Especulaciones antes de la primera vuelta

Especulaciones antes de la primera vuelta

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Como sociedad, con todas nuestras contradicciones y diversidad, llevamos casi una década buscando un arreglo relativamente estable de gobernabilidad. Este esfuerzo se remonta en lo fundamental a 2014, cuando el segundo gobierno de Michelle Bachelet intentó articular una alianza amplia de corrientes de izquierda para sustentar un nuevo paradigma de políticas de cambio pos-Concertación. Aquella apuesta de gobernabilidad -una suerte de anticipación del actual experimento del Presidente Boric- fracasó tempranamente.

El proyecto de la Nueva Mayoría sembró enormes expectativas de transformación, pero cosechó frustraciones masivas, careciendo de conducción política, de solidez técnica y de capacidad de gestión para implementar sus reformas. El resultado fue la ilusión de un nuevo ciclo histórico que se esfumó en poco tiempo: a pesar de su retórica refundacional y buenas intenciones, Bachelet II terminó diluyéndose en medidas inconexas y sin lograr consolidar una hoja de ruta. Tal como apunté en su momento en Nueva Mayoría: el fin de una ilusión (2015), las reformas emblemáticas -en especial la educacional- dejaron tras de sí una serie de problemas que aún hoy buscan solución y el proyecto post-Concertación se empantanó.

La derecha tecnocrática y las crisis imprevistas

Tras ese fracaso de la izquierda, una derecha de tendencias más centristas tuvo su turno de ofrecer un nuevo intento de gobernabilidad. El segundo gobierno de Sebastián Piñera (2018-2022) se presentó con un reformismo moderado, apelando a una mayor eficacia gerencial en la administración pública y a un estilo tecnocrático orientado al crecimiento.

Sin embargo, la historia fue implacable con Piñera: dos crisis de enormes proporciones desviaron cualquier trayectoria prevista. En orden de importancia sociohistórica, primero, la pandemia de Covid-19 –una catástrofe sanitaria y social sin precedentes recientes– obligó al gobierno a desplegar una movilización nacional que prácticamente paralizó al país para contener el virus. Con importantes dosis de capacidad de gestión, se reforzó el sistema de salud, se multiplicaron las camas UCI, se implementó testeo y trazabilidad, y Chile aseguró tempranamente el acceso masivo a las vacunas. Esa respuesta logró salvar miles de vidas y sostuvo al país en pie durante lo peor de la pandemia.

Enseguida, aunque anterior en el tiempo, el estallido social del 18 de octubre de 2019, una convulsión multifacética: por un lado, protestas masivas contra la desigualdad y abusos; por otro, brotes de violencia anárquica y vandalismo que escaparon al control estatal. Esta revuelta desbordó por completo la capacidad de gestión política del gobierno. La figura presidencial quedó semiaislada y la administración, paralizada, incapaz de restablecer el orden por medios convencionales. Paradójicamente, fueron las fuerzas políticas -oficialistas y opositoras, salvo los extremos- las que tomaron las riendas institucionales de la crisis: en noviembre de 2019 firmaron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, pactando un proceso constituyente para canalizar el descontento dentro de cauces institucionales. Así, ante la convulsión social, la respuesta del sistema fue habilitar la redacción de una nueva Carta Magna, reconociendo que la antigua había perdido -por el momento- legitimidad. El gobierno de Piñera, en tanto, quedó como una administración sin herencia: logró sortear la pandemia con éxito relativo, pero fue sobrepasado políticamente por la crisis social y terminó allanando el camino para un cambio constitucional que él mismo no conduciría.

El momento constitucional y la utopía refundacional

De los ecos de aquella explosión-implosión de la sociedad chilena, emergieron con fuerza unas izquierdas radicalizadas -principalmente el Frente Amplio y el Partido Comunista- ofreciendo un proyecto de gobernabilidad completamente nuevo. Ese impulso se materializó en la Convención Constitucional de 2021-2022, que propuso una Carta Magna refundacional.

