«La cultura del asesinato se está extendiendo en la izquierda. En California, los activistas están bautizando propuestas electorales en honor a Luigi Mangione. La izquierda está sumida en un frenesí violento. Cualquier revés, ya sea perder unas elecciones o un juicio, justifica una respuesta de máxima violencia. Esta es la consecuencia natural de la cultura de protesta de la izquierda, que tolera la violencia y el caos durante años. La cobardía de los fiscales locales y las autoridades escolares ha convertido a la izquierda en una bomba de relojería». Charlie Kirk, 7 abril 2025, en X
Charlie Kirk cayó asesinado en septiembre de 2025, en un campus universitario que debería haber sido refugio de palabras, no escenario de balas. Tenía apenas 31 años y llevaba una remera blanca con una sola palabra estampada: Libertad. Esa palabra, que había defendido desde que irrumpió en la vida pública con Turning Point USA en 2012, fue también la que lo condenó a morir a tiros frente a un atril. Su vida fue un combate constante en las universidades, donde se convirtió en figura clave del movimiento conservador juvenil contra la intolerancia progresista. No era político ni oligarca, nunca había cometido un ilícito, no ejercía poder sobre nadie. Exponía argumentos, debatía, desafiaba. Su lema era “demuéstrame que estoy equivocado”. La bala que lo calló culminó más de una década de histeria disfrazada de justicia social, donde la disidencia se convirtió en herejía y los campus en trincheras ideológicas. Esa bala no sólo lo mató: profanó el espacio mismo donde se construye la civilización liberal, el de la palabra libre.
Lo ocurrido en Utah Valley es consecuencia de una cultura política que ya había mostrado su rostro en las calles. Tras la muerte de George Floyd en 2020, la protesta degeneró en saqueos e incendios: más de dos mil millones de dólares en pérdidas, doscientos edificios federales dañados, más de dos mil policías heridos y veinticinco estadounidenses muertos. En lugar de una condena unánime, buena parte del establishment justificó lo sucedido como catarsis comprensible. Lo mismo ocurrió con movimientos como #MeToo, la histeria climática de Greta Thunberg o la agenda trans: se presentaron como luchas nobles y perseguidas, blindadas contra cualquier crítica. Hoy, el activismo victimista adopta formas como el terrorismo propalestino, con intentos de codificar y penalizar la “islamofobia” para proteger incluso al yihadismo. Esa legitimación abrió la puerta a algo peor: si incendiar comisarías era “expresión política”, ¿por qué no habría de serlo disparar contra un disidente? Cuando la palabra se redefine como violencia, la violencia real aparece como legítima defensa.
Las encuestas reflejan este cambio cultural. Un estudio de The Economist/YouGov mostró que uno de cada cinco liberales norteamericanos aprueba la violencia política en ciertas circunstancias, frente a apenas un 7% de conservadores. El Network Contagion Research Institute (NCRI) fue más lejos: un 55,2 % de izquierdistas consideraba justificado asesinar a Donald Trump y un 48,6 % a Elon Musk. “Lo que antes era un tabú cultural se ha vuelto aceptable”, advirtió Joel Finkelstein, director del estudio. Cuando lo impensable se normaliza, siempre aparece alguien dispuesto a hacerlo realidad. El asesino de Kirk había dejado un rastro: memes ideológicos y comentarios sobre el supuesto “odio” del conferencista, trivialidad digital que terminó en sangre real.
Para comprender por qué la izquierda tolera, minimiza e incluso celebra esa violencia, hay que verla como religión secularizada. Max Stirner lo advirtió con ironía: “Nuestros ateos son gente piadosa”. El socialismo, el progresismo identitario, el wokismo: todos son variantes de una contraiglesia laica. Su pecado original es la plusvalía o el patriarcado; su demonio, la burguesía, el capitalismo o la civilización occidental; su redención, la igualdad plena; su paraíso, la sociedad sin clases o la utopía inclusiva. Como toda fe militante, necesita herejes: el disidente se convierte en fascista, negacionista o reaccionario. El dogma no se debate: se exorciza. Primero con escraches, luego con cancelaciones, ahora con asesinatos.
Los campus universitarios fueron los conventos de esta nueva fe. Allí se incubó la ficción de que “las palabras hieren” y que “el discurso es violencia”. Allí se prohibió hablar a Milo Yiannopoulos en Berkeley y se maltrató a Charles Murray en Middlebury. Lo que empezó con hogueras simbólicas terminó en hogueras reales. El asesinato de Kirk no fue un exabrupto, sino la consecuencia lógica de una teología secular que convierte al disenso en herejía mortal.
Ya se ha vivido. En América Latina, las FARC en Colombia dejaron más de 200.000 muertos; Sendero Luminoso en Perú, 60.000; los Montoneros en Argentina justificaron asesinatos y secuestros como “lucha revolucionaria”. En Europa, ETA mató a más de 850 personas en España; las Brigadas Rojas ejecutaron a Aldo Moro en Italia; la Baader-Meinhof sembró el terror en Alemania. La constante es la misma: la izquierda siempre encontró una coartada moral para el crimen. La derecha contemporánea podrá ser disruptiva, pero no ha dejado un reguero de cadáveres en nombre de su ideología. Trump sufrió dos intentos de asesinato, Bolsonaro casi muere apuñalado, el español Vidal-Quadras fue baleado en plena calle. En todos esos casos, la reacción conservadora fue condenar la violencia. La izquierda, en cambio, relativiza o festeja cuando la víctima es de derecha.
