Las columnas de Patricio Navia y de Carlos Peña, así como los libros de José Joaquín Brunner, Óscar Landerretche y Alberto Mayol -con todos los matices que pueda haber entre ellos y en el contenido de sus tesis- coinciden en una dimensión: el actual gobierno es uno de los grandes problemas de Chile. Fue elegido, obvio, para gestionar las soluciones (algunos de sus electores dirían «para llevarlas adelante a como diese lugar») y resulta que lo ha complicado todo mucho más.
Qué pena que ya se hubiera inventado el viejo adagio «peor es el remedio que la enfermedad». Viene al caso, como tal vez nunca antes.
Sano, muy sano es que los intelectuales que votaron por Bachelet y la nueva conformación de gobierno, cuando su administración apenas había recorrido la primera mitad del mandato, ya hubiesen dado su veredicto: fracaso; en algunos casos, han dicho, fracaso total. Varios han centrado el desastre en el Gobierno; otros han puesto el énfasis en los partidos que lo apoyan. Para la mayoría, las causas se mueven entre el pésimo diseño de las reformas, la mala calidad de los equipos de gobierno y la falta de unidad de propósitos y de acción de los partidos de la coalición.
¿Y qué sugieren a cambio? Ahí, ciertamente, no hay acuerdo. Algunos insisten en la necesidad de volver a intentar las soluciones que llaman socialdemócratas o socialistas-liberales, mientras que uno de ellos prefiere una fuga aún más a la izquierda, sugiriendo que los impugnadores, es decir, los integrantes de los movimientos sociales, son los habilitados para hacerse cargo de la situación.
En todo caso, se echan de menos dos dimensiones en sus análisis.
Por una parte, está ausente el permanente afán de los intelectuales de centroizquierda por comparar el período democrático (1990-2016) con el de restauración nacional (1973-1989). Obvio: saben de sobra que insistir ahora en ese paralelo deja en muy mal pie a la actual administración en relación con el comportamiento social y económico del gobierno militar. Y que, además, la comparación remitiría con mucha facilidad a la pregunta obvia: ¿es tan malo este gobierno, es tan radicalmente dañino para Chile como lo fue el de Salvador Allende? Ese punto, lógicamente, no quieren tocarlo.
Y por otra, casi no hay profundidad antropológica. Varios de los autores intuyen que el problema fundamental no está en las reformas estructurales en cuanto políticas legisladas, administradas y financiadas, sino en su dimensión humana más profunda, en cómo esas reformas desintegran a las personas y deshacen sus instituciones, costumbres y vínculos. Pero la insistencia en las fórmulas socialdemócratas es un síntoma claro de la incomprensión de las causas profundas del fracaso gubernamental.
Si estas son las dos carencias fundamentales del angustiado análisis que hacen los intelectuales de la centroizquierda, sería también muy grave que desde la otra vereda, desde acá, no se profundizara en esas dos dimensiones.
El malestar debe generar mejor investigación histórica y mejor pensamiento social y político de sólida base humana. Y para esa tarea no son los enfoques actuales de los centros de estudios de la centroderecha los más adecuados.
En varias de esas corporaciones hay también exceso de números y carencia de conceptos, inflación de gráficos y desprecio por la argumentación filosófica e histórica. Sin duda las soluciones concretas que proponen son mejores y así se ha demostrado, pero como no fundamentan explícitamente todo en la naturaleza humana, su sentido pedagógico pierde fuerza y eficacia.