En los últimos días ha sido tema de conversación obligada las posibles campañas de difamación en el fragor de la contienda electoral y lo fácil que éstas se replican e instalan con el desarrollo masivo -y el anonimato que permiten- las redes sociales. Pero claramente no se trata ni de un fenómeno aislado ni nacional.
Tal como indica un reciente informe comparativo de IDEA Internacional durante las elecciones de 2023 en Nigeria, se distribuyó ampliamente una falsa carta en la que se afirmaba que uno de los candidatos presidenciales estaba implicado en una investigación relacionada con drogas, incluso supuestamente firmada por un representante de la Comisión Electoral Nacional Independiente.
En otros países no solo se inventan cartas o enfermedades, sino que, utilizando la IA se crean fotografías o videos falsos, como ocurrió recientemente en las elecciones transandinas de Buenos Aires con un simulado llamado de Macri a votar por la candidata del partido del presidente Milei -quien restó importancia al tema, aludiendo a una supuesta libertad de expresión-. En Estados Unidos tanto el presidente Trump ha sido víctima de esto así como su antecesor, Joe Biden.
¿Qué hacer ante un fenómeno global en ascenso? Una respuesta obvia es exigir una mínima ética electoral a partidos políticos y candidaturas, sin embargo, es claro que eso ya no es suficiente. Si bien en algunos países como Uruguay, que destaca sobre nosotros en varios indicadores de desarrollo y democracia, los partidos políticos acuerdan voluntariamente pactos éticos de no desinformar ni difamar y de hacer responsables a sus militantes que lo hagan, la autorregulación ha demostrado ser insuficiente, lamentablemente.
En Chile ya tenemos experiencia en esto en materia de brigadistas electorales. Años atrás las campañas se desplegaban más en terreno y con propaganda física, por lo que éstos cumplían un rol clave. Luego de un terrible ataque por parte de brigadistas a un joven Luciano Rendón -que hasta hoy sufre graves secuelas-, se estableció un deber de candidaturas de registrar a sus brigadistas -quienes no pueden tener ciertos antecedentes penales- y son responsables civilmente por el daño que éstos cometan.
¿Por qué no pensar en algo similar en materia digital? Cada día las campañas se desarrollan más en este plano y las candidaturas no pueden simplemente mirar para el lado y delegar las estrategias y formas de desarrollo sin más. Es clave que lleven un mínimo control de que estas no implican la difamación o alteración de documentos para desprestigiar a oponentes. El silencio o la complicidad pasiva deben también tener una consecuencia.
En ningún caso se trata de restringir la libertad de expresión y que se contrasten opiniones y propuestas, pero esto debe hacerse con un mínimo de transparencia sobre los medios que se utilizan y con la responsabilidad por los daños que se pueden ocasionar. Sería el colmo que, además de no actuar en contra de campañas sucias estemos incluso financiándolas con recursos públicos a través del reembolso electoral. La transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad deben primar en la contienda electoral.(Ex Ante)
María Jaraquemada