Chile vivió así su momento constitucional: una suerte de revolución semántico-ideológica destinada a refundar en el lenguaje las bases de la República. El borrador constitucional imaginaba una nueva comunidad nacional emancipada de herencias coloniales, oligárquicas y autoritarias; consagraba derechos sociales amplios, el carácter plurinacional del Estado, la paridad de género, el respeto a la naturaleza y otras innovaciones profundas. En términos comparativos, según indicaría la IA, aquella propuesta se perfilaba como una de las constituciones más progresistas del mundo, rompiendo drásticamente con el modelo instaurado durante la dictadura de Pinochet. Y que había sobrevivido hasta ese momento, se decía, en virtud de sus trampas y la blandura de la transición.

La narrativa de la Convención, en tanto, fue la de una segunda independencia: Chile por fin dejaba atrás más de 200 años de dominio elitista, machista, autoritario, y abrazaba valores populares, ecológicos, feministas, indígenas, regionales, etc. En suma, se soñó con fundar un nuevo país en sus territorios y pueblos, lenguajes y valores, imaginario y anhelos, dando pie -aunque fuera ilusoriamente- a una gobernabilidad tipo “socialismo del siglo XXI” por vía constitucional y plebiscitaria. Las izquierdas populares, verdes, feministas, indigenistas, académicas y movilizadas proyectaron en ese texto todos sus anhelos de transformación.

La caída del experimento constitucional y un gobierno a la deriva

Ese sueño, sin embargo, se vino abajo estrepitosamente con el plebiscito del 4 de septiembre de 2022. La ciudadanía rechazó la propuesta constitucional por un margen aplastante (62% por el Rechazo), enviando un mensaje claro: el país no estaba dispuesto a una refundación institucional de tal magnitud. Con ello, Chile quedó aferrado a su carta constitucional vigente (la Constitución heredada de 1980, reformada durante la larga gobernabilidad concertacionista) y el flamante gobierno de Gabriel Boric se encontró súbitamente desnudo, desprovisto de proyecto y programa.

Efectivamente, Boric, cuyo mandato se había identificado estrechamente con el proceso de la nueva Constitución, perdió el eje transformador de su gobierno apenas a seis meses de iniciado. Se vio obligado a reinventarse sobre la marcha, recurriendo a un precario equilibrio interno entre las viejas y nuevas izquierdas -una repetición aggiornada del fallido experimento de Bachelet II- igualmente sin un horizonte claro de cambio.

Lo que sigue desde entonces ha sido un gobierno experimental, de ensayo y error. De un inicio desbordado de expectativas, que se vieron truncadas por el plebiscito, pasó a una gestión centrada en salvar el día a día. Las promesas de ruptura quedaron enterradas, mientras el gobierno iba adquiriendo ciertos aprendizajes de administración y lograba mantener una relativa paz social.

Las calles ya no se agitaban en protestas como en 2019; en cambio, la agenda pública se trasladaba hacia las urgencias de la seguridad ciudadana. Las refriegas no eran ya político-sociales sino contra el crimen organizado, mientras en la opinión pública encuestada se extendía una sensación de inseguridad. Así, paradójicamente, un gobierno nacido de la movilización y la protesta terminaba haciéndose cargo de la seguridad del sistema y la preservación del orden.

En perspectiva histórica, este gobierno de Boric -el primero de una nueva generación de izquierdas- pasará probablemente a ser visto como otro intento fallido más de lograr un arreglo de gobernabilidad. Está completando su período, sin dejar un legado en esta materia, del mismo modo que sus antecesores inmediatos.

La metáfora del péndulo en entredicho

Analistas y medios suelen describir estos vaivenes post-Concertación -Bachelet II a Piñera II, luego a Boric, y ahora quizás de vuelta a la derecha- como un péndulo político. Algo hay de cierto en esa imagen: Chile ha oscilado visiblemente entre opciones de izquierda y derecha en la última década. Sin embargo, es un error creer que se trata de un movimiento regular y simétrico, como si el país alternara mecánicamente entre dos polos fijos. En realidad, el espacio político cambia con cada oscilación. Las sacudidas pueden ser más rápidas o más lentas, más bruscas o más suaves y los ciclos variar el ritmo y la dirección. Y lejos de existir sólo dos posiciones extremas, emergen múltiples posibilidades en un mapa que ciertos opinólogos designarían como de una geografía variable y fluida.

