A un mes de la primera vuelta presidencial, los ciudadanos deben tomar una gran decisión: elegir a quien los represente como presidente. Ocho candidatos compiten en medio de un clima de desconfianza y escepticismo general hacia la política.
La gran incógnita de todo proceso electoral no es sólo quién ganará, sino también, cómo se decide el voto. Comprender las motivaciones detrás de esa decisión ha sido, desde hace décadas, uno de los principales desafíos de la ciencia política.
Incluso algunos de los candidatos dudan de las razones de la decisión final. No saben si adoptar el marco discursivo de sus adversarios o enfrentarlos directamente o indirectamente. ¿Cuál es la decisión que los ayudará a ganar apoyo o, por el contrario, los perjudicará? Los estrategas se mueven entre variables que cambian a diario dentro de un escenario político líquido y emocionalmente saturado.
Hasta hace poco, el análisis político partía de una premisa clásica: los votantes decidían racionalmente usando las ideologías como atajos cognitivos. Cada persona sabía si era más o menos de izquierda o de derecha y votaba por el partido que mejor representaba su modo de pensar. La ideología era brújula y pertenencia.
Hoy ese mapa se fragmentó. Las redes sociales, la inteligencia artificial —bien o mal usada— y la velocidad de la información configuran una nueva realidad. A esto se suma el deterioro de la seguridad, la economía, el empleo, la salud, la educación y la vivienda, que han alterado profundamente los paradigmas del voto, a los que habría que agregar la presencia de una población extranjera importante.
Chile no es la excepción. Tras dos procesos constitucionales fallidos, un Congreso fragmentado y una ciudadanía cada vez más crítica, el voto se volvió más imprevisible. Las encuestas ya no anticipan comportamientos. Los lemas de campaña se confunden. Y el cansancio ciudadano se expresa en la abstención o en la voluntad de anular el voto. Hay, además, una cierta búsqueda de rostros nuevos con ideas impracticables, que va más en el reconocimiento hacia profesionales de probada experiencia con resultados de gestión y sólidas propuestas realizables.
El llamado voto racional que evalúa la gestión del gobierno, o el estado de la economía, convive con el voto ideológico duro o identitario. Pero pierde terreno frente a otro más poderoso: el voto emocional, el voto del corazón.
Sabemos que las emociones pesan más que lasideologías. El tradicional bipartidismo ya no define. Lo hacen las habilidades de los candidatos para enfrentar los desafíos del país y, sobre todo, su cercanía emocional con los ciudadanos. Y esto —cambiante y volátil— transforma el panorama electoral, traspasando la decisión de la razón al corazón.
¿Votar con el corazón es negativo? Durante mucho tiempo, los textos de ciencia política y economía lo consideraban un error. Porque el voto racional permitía controlar a los gobernantes. Así, el poder ciudadano premiaba o castigaba la buena o mala gestión. Pero las personas no son completamente racionales: ni al hacer la lista del supermercado, ni al elegir pareja o casa. Las emociones también nos definen y expresan quiénes somos.
Existe además un voto indeciso. Es el que duda hasta el último momento. En él conviven la razón y la emoción. En él compiten la cabeza y el corazón. Muchos de esos votantes piensan anular o votar en blanco. Pero terminan decidiendo en el instante en que van a emitir su voto. Eligen guiados por una impresión, una frase o un gesto.
La desconfianza generalizada hacia los partidos y el Parlamento alimenta esta incertidumbre. Hoy, buena parte de los ciudadanos siente que el discurso político se ha desligado de la política legislativa. Vivimos en una democracia que integra los sentimientos. Y los ciudadanos quieren al líder empático con visión social y preocupado por los problemas que tienen.
Los partidos, en la campaña permanente, apelan a la emoción como vínculo con el ciudadano. Buscan que la opinión pública reaccione ante lo emocional más que ante los hechos. Sus discursos y propuestas se vuelven más vagas.
Cada vez son menos los votantes que reconocen sufragar por programas o ideas concretas. Y eso, para los partidos, es un dato categórico. En la construcción de sus narrativas, remarcar las diferencias con el adversario se vuelve clave para reafirmar identidades.
El problema es que, en esa reafirmación, los acuerdos —aún los buenos— se castigan, porque restan identidad en lugar de sumar gobernabilidad.
En Chile, el voto del corazón no es un capricho ni una debilidad: es la expresión de una ciudadanía que busca autenticidad en medio de la desafección. Un país que, tras años de desencuentros, exige coherencia, verdad y cercanía además de experiencia.
Quizás el desafío de esta elección sea precisamente ese: que la emoción no oculte la razón, pero que la razón no apague el corazón. (El Líbero)
Iris Boeninger



