Este gobierno pareciera tener una capacidad infinita para volver impopulares sus ideas. Cada una de las reformas que hace o impulsa tienen más rechazo que aprobación. La tributaria, la de educación escolar, la laboral, todas cayeron rápidamente en el saco del desprestigio. Ahora le tocó el turno a la gratuidad en la educación superior, el proyecto estrella de Bachelet, definido como el corazón del programa.
En impresionante como en el transcurso de los meses una idea que concitaba gran entusiasmo ha perdido el apoyo de todos. Hoy incluso los dirigentes estudiantiles piden que se postergue su entrada en vigencia. Cada día más universidades dicen que no participarán de ella y las instituciones estatales se declaran en estado de alerta.
Es que la improvisación tiene un límite y esta reforma ha superado con creces aquello. Luego de reconocer que después de 17 meses no han sido capaces de tener un proyecto serio, el gobierno optó por acotar la gratuidad a un grupo de instituciones y asignar los recursos vía ley de presupuestos. Ambas son una mala idea. Primero, porque se crea una discriminación arbitraria entre los alumnos más pobres. Segundo, porque partir sin proyecto es una irresponsabilidad mayor.
Pero ni siquiera eso les resultó. Desde el anuncio el 21 de mayo pasado, el Ministerio de Educación ha cambiando seis veces los criterios para acceder a la gratuidad. Peor aún, la última era tan mala que optaron por retirarla y calificarla de un error. Como la situación ya era insostenible, el jueves de esta semana el gobierno resolvió intervenir el Ministerio y crear una comisión con miras a ordenar el tema. Se trata de una forma elegante de reconocer el fracaso de la reforma tal como está estructurada. Y si la comisión hace su trabajo en serio, muy luego llegará a dos conclusiones básicas. Primero, que la gratuidad parcial es impracticable para el 2016. Segundo, que la gratuidad total es una mala idea y nunca se podrá aplicar.
Por ello, postergar es lo razonable. Hacer un cambio de esta magnitud sin proyecto sería un error cuyos costos superarían los que ha pagado el país con el Transantiago, hasta ahora la peor política pública implementada en la historia del país. La comparación no es antojadiza. Un esquema de gratuidad mal diseñado, mal implementado y mal financiado puede destruir el sistema de educación superior, afectando su calidad y cobertura. Los más perjudicados de esto serán -como siempre- los estudiantes más pobres, precisamente aquellos que se quiere beneficiar.
La Presidenta Bachelet debiera ser la más preocupada de esto. Más que mal fue ella la que implementó el Transantiago en su primer gobierno. Esa vez le pasó la culpa a Lagos -el ideólogo de proyecto-, e incluso llegó a decir que tuvo la intuición de que no era bueno hacerlo. Ahora no tendrá excusas si es que lleva adelante el Transeducación. Simplemente pasará a la historia como la persona responsable de las dos peores políticas públicas que se recuerden. Porque ahora no tiene nada que intuir. Todos saben que su idea está mal pensada y mal diseñada.