Hace medio siglo, los españoles vivían momentos frenéticos. Unos miraban hacia el futuro con esperanza y otros con un tremendo signo de interrogación. De improviso, el país culminaba un ciclo y empezaba aceleradamente otro. Vivían sensaciones del todo inciertas.
Dichas sensaciones emanaban de dos situaciones muy inéditas.
Por un lado, provenía de la gran característica observable en ese tránsito que recién iniciaba. Había de por medio un acuerdo. Se tata de una transición pactada. Indefectiblemente, las posibilidades de éxito se asociaban a la destreza y la voluntad que pusieran los actores instalados en el nuevo escenario político. ¿Se mantendrían todos los actores apegados al nuevo libreto de la política nacional?.
Por otro lado, estaba la muerte de Francisco Franco. Esa circunstancia había desatado una sucesión de vertiginosos acontecimientos y estaba dando paso a un experimento interesante, atractivo y único.
Las fuerzas salientes y las entrantes habían concordado en que Juan Carlos de Borbón sería entronizado rey. El pacto se basaba en una monarquía como institución vertebradora y garante de la estabilidad. Y junto a aquello, el régimen político sería un parlamentarismo bicameral.
El experimento partió en 1976. Desde aquel año, España pasó a estar en el epicentro europeo. Podría decirse que, tanto el cadáver mismo de Franco -mejor dicho, sus llamadas “previsiones sucesorias”- como también el desconocido príncipe Juan Carlos, así como los líderes de las fuerzas políticas concurrentes, se transformaron en protagonistas de un proceso enteramente nuevo y que tendría enormes implicancias y repercusiones. España empezó a cambiar en lo más profundo. Incluso América Latina empezó a recibir sus influjos.
En estos cincuenta años, España se volvió próspera, dinámica, acercándose cada vez más a una sociedad del bienestar. Con sus avances sociales, pasó a ser un eslabón más de Europa.
Entró a la Unión Europea y, quizás lo más importante, también a la OTAN. Con esto, el país adquirió un sentido de pertenencia estratégica indubitable. Y los países latinoamericanos la empezaron a ver como un puente político -no solamente sentimental- con el Viejo Continente. El rey Juan Carlos (y paulatinamente su hijo, Felipe), al desplegar las cumbres iberoamericanas, adquirieron una visibilidad nunca antes vista en esta región del mundo. Un papel clave tuvo el presidente del gobierno, Adolfo Suárez.
Sin embargo, si bien el balance estratégico de este medio siglo es ampliamente positivo, han aparecido estos últimos lustros algunas interrogantes políticas muy fuertes. Signos de estancamiento político. Nubes en el horizonte.
Atónitos ante giros difícilmente imaginables, los españoles se comienzan a distanciar de sus élites políticas y miran angustiados hacia su pasado reciente. ¿Qué se habrá hecho mal? ¿Qué alimenta la profunda crispación de hoy día? Grandes dudas.
Medios de prensa, RRSS, actores políticos y analistas dan cuenta de la profundidad del crítico rumbo en que se encuentra el país. Todos coinciden que las consecuencias son por ahora insospechadas. Intuyendo la gravedad de la situación, el rey emérito advierte en su muy reciente libro de memorias, Reconciliación: “la democracia no cayó del cielo”.
En el diagnóstico ya no caben dudas. El ciclo post-transición se agotó. Aquel proceso, tan admirado, muestra ahora clivajes tan nuevos como peligrosos: valores anti-monárquicos, feminismo y ecologismo extremos, independentismo de algunas regiones. La nueva y nociva forma de hacer política sugiere pesimismo. Las hipótesis son muchas.
En primer lugar, se acabó la lógica y el espíritu de la reconciliación; aquella arquimédica palabra de la transición. La existencia de un interés común superior desapareció.
Luego, la figura de Franco ha irrumpido nuevamente sobre el escenario. Con el gobierno de Rodríguez Zapatero -o sea, muy lejos de aquel PSOE que participó en el proceso transicional (con Felipe González, Javier Solana)- se instaló la idea que “la figura histórica” de Franco no había sido “trabajada” adecuadamente. Una obsesión claramente descartada por biógrafos y académicos especializados en historia y política española. Hay coincidencia respecto al esfuerzo por resucitar a Franco. Una opción divisiva (y quizás fatal). Sólo conducente a agudizar la polarización política.
Curiosamente, y para sorpresa de quienes urdieron esto, la maniobra está orillando el fiasco. Sondeos del reconocido Centro de Investigaciones Sociológicas de España (CIS) señalan que ya rebasó el 21% las personas que califican los años de Franco como “buenos” o “muy buenos” para España. Cifra que calza con la aprobación que, según CIS, tenía al momento de fallecer. También se sabe que entre los jóvenes ese porcentaje aumenta.
En este esfuerzo por re-instalar la figura de Franco se ha recurrido a lo que el reconocido historiador británico Paul Presion ha denominado “fascistización” del generalísimo. Parte de esto fue la ley de Memoria Histórica (2007), la cual tuvo como propósito promover la localización de víctimas del franquismo. Fue la puerta inicial.
Luego vino su sustituta, la Ley de Memoria Democrática (2022), cuya aprobación contó con el rechazo del PP, Vox y de dos agrupaciones catalanas. El spiritus movens de este esfuerzo fue des-cicatrizar heridas históricas. Se retiraron reconocimientos otorgados a Franco y varios de sus colaboradores. Emergió una revolución semántico-ideológica; una nueva narrativa.
De forma paralela, ya se observan cuestiones difícilmente imaginables. Por ejemplo, para mantenerse en el poder, el mismo partido que co-protagonizó la gran transición a mediados de los 70, llegó a un acuerdo con partidos independentistas, dotados de utopías refundacionales, Y también con otros, unos minúsculos, pero que enarbolan banderas radicalizadamente woke y decididamente anti-monárquicos (Podemos, Sumar). Parte de la reingeniería es una actitud laxa frente a las olas migratorias subsaharianas; el otro nuevo gran clivaje.
El resultado de todo esto es una crispación tan fuerte como preocupante. Semana a semana hay registro de ello en la discusión parlamentaria (tanto a nivel nacional como autonómico), en el debate público, e incluso en las calles. Ya nadie duda. La magia de la transición se ha difuminado. Los elementos traccionadores de una transición ejemplar desaparecieron. Esa España post-franquista, que cautivó a europeos y latinoamericanos, sólo queda en el recuerdo.
Un tremendo símbolo de todo esto es la no invitación al rey Juan Carlos a los actos de 50 años de instauración de la democracia. Sólo un breve almuerzo familiar.
¿Son éstas, simples debilidades transitorias o estamos observando un cometa con su trayectoria perdida? Pregunta compleja y aún sin atisbos de respuestas. (El Líbero)
Iván Witker



