Esta novel y frágil democracia

Esta novel y frágil democracia

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Finalmente arribó el día que hemos estado esperando desde hace meses. La atención y la tensión generada por el acto colectivo que protagonizaremos hoy es explicable: se trata del fenómeno esencial del sistema que ordena nuestra existencia colectiva. La elección de quienes nos habrán de representar y de quien nos habrá de dirigir como sociedad dan lugar, sin duda, al momento más importante de nuestra existencia social.

La condición básica de ese acto es que todas las personas nacen libres e iguales. Una condición que hoy nos parece natural y, ciertamente, no hay razones para dudar que desde su origen los seres humanos hayan rechazado la propia esclavitud. Pero se debe aceptar que, al mismo tiempo, también estuvieron presentes, desde los inicios de la humanidad, sus opuestos: el afán de dominio de unos seres humanos sobre otros y el impulso que los lleva a controlar a sus semejantes y a imponer su voluntad por sobre la de ellos.

Y hay que admitir que de esos dos impulsos, el de la libertad e igualdad y el de imponer la desigualdad y el dominio de unos sobre otros, es este último el que ha prevalecido a lo largo de casi toda la historia humana. Si admitimos que la existencia del homo sapiens se remonta a 200.ooo años y probablemente más, la convivencia humana regida por la búsqueda de la igualdad y la libertad es apenas una parte infinitamente pequeña de esa existencia y siempre amagada por su opuesto, la desigualdad y la opresión.

La primera república que se reputa como democracia liberal –esto es con división de poderes y un sistema de equilibrios y controles entre esos poderes, electos democráticamente por ciudadanos libres e iguales– fue la que crearon las trece colonias de Inglaterra en Norteamérica el 4 de julio de 1776, apenas hace algo más de 200 años. La abolición de la esclavitud, por su parte, fue abriéndose paso lentamente hasta imponerse legalmente solo durante el siglo XIX, aunque aún perdura en nuestros días bajo distintas formas.

Así, pues, en el momento en que ejerzamos hoy ese derecho de elegir, tengamos presente que se trata de algo nuevo y por lo tanto frágil. Que es un derecho que tiene enemigos y que el principal de ellos es quizás el instinto humano que lleva a proponer o a imponer formas de subvertir o eliminar esta democracia que nos declara libres e iguales y que, como hoy, nos da el derecho de elegir a quienes nos representarán y a quien nos dirigirá. Tengamos presente también que, por su propia fragilidad, la democracia debe reforzarse continuamente. Que sus instituciones son una obra en continuo progreso y que cada vez que la practicamos, como hoy, es una oportunidad para analizar su funcionamiento y encontrar vías para perfeccionarla.

Y voy a aprovechar este espacio para llamar la atención a dos instrumentos de la democracia chilena que, quizás, puedan perfeccionarse. Dos instrumentos que, en el proceso electoral que estamos protagonizando, han terminado por despojarse de ese carácter instrumental para convertirse en verdaderos protagonistas: las encuestas y los debates presidenciales.

Las encuestas han sido creadas para recoger la opinión de la población o de un segmento o grupo específico de ella, en un momento determinado y sobre algún o algunos temas específicos. Para lograr ese propósito es necesario aplicar técnicas que ofrezcan la garantía de recoger fidedignamente esa opinión. La única técnica que entrega esa garantía es la que utiliza muestras aleatorias y estratificadas de la población. Esas encuestas son conocidas como probabilísticas, porque se conoce la probabilidad de inclusión de cada individuo en la muestra.

El método que utilizan las encuestas políticas que se elaboran en Chile, con la excepción de aquella que realiza el Centro de Estudios Públicos dos veces al año, se basa en paneles o bases de datos integradas por individuos que ingresan a ellos de manera voluntaria, sin que exista aleatoriedad o estratificación. Sirven, en consecuencia, para conocer tendencias generales de opinión o de ánimo de la población, pero no “la” opinión de la población;  por ello son útiles para el marketing… pero no para predecir resultados electorales como se ha terminado por creer entre nosotros, al grado que algunas empresas llegan a registrar notarialmente aquella que realizan en la proximidad de la elección como una manera de demostrar esa supuesta capacidad de predicción. Y como siempre hay una que queda más cerca del resultado real, es usual que se autoproclame “ganadora” de la competencia: una técnica de marketing tan buena como cualquier otra.

Ya he tratado esta cuestión antes, por lo que no voy a insistir en ello, solo quiero dejar sentado que si queremos perfeccionar nuestra democracia sería bueno que se comenzara a pensar en exigir normas técnicas que garanticen fidelidad de las encuestas con la opinión prevaleciente entre la población y que, junto con ello, se eduque a la misma población en el entendimiento que lo que las encuestas electorales arrojan es una opinión presente y no una predicción sobre el futuro.

Los debates presidenciales, por su parte, deben ser un instrumento de ayuda a la formación de la decisión entre los electores, pero desafortunadamente en los tiempos que corren ya no sirven a ese efecto. La razón es que los debates hoy, de tales, solo tienen el nombre, pues los candidatos no debaten entre sí, sino que se enfrentan más bien a conferencias de prensa colectivas en las que los verdaderos protagonistas son los periodistas.

En el último debate del actual proceso electoral, los ocho candidatos -un número que por sí mismo impediría cualquier debate y aún cualquier conversación razonablemente ordenada- fueron acosados por una batería de cinco periodistas que se encargaron de interrogarlos uno a uno, permitiéndose interrumpirlos, interpretarlos y discrepar como si el debate fuera con ellos y no entre los candidatos.

No deja de sorprender, por otra parte, la impertinencia rayana en la insolencia que practican en general estos periodistas, llamados a actuar como “moderadores”, cuando participan en un debate de candidatos presidenciales; algo difícil y me atrevo a decir imposible de encontrar en experiencias equivalentes en otros países. Ese último debate puede haber sido más lucido o aun entretenido que los anteriores, pero como todos ellos siguió el mismo formato. A los candidatos se les dejan, en general, segundos para interpelarse entre ellos y un minuto para entregar su visión programática o mensaje final, algo con lo que razonablemente deberían comenzar para luego poder criticar o interpelarse entre ellos.

Por eso también sería deseable considerar la posibilidad que estos encuentros redujeran el número de participantes, restringiéndolos a aquellos más competitivos o dividiéndolos en dos o más encuentros parciales; además, que los debates se basaran en el diálogo de los candidatos entre sí y no con los periodistas y que se estableciera alguna norma que moderara a estos presuntos “moderadores”.

Todo esto, para seguir fortaleciendo esta criatura novel y frágil que es la democracia. (El Líbero)

Álvaro Briones