El muro y el plurinacionalismo alemán

El muro y el plurinacionalismo alemán

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El viernes 9 de este mes se recordó la caída del muro de Berlín, difunta estructura que fue parte de mis vivencias. Durante tres años marcó el límite de mis desplazamientos en la República Democrática Alemana (RDA).

Por ello, sólo lo recordaba desde tres circunstancias relacionadas. Una, el centenar y medio de víctimas de la RDA y otros países del Este que cayeron en su intento de atravesarlo para llegar a la capitalista República Federal Alemana (RFA). La otra, el progresivo despliegue tecno-militar de los dirigentes de la RDA, para que nadie escapara de su versión soviética del socialismo. La tercera, mi personal imposibilidad de franquearlo, para conseguir pasaporte en el consulado chileno de Berlín Occidental.

Sin embargo, como la realidad es más compleja que las ideologías de cualquier color, hoy entiendo que no siempre fue “el muro de la vergüenza”. Aunque parezca extraño, de inicio fue un muro para la distensión. En lo principal, porque no fue una sorpresa mala para los líderes de Occidente y, además, porque estaba en los escenarios de sus servicios de inteligencia. Veamos si puedo explicarlo.

Hasta el 13 de agosto de 1961, en cuya madrugada se inició la construcción, los gobiernos de los Estados Unidos, Reino Unido y Francia, a cargo de la parte occidental de Berlín y de la RFA, vivían sobre ascuas bélicas. Berlín, controlado por la Unión Soviética (URSS), era el escenario de todos los espías y el epicentro inminente de una tercera guerra mundial.  

En tal contexto, el muro fue el equivalente en sólido a una bandera blanca. Para los gobernantes occidentales implicó un relax y un síntoma de rendición ideológica. A través de los jefes de la RDA, la URSS les regalaba un argumento de literal concreto en favor de las libertades democráticas.

También para los alemanes de Berlín Oeste y la RFA, el muro fue un alivio. Ellos debían contribuir a la recepción y sustento de los miles de alemanes que abandonaban la RDA y que ya bordeaban los 3 millones. Es decir, había cierta contradicción entre el talante acogedor de los líderes de Occidente y el fastidio de los alemanes privados. Para éstos, los de “el otro lado” alteraban la rutina de sus vidas. Basta imaginar el alivio apolítico que sentiríamos los ciudadanos de nuestro hemisferio, si Nicolás Maduro levantara un muro para impedir el éxodo de los venezolanos.

Hermetismo sospechoso

La decisión de levantar el muro fue formalizada la noche del 12 de agosto de 1961. Durante ese día, cerca de 3.000 alemanes orientales bien informados madrugaron, para llegar a Berlín Occidental. Pese al hermetismo de lo que se fraguaba en Moscú, sospechaban un cierre permanente de la frontera entre ambos berlines.

Sospechaban bien y, seguro, fueron un acelerante para la acción. Los países miembros del Pacto de Varsovia -la alianza militar soviética- firmaron al toque una “propuesta” a los dirigentes de la RDA. Les sugerían instalar en los límites de Berlín Oeste “un sistema que cierre eficazmente el paso a toda actividad subversiva contra los países del campo socialista”. Horas después, con mano de obra militar alemana y soviética, la RDA levantó un muro express. El mismo que, con el tiempo, se convertiría en el tecnificado, artillado y kilométrico sistema de barreras que hoy sólo vemos en las películas.

Ante tal celeridad, uno puede preguntarse hasta qué punto se discutió el tema entre los dirigentes del Partido Comunista de la RDA y el único indicio que he logrado es que estuvo en sus agendas al menos dos meses antes. En efecto, el 15 de junio de 1961 Walter Ulbricht, entonces jefe máximo designado, desmintió rumores sobre medidas drásticas para contener el flujo de alemanes orientales hacia Berlín Oeste. «Nadie tiene la intención de construir un muro» declaró, enfático, ante una nube de periodistas internacionales.

Como la dirigencia de la RDA no era creíble, aquello fue tomado como una desinformación y el éxodo se aceleró.

Morir con la URSS

Lo categórico de ese desmentido de Ulbricht indica que el tema era polémico, pues comprometía la esencia ideológica del socialismo real. Revelaba la existencia de un choque subterráneo entre las tesis internacionalistas de Marx, el intervencionismo de la URSS y el sólido sentimiento nacional de los alemanes del Este y el Oeste… incluso tras dos guerras mundiales perdidas.

En ese contexto, cualquier responsable de la RDA debió entender que una barrera infranqueable entre las dos partes de Alemania implicaba renunciar a una futura Alemania reunificada. Gajes de la plurinacionalidad, diríamos hoy. Como contrapunto ineludible, la construcción del muro materializó la decisión de amarrar el futuro de la RDA al de la URSS, lo que también era grave. Implicaba ignorar el debate intracomunista que siguiera a la revelación de Nikita Jruschov, de 1956, sobre los increíbles crímenes de Stalin.

En el espacio socialista aquello había generado un debate en sordina, que se profundizó con las intervenciones militares soviéticas en Hungría, Polonia y Checoslovaquia, el duro enfrentamiento de la URSS con la China de Mao Zedong y la disidencia eurocomunista de franceses, italianos y españoles.

Fue un proceso que culminaría con la perestroika de Mijail Gorbachov, la implosión de la URSS, el fin casi simultáneo de la RDA y… la demolición del muro de Berlín.

Posdata

Por cierto, esa complejidad del muro no existía para mí cuando, parafraseando a Milan Kundera, me decía que “la vida está en otra parte”. Entonces sólo percibía la surrealista nomenclatura de la RDA, según la cual se levantó como “barrera antifascista” y, técnicamente, debía ser mencionado como “la frontera”. Esto me sonaba a catecismo político para inocentes: en la RDA estaban los derrotados “buenos”, que nunca fueron nazis y en la RFA, los derrotados “malos”, los herederos de Hitler.

Termino contando que, en 1974, una periodista me pidió un artículo sobre la RDA para la revista cultural Weltbühne, de venerable solera europea. En mi texto cometí el error de mencionar a Ulbricht, en cuanto predecesor del incumbente Erich Honecker. Me pareció natural recordarlo, pero a los editores del medio les pareció natural no publicarme el texto. Descubrí, así, que al igual que Trotsky en la URSS, Ulbricht nunca existió. Era una imagen que había que borrar de las fotografías, audios, filmes y  enciclopedias.

De ese episodio nació una hipótesis nunca desarrollada. Pensando en el yugoslavo Tito, comencé a ver al innombrable Ulbricht como un comunista alemán nacionalista, que se habría opuesto ¡en serio! a la idea del muro. Sospeché que, por lo mismo, fue paulatinamente desplazado de la jefatura del partido por su camarada Honecker, quien dirigiera, en 1961, el inicio de su construcción. Este habría comprendido, a cabalidad, que el horno soviético no estaba para otro bollo yugoslavo.

Al menos, esa hipótesis me permitió decodificar el sentido profundo de una gigantografía que entonces se veía en todas partes. Esa que muestra a Honecker y Leonid Breznev dándose un apasionado beso en plena boca. La RDA y La URSS amándose hasta la muerte.

Es que el análisis político también necesita una pizca de imaginación. (El Líbero)

José Rodríguez Elizondo