Hay dos maneras de diagnosticar, por decirlo así, la escena del domingo, cuando se instaló la Convención constitucional.
Una de ellas consiste en recurrir a la noción psicoanalítica de abreacción. La otra ver en esa escena el síntoma de un problema que es necesario asumir.
Examinémoslas en ese orden.
Una forma de entender lo que ocurrió ese día -los gestos, los reclamos, los ánimos encendidos, las señas de identidad que marcaban distancia- consiste en sostener que ese fue un momento de abreacción, pasado el cual todo se tranquilizó. Descargadas las emociones, podría decirse, la racionalidad se recuperó. Freud llamó abreacción a la descarga de emociones reprimidas por largo tiempo en la historia del sujeto. En sus primeras curas, y mediante la hipnosis, Freud lograba que sus pacientes revivieran la escena traumática y liberaran los sentimientos asociados a ella. Así los síntomas desaparecían; pero solo para retornar más tarde. A esto suele llamársele método catártico.
El problema es que, como el propio Freud lo advirtió, la catarsis, la mera liberación de emociones reprimidas, no resuelve el problema que origina el síntoma.
Y lo que asomó el domingo fue el síntoma de un problema.
Fue la manifestación inicial de las luchas identitarias que exigen reconocer el núcleo traumático que constituye a la sociedad.
La política de la identidad subraya el hecho que en la democracia no conviven individuos plenamente autónomos, y en consecuencia iguales, sino colectivos que han forjado su identidad y la de sus miembros al amparo de determinadas experiencias, a menudo de exclusión o de dominación, que han sido enterradas por la ficción del debate democrático. Esas experiencias constitutivas de las identidades -de género, étnicas, sexuales- serían por decirlo así el núcleo traumático de la vida social. Lo que habría ocurrido en Chile es que esa ficción -la democracia como diálogo entre iguales- habría dejado de ser eficaz, se habría rasgado y la herida que ocultaba habría reaparecido.
Así, podría sostenerse que lo que se vio el domingo fueron los primeros indicios, apenas pálidos, del núcleo traumático de la sociedad chilena.
El rechazo de los acuerdos, de las élites, el talante desafiante y orgulloso que mostraron muchos de los asistentes no sería un expresión emocional -un mera abreacción- sino el resultado de que la sociedad chilena se ha erigido sobre exclusiones étnicas, de género, de clase, que como resultado de su propio desarrollo hoy saltan a la vista, se hacen conscientes, explícitas, y reclaman reconocimiento. El caso más evidente es el de los pueblos originarios cuyos miembros saben que su lugar actual como sujeto de la democracia se erigió sobre la previa negación de su cultura, la misma que ahora, por su voz, retorna a la escena pública y reclama un lugar en ella.
Y para resolver eso no basta la abreacción o la catarsis.
Cuando Freud revisa el porqué la abreacción no era capaz de sanar los casos que examinó (en su trabajo con Breuer) llegó a la conclusión que era porque ese método no permitía elaborar el trauma, la herida inicial que los provocaba. Para que esto ocurriera era imprescindible traer a la palabra la escena traumática, única manera, enseñó Freud, de despojarla de su significado doloroso, incorporarla plenamente a la conciencia y alcanzar el reconocimiento.
Toda una lección para la política de la identidad: abandonar la fase expresiva y emocional y pasar al discurso reflexivo.
La política democrática no es, por supuesto, igual a la cura por la palabra que Freud inventó; pero se le parece. Ella también cuenta con la palabra y el diálogo como el mecanismo primordial para reconocer la exclusión, examinar sus ocultos mecanismos e intentar resolverla (hasta que se configure bajo una nueva forma).
Esa es la promesa de la democracia -y debe ser el compromiso de la Convención constitucional- frente a la política de la identidad que se insinuó el domingo. (El Mercurio)