El péndulo de la última década ha recorrido así territorios inéditos: no volvió simplemente a la izquierda tradicional de la Concertación ni a la derecha liberal clásica, sino que exploró -y sigue haciéndolo- nuevos extremos: una izquierda constituyente radical; un gobierno generacional aprendiz del reformismo, una derecha dura emergente. Cada oscilación modifica las coordenadas: por ejemplo, el regreso de la derecha en 2018 coincidió con la irrupción de demandas sociales que antes no estaban en el radar; el péndulo hacia la izquierda en 2021 trajo a un Frente Amplio juvenil, muy distinto de la izquierda de la transición. Y ahora, el posible viraje hacia la derecha ocurriría en un escenario distinto al de 2010: un sistema político más polarizado y fragmentado, unas élites confundidas y pegadas al retrovisor, la ciudadanía desencantada de promesas de cambio estructural, y la inseguridad frente al crimen dominando el debate mediático y la vida cotidiana de la gente.

En síntesis, la metáfora del péndulo debe tomarse con cautela: Chile no oscila mecánicamente, sino que se mueve en un espacio de geografía variable donde las opciones políticas se redefinen constantemente. La búsqueda de gobernabilidad estable ocurre entonces sobre un tablero dinámico, no sobre un metrónomo predecible.

La encrucijada electoral: dos visiones de gobernabilidad

Aquí nos encontramos hoy. A días de ir a las urnas en primera vuelta, la gran interrogante es qué esquema de gobernabilidad podría emerger para el próximo futuro. Las combinaciones posibles son varias, pero dentro de lo previsible el balotaje se perfila como un duelo entre derechas e izquierdas. El abanico de especulaciones se reduce por lo mismo a dos visiones contrapuestas de cómo encarar el ensayo por venir.

Por un lado, la derecha aparece esta vez con más potencial de novedad, pero también con mayor incertidumbre. Tres candidaturas disputan el liderazgo del sector (José Antonio Kast, Evelyn Matthei y, en menor medida, Johannes Kaiser). Y todo indica que cualquiera de ellos que se imponga en la primera vuelta, probablemente llegue a La Moneda en marzo próximo.

Ahora bien, no sería lo mismo un gobierno liderado por Kast (o eventualmente por Kaiser) que uno presidido por Matthei. Podemos delinear dos opciones de gobernabilidad muy distintas dentro de la derecha.

Opción “neo-derecha” autoritaria: Sería encabezada por liderazgos que emulan la onda global de gobiernos fuertes y antiliberales. Esta corriente se inscribe en tendencias internacionales de nueva derecha que combinan políticas iliberales con una “reacción cultural” conservadora contra valores progresistas. Un gobierno de Kast, por ejemplo, seguramente acentuaría el discurso de orden, nación, familia tradicional y mano dura, desplazándose desde la democracia liberal-conservadora hacia una “democracia protegida” o iliberal, donde se buscaría alterar el balance de poderes en favor del Poder Ejecutivo, disminuir contrapesos institucionales y confrontar principios democráticos clásicos como la independencia judicial, la libertad de prensa o ciertos derechos civiles.  Kast ya ha sido comparado con referentes como Bukele, Bolsonaro y Orbán; su programa exalta un gobierno de emergencia, propone la seguridad interna y de las fronteras sobre toda otra prioridad, rechaza frontalmente las llamadas “ideologías de género” y el multiculturalismo, y apela a un nacionalismo tradicionalista y excluyente, parecido al de otras derechas duras. Estamos hablando, en definitiva, de una gobernabilidad de tinte autoritario, que podría desplazar gradualmente a Chile hacia la órbita de las democracias iliberales.