Las pruebas están a la vista. Cuando el mundo aún procesaba el asesinato de Kirk, emergió otra derivada: los festejos. En redes sociales y medios, la izquierda celebró obscenamente la muerte. El presidente electo de la Oxford Union institución cuyo propósito es promover el debate y la disidencia, George Abaraonye, festejó la noticia en redes con frases como ‘Charlie Kirk got shot loool’ y ‘Charlie Kirk got shot, let’s fucking go’, un gesto que ilustra cómo la cultura de la violencia ha contaminado incluso lugares que deberían encarnar la palabra. Nadie en la derecha festejó la agonía de George Floyd, condenado ocho veces por distintos delitos que por vez novena estaba cometiendo tropelías y no se detuvo ante la advertencia policial. Hace pocos meses Melissa Hortman y su marido fueron asesinados, sospechosamente, cuatro días después de haber roto con su voto el bloque demócrata en Minnesota. Nadie festejó su deceso. En cambio, frente a Kirk, el espectáculo fue inmediato. El comediante Jimmy Kimmel se permitió bromas humillantes; su empleador, ABC, lo suspendió sólo por oportunismo comercial. Barack Obama habló de “un nuevo nivel de persecución”, olvidando que su propia administración sembró la epidemia de cancelación global. La diferencia es clara: la derecha tiene anticuerpos contra la tentación de censurar; la izquierda aplaude sin pudor a quienes celebran asesinatos. Lo más inquietante no es sólo la violencia, sino su exhibición orgullosa: aplaudir muertes, difundir memes con cadáveres, hacer de la sangre un espectáculo. Es el salto del crimen a la fiesta: una cultura que ha perdido todo freno moral.
Muchos creen que el wokismo se agotó, que las batallas por pronombres ya no convocan. Confunden decadencia con desaparición. Eric Kaufmann, en The Wall Street Journal, habló de la era posprogresista, como Fukuyama había hablado en 1992 del “fin de la historia”. Ambos se equivocaron. Lo que vemos no es final, sino mutación: lo que ayer fue cancelación hoy es cultura del asesinato. El animal herido no huye: muerde con más rabia. La generación criada bajo el antioccidentalismo progresista ha sido educada para ver a Occidente como un entramado opresivo. Esos jóvenes, ahora adultos, justifican la violencia como deber moral. El asesinato de Kirk, sumado a los festejos, demuestra que no harán una retirada civilizada.
Pero lo que más perturba es la equivalencia moral: la ficción de que izquierda y derecha se radicalizan por igual, que ambas odian, que ambas matan. No es ingenuidad: es estrategia. Al colocar en el mismo plano a Castro y Trump, a Chávez y Bolsonaro, a Maduro y Milei, se lava la sangre de dictaduras y se condena a quienes resisten en democracia. La simetría es la coartada que la izquierda necesita para ejercer violencia con impunidad.
Por eso tantos analistas hablan de “polarización”. La palabra suena académica, pero funciona como ácido sobre la conciencia pública. Lo que debería ser repudio inequívoco se transforma en “todos son iguales”. Y si todos son iguales, nadie es culpable. Es la doctrina de la impunidad disfrazada de equilibrio.
La advertencia de Carlos Peña en El Mercurio es un ejemplo: bajo apariencia de ecuanimidad, insiste en que progresistas y conservadores comparten métodos de control ideológico. Lo mismo escribe Fareed Zakaria al comparar a Trump con Chávez. O Joseph Stiglitz, que repite que populismos de izquierda y derecha son “igualmente peligrosos”, aunque dedica páginas a demonizar a Trump, Bolsonaro o Milei y pasa de puntillas sobre Maduro, Ortega o Castro. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en Cómo mueren las democracias, consolidan este lugar común: populismos gemelos que erosionan instituciones, pero con la balanza siempre inclinada hacia un lado. En Europa, se acusa a Vox, a Meloni o a AfD de ser fascismos renacidos, mientras se relativiza la violencia de la izquierda radical que sí ha usado el crimen como herramienta política.
Estos ejemplos prueban que la equivalencia moral no es un accidente: es estrategia. Una narrativa global que busca instalar que todos son culpables y, por lo tanto, nadie lo es. En ese terreno, la bala y la palabra se vuelven intercambiables, y la violencia progresista se camufla como “otro exceso más” dentro de la polarización.
Esa simetría ya se está usando para relativizar el asesinato de Kirk. Al decir que “la violencia política es de ambos extremos”, se borra la especificidad: Kirk no murió por ser extremista ni por perseguir a nadie. Murió por hablar. La equivalencia convierte su ejecución en un eslabón abstracto de odios, cuando fue consecuencia directa de la narrativa progresista incubada en universidades y medios. Así, el asesino se diluye en el humo de la “polarización” y la víctima termina sospechada de haber provocado su propia bala.
El peligro mayor es que esta anestesia intelectual ya no sólo relativiza la violencia: la legitima. Cuando se convence al público de que todos son igualmente peligrosos, los únicos que ganan son los violentos, porque actúan bajo la sombra de la equivalencia. En ese terreno, quien dispara y quien habla terminan retratados como gemelos morales.
Dejar que esa narrativa se instale es perder la batalla antes de darla. Es entregar el lenguaje moral a quienes lo manipulan para encubrir crímenes. La memoria de Charlie Kirk exige lo contrario: recordar que no todo se puede equiparar, que no todo se puede relativizar, que hay una línea infranqueable entre hablar y matar. Defender esa línea es hoy la tarea más urgente de Occidente. Porque si la simetría se vuelve norma, ya no habrá inocentes ni culpables: sólo un terreno arrasado donde la violencia progresista encuentre legitimidad y la defensa de la libertad sea presentada como extremismo.
Que Kirk sea recordado, entonces, no sólo como mártir de la palabra, sino como advertencia contra la gran trampa de nuestro tiempo: la equivalencia moral. (El Líbero)
Eleonor Urrutia



