Tantas y tan elocuentes dudas. Tantos hechos, desparramados sobre el país en pocas horas, desde los patios de La Moneda.
En un lapsus de superación de la hipocresía colectiva, que aparenta respetar la privacidad de la denunciante, pero indaga y devora detalles, zanjemos lo evidente: siempre la imputación de un delito de connotación sexual será grave.
Despejado eso, vayamos a las implicancias políticas, cuando el denunciado es Manuel Monsalve, en el apogeo de su poder como subsecretario del Interior, e investido del reconocimiento ciudadano.
Las preguntas son muchas y las posibles respuestas, cada vez más comprometedoras. Si el denunciado hubiera estado hoy fuera del Gobierno, sin la filtración de la denuncia. Si hubo obstrucción a la investigación y alteración de pruebas. Si la cacareada Ley Karin se cumplió en la repartición a su cargo, bajo el mismo estándar que se fiscaliza a las empresas privadas.
¿Por qué el Presidente Gabriel Boric no le pidió la renuncia cuando supo de la denuncia? ¿Supuso, tal vez, que hay denuncias de violación menos creíbles que otras?
¿Por qué se dispuso de un avión de Carabineros para traerlo a Santiago? ¿Otras autoridades han gozado de ese privilegio para asuntos personales?
Y la pregunta que baila desesperada e irremediablemente por todas partes: ¿en serio nadie en el Gobierno tuvo el menor indicio de que algo andaba mal entre el lunes 23 de septiembre y el martes 15 de octubre?
Pero lo sustancial, lo que desnuda un fondo que trasciende a lo administrativo —incluso a la dimensión penal— es la manera como el Gobierno y sus aliados han enfrentado el caso Monsalve.
Ocurre en el mandato de una izquierda que se percibe como un referente ya no político, sino moral. Que define en cada símbolo, en cada acto, en cada declaración la dimensión del bien que ella habita; y la del mal, a la que ha empujado al resto. Que ha llegado para confrontar la impureza humana todos los días: el gusto por el dinero y la aspiración al poder; el burdo temor a ser asaltado; el egoísmo de la meritocracia; el impulso arribista de una sociedad movilizada hasta hace poco por el progreso material. Que pone el grito en el cielo frente a la porfía de una democracia que insiste en debates que su pureza estima ilegítimos, desde la historia política reciente, hasta el aborto y los impuestos.
El único gobierno de nuestra historia republicana que se ha declarado como intransablemente feminista nos sorprende exigiendo para uno de los suyos respeto a la presunción de inocencia; y que la denunciante “se haga responsable por beber de más”. Mientras para el resto se impondrá siempre un tajante “yo te creo, amiga”, porque “la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía”.
Desnuda también una evidente debilidad en la responsabilidad pública. Ahora sabemos que el encargado de la seguridad, el gran dolor de Chile, despertaba un lunes en un hotel recién al mediodía. Y se ausentaba de su reunión con las máximas autoridades policiales, para hacerse cargo de un feriado con treinta siete homicidios.
Claro que causa extrañeza que el Presidente Boric, reconocido por fustigar a los poderosos, confesara a la prensa —casi con candidez— una serie de decisiones, que podrían estar al margen de la ley, totalmente fundadas en su poder. Luego, que, en su dificultad para asumir la crítica, necesaria siempre en una democracia, se expusiera durante casi una hora para aclarar detalles impropios de la investidura presidencial.
Cuando pase este tiempo, habrá que dedicar esfuerzo y paciencia a reparar la República. Lo que la afecta no son los escándalos, ni siquiera los delitos que pudieran tocar a sus protagonistas, sino la degradación a la que ha sido sometida para enfrentarlos. (El Mercurio)
Isabel Plá



