Hace un par de días, el Presidente utilizó la tribuna del Encuentro Nacional de Comercio para referirse a las críticas que se hacen a su gobierno, particularmente en materia de seguridad, aumento explosivo del narcotráfico y de la delincuencia violenta y asidua, corrupción y robos de dineros fiscales, ineficiencia de ministros y funcionarios, paralización de inversiones, desestabilización de las empresas privadas en prestaciones esenciales de salud y pensiones, políticas erradas e influidas por ideologías, entre muchas otras. Eso sucede hoy día y por eso lo critican. Pero antes de ser Presidente hizo apología de la violencia y se puso a disposición para derrocar a su predecesor y desestabilizar al país. En este contexto de verdades es que recientemente dijo: “…no debilitemos a las autoridades como quizás en algún momento nosotros también lo hicimos”. Y añadió: “…cuando eras oposición (refiriéndose a su situación antes de ser elegido Presidente), nos sacaste la cresta”, y concluye, propositivamente, que “En algún momento todos debiéramos decir ‘sabe qué, ya basta’”.
El príncipe Myshkin, protagonista de una de las más elogiadas (y trágicas) obras de Dostoievski (“El idiota”), era un personaje que se mostraba ingenuo y cándido. Una de sus características más relevantes era su actitud de inocencia y falta de sentido de responsabilidad, a un punto tan extravagante que excusaba conductas deplorables que realmente no tienen excusa, o pedía perdón por cosas que siente que en su caso no son graves, o, en fin, reclamaba por cosas que le hacían a él. El príncipe, en cierta forma, no ve el mundo real, no reconoce las intenciones y desviaciones de las personas ni las suyas; su paso, desde el linaje confortable a la cercanía con la gente común, es casi crístico. Diríase que su desconsuelo se expresa cuando dice “Nuestros malos hábitos nos han hecho frívolos, no sabemos dónde buscar, no sabemos cómo entender”. Este personaje, afirmó un estudioso de la obra, “encarna lo que el Evangelio de San Mateo señala: ‘bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios’”.
Sin embargo, el caso de nuestro Presidente, si cabe compararlo al menos en algo con Mishkyn, refleja una tragedia que no lo afecta solo a él, sino que acarrea a todo el país. Sus altibajos y sus permanentes y repetidos actos de autocrítica no se traducen en otra cosa que excusas por su pasado e intenciones sobre lo que hará para remediar los errores. Pero acto seguido, como en el caso de Sybil (en el mundialmente conocido libro de Flora Rheta Schreiber), muta su personalidad a la de uno que reniega en los hechos de lo que acaba de decir. Pide, en el fondo, que no lo critiquen por ser quien fue, se muestra como un ciclista despreocupado, un arremangado sencillo e intelectual, dominador de tantos temas que viaja a dar consejos al mundo, pero sigue igual. En verdad, nuestro Presidente supera al personaje de Dostoievski. (La Tercera)
Álvaro Ortúzar