Opción “piñerismo 2.0” renovado: Está representado por la figura de Matthei, más cercana a la derecha tradicional liberal-conservadora y abierta a un consenso de centro tecnocrático. Este esquema apostaría al crecimiento económico y la seguridad, en ese orden, pero operando firmemente dentro del marco institucional y con respeto a las reglas del juego democrático-pluralista. Sería un gobierno de corte gerencial, confiado en equipos técnicos, en la eficiencia administrativa y en el fortalecimiento del orden, la ley y la seguridad.

Matthei marca distancia tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda, llamando a evitar soluciones simplistas y a recuperar una política sin polarizaciones. En su reciente accidentada campaña terminó rodeándose de políticos de la vieja guardia de derecha y empresarios experimentados, de miembros identificados como colaboradores de Piñera y de un grupo de tecnocracia concertacionista (varios amigos míos entre ellos, full disclosure), dejando entrever que su gobierno buscaría retomar lo mejor de cada uno de esos círculos: manejo económico ortodoxo, apertura a inversiones, control macroeconómico, preferencia por políticas de acuerdo, focalización social, pero combinado con un énfasis en orden público, defensa de la familia militar y su memoria, seguridad de las fronteras y en elementos -cuando se considere necesario- de “democracia protegida”.

Este piñerismo renovado se distinguiría del de 2010 o 2018 en que tendría que lidiar con un escenario post-estallido (por ende, mayor sensibilidad social en algunos temas y con más decisión y destreza para enfrentar los desbordes institucionales) y con la presencia de una derecha dura a su diestra, lo que la obligaría a definiciones más claras. Si este modelo de gobernabilidad no ha logrado imponerse hasta aquí entre las ofertas de derecha ante la opinión pública encuestada, ello podría deberse a lo que podría estar siendo percibido como un exceso de optimismo, de cierto buenismo “tira pa’ arriba”, de afinidad electiva (“buena química”) con los poderes fácticos y el establishment sociocultural.

En síntesis, la derecha chilena ofrece dos posibles rumbos de gobernabilidad: uno disruptivo, que tienta con mano firme y cambios al límite de la institucionalidad; otro continuista en sentido profundo de clase acomodada, que promete orden y crecimiento dentro de la institucionalidad y el regreso del país ganador. La gran pregunta es cuál resultará hegemónico si la derecha vuelve al poder.

Deriva autoritaria: una posibilidad real

La eventualidad de un gobierno de derecha dura (Kast o afín) trae a colación un tema inquietante: ¿podría Chile experimentar una “erosión democrática desde dentro”, al estilo de otros países? La novedad de un gobierno de Kast no radicaría tanto en su personalidad o en la solvencia de sus equipos, sino en que -por primera vez en la posdictadura- podríamos ver en La Moneda a un liderazgo abiertamente dispuesto a superar los límites del orden liberal sin romper la legalidad formal. Es decir, a empujar hacia formas autoritarias desde dentro del régimen vigente, mediante una acumulación de rupturas incrementales (la estrategia Trump).

No estoy planteando una hipótesis conspirativa; al contrario, el mundo ofrece ejemplos recientes para su verificación. El propio New York Times, en su edición del 31 de octubre, enumeró una serie de indicadores de “erosión democrática” observados bajo la administración Trump, ¡cómo no!, que debían servir de advertencia de un posible giro autocrático en Estados Unidos.

Esa lista -una docena de pasos que minan una democracia- bien podría servir de checklist si mañana asume un gobierno de derecha dura en Chile. Entre dichas medidas figuran: el establecimiento de un Poder Ejecutivo dominante, que socava la independencia de agencias estatales, debilita los mecanismos de fiscalización y purga a funcionarios no leales; la dominación del Ejecutivo sobre otros poderes, ya sea desobedeciendo fallos judiciales, arrinconando al Congreso o atropellando autonomías regionales; y el debilitamiento de los contrapesos sociales mediante ataques a la prensa independiente, hostigamiento a opositores (sean políticos, abogados, académicos, activistas) y restricciones al ejercicio de derechos civiles bajo excusas de orden y seguridad.

