante deterioro. En materia de proyecciones presidenciales, nada de claridad: la principal opción de la centroderecha, Sebastián Piñera, llega sólo a un 14%, mientras el que sobresale en la centroizquierda, Ricardo Lagos, alcanza apenas un mísero 5%, es decir, dos puntos por encima del error estadístico. Y por ahora, simplemente no hay más.
La pregunta sobre cómo Chile pudo llegar hasta aquí se ha repetido muchas veces en el último tiempo, pero nada pareciera responderla con un mínimo de claridad. No hay diagnóstico más allá de la constatación de los hechos y es muy probable que en muchos no haya siquiera un verdadero interés de enmendar rumbos. Al fin y al cabo, sea cual sea la cantidad de votos válidamente emitidos en las próximas contiendas, bastará con ellos para que la actual elite política pueda seguir disfrutando de los privilegios y las posiciones de poder ya consolidadas.
Luego de su derrota electoral en 2010, la antigua Concertación decidió suicidarse y lanzar al país que había construido por la borda. La insólita llegada al poder de la derecha fue la coartada perfecta para poner todo en cuestión y convencer a la gente de que era posible empezar de nuevo. Se construyó una mirada de Chile llena de nostalgia y de sueños frustrados; se alimentaron las demandas de los movimientos sociales -las legítimas y las descabelladas- con ofertas electorales plagadas de oportunismo, sin reflexión técnica y, algunas de ellas, definitivamente inviables.
Así, la rabia y la desconfianza con el país cimentado por la Concertación vino al fin a conjugarse con las irregularidades en el financiamiento de la política conocidas en el último tiempo, evidencia indesmentible de los incestuosos nexos que proliferaron durante años entre el mundo de los negocios y las esferas del poder público. Ahora el resultado de este maridaje está a la vista: una sociedad fracturada por reformas impuestas sin voluntad de construir acuerdos, que no logra poner en la balanza los enormes avances que ha tenido en las décadas recientes, que siente que el Estado debe garantizarle todo tipo de derechos y no se pregunta cómo va a financiarlos.
Y todo ello, en el contexto de instituciones y actores políticos severamente cuestionados en su legitimidad, sin conexiones con el sentido común y sin disposición a pagar costos. En los hechos, quienes debieran estar llamados a buscar soluciones al problema no pueden, porque la sociedad los considera parte de él. El verdadero drama es que no hay alternativas a la vista y, sin ellas, no es posible empezar a dibujar un horizonte. Eso es, en definitiva, lo que volvió a mostrar esta semana la encuesta CEP: un sistema político en estado de coma, que antes de iniciar su recuperación, simplemente continúa empeorando. (La Tercera)
Max Colodro


