Como régimen de seguridad colectiva, la OTAN se creó para contener el avance comunista hacia Europa Occidental, una vez que el Ejército Rojo no se retiró del este ni de los países bálticos tras la Segunda Guerra Mundial. Pero desaparecida la URSS, el bloque no perdió su atractivo, sino al contrario, los exmiembros del Pacto de Varsovia corrieron a tocar la puerta para sumarse.
Con el paso del tiempo y la evolución de las amenazas, la Alianza Atlántica se tuvo que hacer cargo del terrorismo yihadista que golpeó a Estados Unidos en su territorio y cambió su concepto estratégico para asumir un carácter expedicionario que la llevó incluso hasta Afganistán. A partir de la invasión rusa a Ucrania, el bloque militar volvió a concentrarse en su área de interés original al apuntar a Rusia como “la más significativa y directa amenaza a la seguridad de los aliados y la paz y estabilidad en el área Euro-Atlántica”.
Sin duda, la OTAN se enfrenta hoy a un escenario tan complejo como el que existía cuando fue creada, pero también es cierto que la agresividad del Kremlin ha logrado cohesionarla, hacerla gastar más en defensa e incluso expandir sus fronteras, con la adhesión de Finlandia y Suecia. Es decir, se está volviendo más fuerte.
Es un hecho conocido que Corea del Norte e Irán suministran hoy municiones y drones a Rusia, la que a su vez cuenta con una “amistad sin límites” con China, que le compra crudo a precios preferenciales. Esos importantes intercambios, no obstante, tienen más cara de “matrimonios por conveniencia”, por ahora, y no de una alianza estructurada. Solo Beijing y Pyongyang cuentan con un tratado sobre defensa mutua, cuya aplicación estaría por verse si Kim es el primero en disparar en un eventual conflicto con el Sur.
Ahora bien, ¿a quién podrían no gustarle las alianzas? A los aislacionistas en un mundo interdependiente, que siempre los habrá. Pero sobre todo a quienes no las tienen y la mejor forma de desacreditarlas es promover el no alineamiento, donde no caben posturas claras y todo es relativo. Países que no tienen autonomía comercial ni militar ni energética se autoconvencen de su relativa independencia, lo cual es válido, pero sin mencionar que suele ser a costa de no generar ruido a las potencias, especialmente, a las autocráticas con intereses conectados.
Es cierto que la OTAN tiene prioridades muy claras en la región Euro-Atlántica, el Ártico y el Mediterráneo/Mar Negro (el flanco sur). No obstante, su último concepto estratégico de 2022 manifestó la voluntad de intensificar el diálogo y la cooperación “con los socios actuales y nuevos del área Indo-Pacífico”, abriendo una serie de oportunidades para quienes se ubican en los márgenes de estos océanos.
Al dimensionar el poderío de los países, un gran activo de las potencias occidentales son sus alianzas bilaterales, multilaterales o panregionales, como la OTAN. La comprensión de que los intereses nacionales propios tienen mayor probabilidad de sobrevivir y prosperar si se ligan a los intereses de los demás opera detrás de esta lógica, así como también como los equilibrios de poder frente a países de mayor envergadura que no se guían por el respeto a las normas internacionales.
Puesto que toda alianza militar es en esencia política, sin duda también ayuda el hecho de que los miembros compartan la condición de democracias liberales con mercados abiertos, que funcionan sobre la base del Estado de Derecho.
En estos tiempos de incertidumbre, los acercamientos e intercambios con la OTAN deben ser mirados con especial atención. Por el empleo de equipos y procedimientos similares; por las excelentes relaciones con sus 32 miembros; y por compartir la convicción de buscar un entorno estable basado en el respeto a las normas, la sintonía de la Alianza Atlántica con países como Chile es evidente. Aún en el contexto actual, sus 75 años son una noticia tranquilizadora. (El Mercurio)
Juan Pablo Toro V.
Director ejecutivo de AthenaLab



