Me parece que al final de este ya largo debate acerca del sentido de la norma constitucional que sanciona al parlamentario que contrata con el Estado, quedan claras tres cosas.
La primera es que hay contratos que no ameritan esa sanción. La norma no es de aplicación automática y a todo evento, como sostuvieron celebratoriamente muchos abogados, desconociendo la tradición y la dogmática constitucional chilena. Antes de aplicar la sanción, es deber del juzgador descartar que se encuentra en uno de esos casos de excepción.
Segundo: entre esos casos de excepción, están los contratos de adhesión, cuya característica más distintiva es que una de las partes, en este caso el Estado, fija los términos del contrato y el parlamentario lo celebra, adhiriendo a esas condiciones ofrecidas.
Tercero, en la especie, los herederos de Salvador Allende concurrieron a celebrar un contrato cuyos términos o condiciones estaban previamente establecidos en un decreto supremo, un acto unilateral del Estado.
Mi intención no ha sido defender a Isabel Allende y menos suponerla indefensa, sino cuidar el derecho. Por ello he sostenido que este no triunfa sobre la política, sino que sale empobrecido cuando el tribunal se abstiene de conocer, por medio de un término probatorio, si la senadora negoció los términos de ese contrato, valiéndose de su poder e influencia, caso en el cual debiera cesar en el cargo, o adhirió a la oferta que le hizo el Estado, caso en el cual no debiera recibir sanción. Un tribunal no debiera suponer maquinaciones ni inocencia; debiera llamar a probar cómo se fraguaron los términos del acuerdo. Al no haberlo hecho, el derecho y la política saldrán empobrecidos. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil



