El oasis chilensis-Vanessa Kaiser

El oasis chilensis-Vanessa Kaiser

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Famosa fue la declaración del expresidente, Sebastián Piñera, quien en 2019 aseguraba que Chile era un verdadero oasis dentro de una América Latina convulsionada por crisis políticas permanentes. Muchos también lo pensábamos. ¿Era razonable dicho diagnóstico? Tras el 18-O pareciera que no, pero es un punto de disputa en la política actual.  Y es que algunos, me refiero a parte importante de las élites del país, atribuyen la calma a una política de los acuerdos que, en opinión de otros, es parte del problema. Para estos últimos su expresión más prístina habría sido el golpe de Estado del 18-O cubierto por el manto del descontento social que explotó por los abusos de “la casta”. Y es que el vínculo de corte corporativista, tejido entre ciertos sectores políticos y empresariales fue la base de la política de los acuerdos que paulatinamente asfixió las libertades recuperadas por el régimen militar de las garras del totalitarismo castro comunista. Recuerdo, hace ya muchos años, una columna de David Gallagher en la que expresaba sus esperanzas de que Sebastián Piñera, pudiese poner fin al entuerto, en vistas a que era el único candidato que no requeriría de “patrones” que financiaran su campaña. Con este botón de muestra quisiera recordar a los amantes de la política de los acuerdos que no es posible situarla como causa de la paz durante los 30 años, sino más bien en tanto condición de posibilidad de la emergencia y empoderamiento de la izquierda antidemocrática que supo explotar mediáticamente las consecuencias del corporativismo. Así fue como los pingüinos y sus aliados lograron atribuir al modelo subsidiario la concentración de la riqueza y la corrupción de las que ellos, los “impolutos” nunca estuvieron libres ni del polvo ni de la paja. ¿Por qué entonces hasta el día de hoy se repite la cantata de que es la derecha la que representa a cierto sector empresarial? Al parecer, la política de los acuerdos a la que atribuyen el estado paradisíaco en que vivió el país si se le compara con otras experiencias latinoamericanas, está muy lejos de ser encomiable.

La perspectiva de los otros, los que denuestan dicha política, nos habla desde cierta conciencia sobre la estrategia de la izquierda antidemocrática. Una de las principales distinciones entre demócratas y revolucionarios es que estos últimos proyectan sus objetivos en el marco del largo plazo. En contraste, los adalides de la derecha tradicional parecen no tener la facultad que Aristóteles afirma distingue al amo del esclavo, cual es la de pensar en el largo plazo. En breve, el revolucionario no pierde su tiempo calculando la tasa interna de retorno a la inversión. Su propósito es, en apariencia, utópico: el fin de la historia en el marco de la dialéctica, tesis, antítesis, síntesis hasta que se cumpla el anhelo paradisíaco que se resume en la máxima, “a cada quien, según su necesidad, de cada cual según su necesidad”. No necesitamos más que leer La granja de los animales de George Orwell para saber que, tras los bellos anhelos de la santidad marxista solo subyace la distopía que se construye sobre los cauces del terror y del poder total. Aterrizándolo a la actualidad, para el siglo XXI, cada día caben menos dudas. La propuesta del Nuevo Orden Mundial consiste en una distopía donde todas las libertades y derechos desaparecen tras con la imposición de una dictadura tecnológica. El ejemplo lo encontramos en China y el experimento, en los tiempos de la pandemia. ¿Sabe la derecha que es ese el norte de la izquierda? ¿Qué opina al respecto? ¿Por qué ha firmado la Agenda 2030, el nuevo contrato social del progresismo, impulsado desde los organismos internacionales?

Es posible que, salvo excepciones, la derecha no tenga idea de lo que comentamos, aunque sea testigo. Tampoco se entera de que, mientras nos habla de una reforma política funcional a la destrucción de la democracia, el octubrismo continúa su avance en la batalla cultural, preparando las condiciones materiales para el próximo golpe de Estado. La pregunta es si su ignorancia se debe a una decisión consciente por negar la realidad, a que padece de una inclinación irrefrenable al autoengaño, está presa del miedo por su tejado de vidrio o, peor, no entiende que ha sido cómplice de la vanguardia globalista en la medida en que vota a favor de leyes que avanzan el mamarracho en el país. Es posible también que sea una mezcla de todas las variables mencionadas, sumada su incapacidad de pensar en el largo plazo. Demasiado impulsiva, hedonista y autocomplaciente, prefiere creer que los revolucionarios no le van a hacer la guerra con sus amigos narcos, criminales, burocracias globalistas y políticos extranjeros en caso de llegar al poder. Más lamentable aún sería si le bastara con ganar las elecciones y, como dice Cayetana Álvarez, desplegar una especie de pantomima de gobierno frente a un aparato estatal capturado por sus enemigos políticos. Me parece que esa es la zona de confort de quienes han jugado el rol de la “oposición” durante más de un siglo de gobiernos democráticos. De ahí que no nos pueda extrañar que, en la línea del tiempo histórico observemos una constante: cada cuarenta años enfrentamos una crisis política de proporciones cuyos actores son ideológicamente siempre los mismos. La pregunta entonces es, ¿cómo entiende la derecha su rol?

La verdad es que, tras el golpe de Estado del 18-O, su adhesión a la política de los acuerdos solo puede ser resultado de la ignorancia que la caracteriza. ¿Será que todavía no se entera de que aquellos regímenes en los que la oposición no existe ni, en consecuencia, proyectos alternativos, entran en la categoría del totalitarismo? Es probable que usted piense que exagero. Pero hace ya tiempo la ciencia política acuñó los términos soft y hard power. La finalidad de dicha conceptualización es dar cuenta justamente de lo que he sugerido; podemos estar viviendo el avance de facto del totalitarismo. Creo que vale la pena hacerse cargo, puesto que el diagnóstico se basa en hechos empíricos. Y es que no solo carecemos de diversidad de proyectos políticos entre los partidos tradicionales, además, está desapareciendo la división de los tres poderes del Estado, se violan permanentemente los derechos a la vida -con la permisividad de la que goza el crimen-, la propiedad -el mejor ejemplo, la última reforma de pensiones- y la libertad en las calles, la prensa, la política, las universidades y las escuelas. ¿Qué podemos concluir de nuestras reflexiones? Que el oasis chilensis es un espejismo y, en consecuencia, más temprano que tarde volverá a mostrar su verdadera naturaleza: el infierno del caos provocado por la violencia política de sectores que jamás han enfrentado una verdadera oposición. (El Líbero)

Vanessa Kaiser