Nos hallamos ante una extraña paradoja. Los sectores políticos que perdieron el arraigo en una mayoría del cuerpo electoral después de 1938, solo en parte por la ampliación del sufragio, ahora parecen representar a más del 50% del mismo, aunque podría ser circunstancial. Los números exactos solo los conoceremos al anochecer del 16 de noviembre. Más allá de la coalición de las diversas izquierdas, hay un grupo variopinto de candidatos que pescan a río revuelto. El sarcasmo de la situación se debe a que se repite el suicidio político de 1946, cuando dos candidaturas de derecha, con enfoques y sensibilidades menos antagónicos que los de las actuales, obtuvieron más del 50% de los votos, pero resultó elegido el candidato de centroizquierda, Gabriel González Videla, porque no había segunda vuelta.
Por otro lado, las candidaturas de Kast y Kaiser, en analogía con la Falange en los 1930, nacen para matar al padre, la derecha clásica. Ahora en cambio surgieron de un fenómeno que de tiempo en tiempo afecta a las democracias, que los partidos y actores políticos terminan por petrificarse en la gestión del Estado o en el activismo estéril de máquinas poco aceitadas. Las dos candidaturas de la derecha integrista (“radical”, hasta ahora, no sería una adjetivación justa) nacieron de esta situación, como en la izquierda en su momento surgió el Frente Amplio, multiplicada por el desencanto depresivo tras la euforia del estallido. Ello ha dejado un sabor amargo por el derrotero de un gobierno cuyo mérito estribó en haber abandonado su meta radical en la mayoría de los temas, si bien aguijoneado por la derrota de la Carta de la Convención, que estaba como calculada para destruir la arquitectura institucional del país. En lo demás, nada significativo ha pasado, mientras aumentan las incertidumbres estratégicas de Chile, en lo económico y en lo internacional. La crisis de la política cruza casi todas las democracias.
Todo esto refuerza más la impresión melancólica de que la fórmula de la derecha clásica con Evelyn Matthei tenga que luchar tan duramente por llegar a la segunda vuelta. Como nunca desde 1958 su proyecto le había hecho sentido más allá de sus filas, preanunciando la posibilidad de coalición o de voluntades que puedan traducirse en un mínimo de transversalidad. Distante de programas estridentes o de ademanes de radicalismo —en el sentido de cortar de raíz—, representa en el actual panorama electoral la mejoría posible. Quizás no ha conectado de manera visible con una emoción más o menos profunda de la sociedad, lo que en general ha sido un problema de la derecha clásica. Ciertamente, no solo la política, sino que la vida consiste en el mejor equilibrio posible, siempre pasajero, entre emociones e intelecto. Pero, a estas alturas de la cultura telegénica y digital, sobrecargadas de emociones prefabricadas, ¿no se puede esperar como contrapeso un poco de razón y de actitud razonable en temas peliagudos como los que afectan a nuestro país?
Debe hacernos pensar el hecho de que desde gran parte de la izquierda en sus diversas versiones resuena la amenaza velada o desaforada de que un gobierno de derecha será recibido por una rebelión social, abrupta o por escalamiento, suerte de declaración de guerra civil política. Actitud temeraria, que recuerda una antigua discusión acerca de si se aprende algo de la historia, o sencillamente no se absorbe nada. Y lo peor, sabemos cómo termina. O un Estado fallido o una satrapía; o combinación de ambos, como sucede en muchas partes del mundo. Nuevamente, ¿es que la razón de la inteligencia práctica no puede jugar papel alguno en las elecciones? (El Mercurio)
Joaquín Fermandois