Un gobierno Kast/Kaiser, podemos especular, podría intentar varios de esos movimientos: recentralizar facultades en la Presidencia, reducir la influencia de organismos autónomos, limitar la acción fiscalizadora del Congreso, y, quizás, reformar leyes para endurecer el control del orden público a costa de libertades. Ya en campaña ambos candidatos -compiten, pero suman-han enunciado o sugerido ideas como legitimar un gobierno de emergencia en forma amplia, usar estados de excepción constitucional, militarizar fronteras y zonas conflictivas, revisar la integración de la Corte Suprema, o impulsar una nueva Constitución mínima que refuerce aún más el presidencialismo.

Todo ello encajaría en el patrón de ensanchamiento del Ejecutivo que han seguido democracias en retroceso. La amenaza autoritaria, por tanto, no es un salto inmediato a la dictadura, sino un goteo constante: un decreto aquí, una reforma allá, destituyendo adversarios, copando instituciones con incondicionales, estirando los estados de excepción, etc., hasta reconfigurar silenciosamente un esquema de gobernabilidad iliberal, autoritario, de “democracia protegida”.

Cabe destacar que en lo internacional la conexión de Kast y similares con corrientes ultraconservadoras es fuerte. Las nuevas derechas globales comparten un libreto: antiglobalismo, nacionalismo xenófobo, cruzada contra el feminismo y la diversidad sexual, desprecio por organismos de derechos humanos. Vox en España, sectores trumpistas en EE.UU., Orbán en Hungría, Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina, todos operan con lógicas semejantes.

Obviamente, Chile no es inmune a esa ola. Un gobierno de derecha radical adoptaría aquí, probablemente, medidas en sintonía con ese eje: desde retirarse de pactos internacionales incómodos (ya anunciado por una de estas candidaturas), hasta promover legislaciones regresivas en derechos de las mujeres o minorías, pasando por usar a militares en seguridad interna y cerrar las fronteras con zanjas, muros y cortinas de drones. Hasta cubrir las zonas fronterizas con minas antipersonales llegó a proponer el candidato de derecha-plebeya, que corre por fuera del sector como abanderado de la gente.

El progresismo agotado de las actuales izquierdas

Volvamos ahora la mirada a la vereda opuesta. En el lado de las izquierdas, la suerte está echada de antemano para esta elección: la candidatura unitaria de Jeannette Jara, ministra del gobierno Boric, quien debiera ganar la primera vuelta (dada la dispersión de los votos de derecha entre tres candidaturas competitivas y la ausencia de alternativas de izquierda con un mínimo realce electoral), en el balotaje debiera perder, según anticipan consistentemente los sondeos de opinión. Más allá del resultado electoral previsto, cabe igual preguntarse: ¿y qué representa Jara y su variopinta coalición de nueve fuerzas en términos de un diseño de gobernabilidad?

En lo más interno, Jara encarna la continuidad del experimento inaugurado por el gobierno de Boric tras abandonar (y enterrar, de hecho) su programa inicial de refundación constitucional. Es decir, su oferta implícita es proseguir con la idea de una socialdemocracia a la chilena: un gobierno progresista moderado, de reformas graduales, diálogo social y mejora (en medida de lo posible) de políticas públicas impulsadas dentro del marco de restricciones existente.

El problema es que en Chile dicho experimento socialdemócrata carece de varios pilares fundamentales. Estamos intentando construir un Estado de bienestar sin tener todavía, realmente, un Estado moderno. No contamos con el ingreso tributario suficiente para sostener un gasto público elevado. Tenemos una sociedad civil fragmentada por las desigualdades de todo tipo en contraste con el igualitarismo nórdico. Priman la desconfianza y un ethos individualista, con escaso sentido de solidaridad, comunitarismo y cooperación colectiva. No existe acá esa cultura de pacto social tripartito entre Estado, empresarios y sindicatos que caracteriza a las socialdemocracias clásicas. En breve, falta la base material y cultural sobre la cual se erigieron las exitosas experiencias socialdemócratas europeas del siglo XX. 

Adicionalmente, para empeorar todavía más las cosas, pareciera que el imaginario socialdemócrata está en crisis a nivel global. Y en Chile también. Las ideas de centroizquierda tradicional -reformas incrementales, redistribución gradual, respeto institucional, democracia cohesionada, cambio coordinado, sociedad abierta, innovación pública e industrial- lucen poco seductoras en una época polarizada donde las emociones y las soluciones maximalistas (sean de derechas o izquierdas) capturan la atención. Incluso en Europa, la socialdemocracia vive en declive y no ha logrado reinventarse.

En estas circunstancias, un esquema de gobernabilidad socialdemócrata tiene escasas posibilidades de prosperar en Chile actual, ni parecen propicias las circunstancias para el desarrollo de un nuevo progresismo de izquierdas democráticas. Estas últimas carecen hoy de vitalidad histórica, por así decirlo.

De hecho, no se sustentan en un ciclo económico expansivo (al contrario, la economía está estancada o apenas crece) ni tampoco proyectan tenerlo en el próximo futuro. El tan mentado cambio de matriz productiva” sigue sin salir del ámbito puramente retórico, lo mismo que la sustitución del extractivismo. Tampoco logra este sector conciliar los roles del Estado, el mercado y las familias, términos que incluso han llegado a adquirir un carácter ideológico-mitológico administrados por progresistas, neoliberales y conservadores, respectivamente.

En resumen, la izquierda desemboca en esta elección con una oferta obligada de continuidad, además de cargar el peso de su propio agotamiento y la crisis generalizado del proyecto socialdemócrata. Jara compromete su talante y un estilo de estabilidad, gradualidad y de reformas sociales mínimamente posibles, junto con hacerse cargo de la agenda de seguridad total y crecimiento productivo impuesta fácticamente. Todo lo cual suena correcto y responsable.

La pregunta, sin embargo, es si esta propuesta logra encender alguna chispa de entusiasmo más allá del electorado habitual de izquierdas y si acaso serviría para proyectar competitivamente una gobernabilidad eficaz en el caso de triunfar Jara en el balotaje (altamente improbable según las encuestas). O si, por el contrario, un gobierno de Jara no sería, esencialmente, más bien una réplica del gobierno Boric una vez que abandonó su proyecto refundacional. Es decir, un gobierno de pensamiento estratégico débil, sin mayor coherencia interna, con escasos medios, equipos contradictorios, partidos aliados distantes entre sí y un riesgo latente de inefectividad y decepción popular por falta de resultados contundentes. De ahí que incluso dentro de la misma centroizquierda se escuchen voces admitiendo que no habrá una segunda ola progresista a la vuelta de vacaciones, sino que se abrirá un ciclo a la espera de una auténtica reconfiguración de las izquierdas.

Conclusiones

Mis especulaciones previas a la primera vuelta dibujan un panorama incierto y lleno de paradojasinterrogantes y dudas de (in)gobernabilidad. El país lleva años intentando encontrar un nuevo arreglo tras el fin de la era concertacionista. Hasta ahora cada ensayo ha terminado incompleto o frustrado. Hoy volvemos a estar situados ante la encrucijada de un nuevo experimento, ya sea bajo la égida de una derecha fortalecida o de una izquierda que no logra renovarse.

¿Será el próximo gobierno el que estabilice el péndulo en una posición sostenible? ¿O asistiremos a otro vaivén dramático y luego a otro más a la entrada de la tercera década de nuestro siglo?

De ganar la derecha en sus versiones duras, Chile se adentraría en territorio desconocido: un gobierno que, por vía legal, empuja los límites de la institucionalidad hacia formas autoritarias con medios y procedimientos iliberales. De imponerse la izquierda (contra pronóstico), enfrentaría el desafío casi imposible de revitalizar un progresismo agotado y que se halla en retroceso en el mundo entero. En cualquiera de los dos casos, la próxima administración tendrá por delante la tarea más difícil que sigue pendiente: gobernabilidad de mediano plazo para generar las bases de un nuevo ciclo de desarrollo.

Si las nuevas generaciones y configuraciones no lo logran, el estancamiento se volverá normal. Chile materializaría su destino, largamente anunciado, de ser un caso de desarrollo frustrado.