El problema de la derecha

El problema de la derecha

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¿En qué consisten las alternativas entre las que habrá que elegir en septiembre, una vez que el proyecto constitucional haya sido presentado?

Una de ellas consiste en aprobar el texto; la otra, en rechazarlo. Aparentemente todo claro, todo sencillo.

Sin embargo, hay nieblas que merecen ser despejadas. Especialmente para quienes —como la derecha— optan por el Rechazo.

Desde el punto de vista puramente jurídico ocurre que el Rechazo significa la permanencia de la actual Carta constitucional. Pero es obvio, y negarlo equivale a echarse tierra a los ojos, que esa alternativa le parece a la mayoría de los ciudadanos poco atractiva. No parece plausible que mientras la abrumadora mayoría aprobó la preparación de un nuevo texto constitucional, una vez que este le sea presentado lo rechace si, al hacerlo, sabe que persistirá el antiguo. La abrumadora mayoría que decidió dar por difunta la actual Constitución, incluidos los parlamentarios que se dedicaron a infringirla, ¿de pronto se arrepentiría y querría —al rechazar la nueva propuesta— reanimarla, hacerle respiración artificial?

Absurdo.

Es cierto que las preferencias de la gente son volátiles; pero es difícil que la volatilidad llegue a tanto.

La consecuencia de lo anterior es que quienes creen que el proyecto constitucional es inadecuado tienen una sola salida por delante suyo. Debieran comunicar explícitamente que, si gana el Rechazo, están decididos a igualmente cambiar los aspectos fundamentales de la Constitución actual, incluyendo en ella reconocimiento y derechos colectivos a los pueblos indígenas, derechos sociales y un sistema político equilibrado que permita gobernar a la mayoría.

Y esta declaración debiera ser explícita y unánime de parte de toda la derecha.

Porque de otra forma ocurrirá que, si gana el Rechazo, la derecha —que cuenta con una importante presencia en el Congreso— podrá bloquear cualquier cambio, aferrarse a la Constitución de 1980, a los quorum supramayoritarios, a la ausencia de derechos sociales que orienten al poder y presentar el triunfo del Rechazo como un triunfo ideológico suyo. Esa tentación ronda en el aire, producto de las encuestas que auguran que el Rechazo podría ganar. Pero una vez que la ciudadanía advierta la posición de poder en que quedarían el Rechazo y la derecha —y la campaña se encargará de que ello ocurra— es muy difícil que se decida a darle el apoyo. Así, entonces, a la derecha no le queda otra que renunciar de antemano a la Carta de 1980, abjurar de ella, lanzarla lejos de sí.

¿Estará dispuesta a hacer eso?

Parece que no. Y ese es el problema que hoy padece.

Para advertir cuán difícil es que algo así ocurra con claridad y de manera explícita, basta recordar que la identidad cultural e ideológica de la derecha se ha forjado a la sombra de la Carta de 1980. Hay una suerte de identificación simbólica de las fuerzas de derecha con la Carta constitucional. No se trata de una adhesión racional y explícita (de hecho, en términos racionales, es probable que nieguen adherir a ella), sino de la forma más galvanizada y férrea de adhesión que conocen los seres humanos: la emocional, la que se configura en la propia memoria y en los afectos.

Por eso, en vez de reconocer de manera explícita lo obvio —que la Carta de 1980 está exánime, lo que significa que la ideología que le subyace también ha perdido eficacia— sus líderes intelectuales, Larraín, Cubillos, Hube, se sienten tentados a adoptar una actitud puramente defensiva, rígida, litigiosa, no la del partícipe de un debate constitucional, sino la actitud de quien se defiende a sí mismo.

No es fácil describir ese fenómeno; pero la literatura ayuda.

En la literatura psicoanalítica se describe el paso del ser humano al campo de lo simbólico (del lenguaje, de la conversación y el compromiso) cuando se produce el abandono de lo abyecto que representa el cuerpo de la madre (eso que fascina y al mismo tiempo provoca horror). Al ver la actitud de la derecha es como si ella fuera un niño que se resistiera a abandonar lo abyecto (la Carta del 80) que lo abrigó.

Y por eso está sin ideas y sin conducta. (El Mercurio)

Carlos Peña

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