Durante el medioevo, el llamado Bufón -cuya principal función era provocar la risa y distracción de las audiencias- llegó a cumplir cierta función social al hacer tomar consciencia al rey y su corte de temas que, dada la burbuja de silencio reverencial en torno a autoridades que tenían poder sobre la vida y muerte, podían llegar a tener negativos efectos para la armonía social, pues eran los únicos a los que les era permitido cuestionar ciertas leyes o incluso la palabra del propio monarca.
En efecto, los bufones, utilizando el humor, podían burlarse, aconsejar, criticar, cuestionar y hasta refregar miserias humanas ante el público que los observaba, muchas veces pisando los límites que imponían los cánones de conducta debida ante el poder. Se entendía que su función requería de cierta libertad oratoria y gestual adicional para que el oficio pudiera desplegarse con éxito, entendido el humor como un error o desviación que se produce alterando el orden habitual o mecánico de una serie de sucesos, es decir, como ruptura de automatismos y rituales.
Así y todo, el Bufón conocía perfectamente el límite que, incluso a él, le estaba prohibido sobrepasar, razón por la que, en su afán de ampliar el cerco y conseguir eficacia en su objetivo de provocar risa y distracción, solía recurrir a metáforas y dobles sentidos que, no obstante su obviedad u obscuridad, dejaban la puerta abierta para, reinterpretados, evitar el previsto castigo que podía implicar graves consecuencias.
Siendo la risa su objetivo, y -siguiendo a Aristóteles- siendo ella tan propiamente humana, tiene para éste la función social de corregir y castigar, no obstante que quien es objeto de la chanza, pueda llegar a sentir el hondo dolor emocional que provoca el ridículo -los niños afectados por bullying lo saben-, porque, para reír del error o la desviación develada, es necesario que el equívoco no comprometa al burlón y que, ante el fallo del otro, se experimente un sentimiento de superioridad. Lo que excita a la risa, estimaba Kant, es la aparición de lo absurdo, uno que revoca irremediablemente cualquier esperanza o expectativa.
De allí que el bufón requiera, efectivamente, de cierta protección social agregada frente al despliegue de su oficio, porque juega en el límite de lo habitual con lo ridículo, castigando (aunque eventualmente corrigiendo), pero también agrediendo; y ante tal quiebre de la correcta y debida interrelación entre bromista y ofendido, se espera cierta comprensión que emerge del contexto en el que la chanza se ha presentado.
Esa libertad de expresión extendida, empero, debe ser asumida, para que sea tal, desde la concepción de libertad que permite hacer todo aquello que no esté expresamente prohibido por el consenso social, respetando así las normas y protocolos mediante los cuales se logra mantener civilizadas relaciones entre quienes conviven en un determinado entorno. De allí que, desde tal definición de libertad -que para el humor naturalmente se amplía bordeando los protocolos y rituales- muchos temas habituales con los que hasta hace poco se permitía a los bufones desplegar sus burlas, por consenso social se encuentran ahora en el ámbito de lo prohibido y, por cierto, quienes eran objetos de dichas burlas y ridiculizaciones reaccionan hoy con legitimado vigor ante la eventualidad de que tales chanzas sigan sosteniendo el ridículo y agresión que soportaron en silencio en un pasado reciente.
En efecto, en Chile -y en la mayoría de los países- se rechaza hoy categóricamente aquel humor que escarnecía la homosexualidad, el lesbianismo, transexualismo, a ciertas razas o los defectos físicos y nadie consideraría impropio que cualquier persona o grupo que pudiera incluirse entre estos, reaccione con malestar u ofendido ante la insistencia de un chiste o broma que denigre su condición.
En tal caso, se entiende que el Bufón ha sobrepasado el límite de lo aceptable, no solo para el agredido, sino para todos quienes estiman, con buenas razones, que dicha expresión ya no se ubica en el ámbito de la libertad con la que al bufón le es permitido manifestarse para desplegar su oficio y conseguir la risa, sino que se ha ubicado de motu proprio en el terreno del mal gusto y la denostación, quebrando así el acuerdo de civilizada convivencia.
La libertad de expresión del bufón, por consiguiente, también tiene límites, los cuales pueden ser incluso más amplios que los que atañen al común de las personas, pero que igualmente están sometidos al consenso sobre lo que es aceptable o no y, por consiguiente, la libertad de expresión del ofendido puede expresarse en retaliación con igual vigor y con mayor razón aún, cuando es en legítima defensa de su dignidad zaherida.
El bufón puede burlarse, aconsejar, criticar, cuestionar y hasta refregar miserias humanas ante el público que lo observa, pero también tiene deberes que surgen de la responsabilidad que emerge de los especiales privilegios de su oficio, entre los cuales se obliga a no cruzar hacia el ámbito de la impudicia en la que, en nombre de una mal comprendida libertad de expresión, falta a su esencial propósito de hacer reír, criticar -y hasta corregir- denostando y humillando la dignidad de quienes, estando obligados a respetar un amplio conjunto de obligaciones legales, por su condición institucional, ven limitada su propia libertad de expresión cuando son acusados, cada vez que hacen uso de aquella frente a embestidas evidentes, de deliberación, un término que, por lo demás, implica “reflexionar antes de tomar una decisión, considerando pros y contras”, lo que es muy distinto a reaccionar legítimamente o poder opinar ante una denostación gratuita montada en un rústico “humor”, sin metáforas ni dobles sentidos, con una libertad de la que, junto con el resto de los ciudadanos chilenos, también gozan merced a la democracia. (Red NP)



