Algunos amables lectores de esta columna me han reprochado que yo, que suelo repetir aquí que la política es diálogo, negociación y acuerdos, y que éstos son los instrumentos preferentes de la democracia, haya pronosticado el pasado domingo que después del plebiscito las cosas seguirían iguales o muy parecidas a lo que estaba ocurriendo desde el rechazo al proyecto constitucional en septiembre del año pasado, esto es, un escenario en el que los desacuerdos dominan. Otros lectores, con algo de sorna, me han preguntado si después del resultado de ese evento no he cambiado mi criterio pues, en su juicio, el gobierno salió fortalecido de él y eso implicaría que ahora la oposición se vería obligada a aceptar los acuerdos que éste le propusiera. Finalmente hubo uno -sólo uno- que me felicitó: por acertar, me dijo, en aquello que todo seguiría igual, pues el resultado del plebiscito nos había llevado de regreso a donde todo había comenzado.
Les respondo que mantengo mi punto de vista, aunque soy consciente de que debo algunas aclaraciones. El diálogo, la negociación y los acuerdos son, efectivamente, los instrumentos preferentes de la democracia; pero también es cierto que ellos tienen su momento y su circunstancia y que su postergación en el tiempo no anula la democracia: sólo retrasa la realización de los objetivos que los acuerdos originales podrían lograr. De ahí que la gran pregunta que se deba contestar, luego del plebiscito, es si su resultado obliga a alguna de las partes a lograr los acuerdos que hasta ahora no se han alcanzado.
Y la respuesta a esta pregunta es no: el resultado del plebiscito no ha cambiado ni la posición de las partes -esto es del gobierno y de la oposición- ni la fuerza política con que cada una de ellas llega a la negociación. Admito que muchos de nosotros quisiéramos que, como resultado de dos años de una confrontación de ideas, que a veces alcanzó niveles iluminadores -aunque en otras no pasó de una riña en el fango-, el resultado fuese unas relaciones entre los protagonistas del proceso político que tuviesen otro aspecto. Pero eso no ha ocurrido. Lo que el proceso ha alumbrado ha sido una paz social recuperada, así como la recuperación, también, del respeto por las instituciones, pero no una capacidad de llegar a acuerdos distinta a la que había antes. Y la que había antes era prácticamente nula.
Del nutrido y muy idealista programa de gobierno con que el Presidente Boric llegó a La Moneda, prácticamente no queda nada ya que sea realizable. El momento y la circunstancia de los acuerdos de gobernabilidad se sitúan en el comienzo de los gobiernos, no en la medianía del mandato; la medianía de un mandato es más bien el momento en que se debería comenzar a concluir con prolijidad aquello que los acuerdos hubiesen permitido lograr en el inicio de éste. El gobierno no lo tuvo en cuenta y dilapidó su primer año poniendo todas sus fichas en un proyecto de Constitución que, de haber sido aprobado, le habría permitido gobernar con todo el viento a favor y sin necesidad de acuerdos con nadie. Pero su proyecto fue rechazado y sólo entonces el Presidente Boric dio inicio a la restructuración de su gobierno, proceso que ha terminado con los cargos claves en manos de militantes del Socialismo Democrático.
A partir de entonces se vivió un segundo año de gobierno conducido por estos ministros, aunque, como escribí hace una semana, boicoteados por el mismo Presidente o por los parlamentarios del PC y el Frente Amplio. Y ni la negociación dio resultados ni los acuerdos se lograron. Ahora, ante la realización de seis elecciones políticas en los próximos dos años y con una carrera presidencial prácticamente iniciada, el momento de los acuerdos comienza a quedar atrás, a convertirse en una oportunidad perdida, a la vez que la posibilidad de acuerdos se instala como una esperanza futura, posible de realizar sólo en el cuadro político que arrojen esas elecciones.
Consciente o, lo más probable, inconsciente de ello, inmediatamente después del plebiscito el Presidente anunció sus prioridades, que no difieren en nada de lo que viene preocupando a su gobierno -y al país- durante los últimos años: seguridad, economía, pensiones, salud y pacto fiscal. De éstas, economía (en realidad la economía del gobierno o su capacidad para seguir sosteniendo su nivel de gasto sin incurrir en nuevos déficits), pensiones y pacto fiscal están íntimamente vinculadas.
Pensiones y pacto fiscal son, a su vez, lo único que queda del programa original del gobierno y en ellas parece este haber depositado toda su esperanza de trascendencia. El pacto fiscal (nuevo nombre con que el ministro Marcel ha buscado revivir la reforma tributaria) parece no tener posibilidades de llegar a buen puerto, toda vez que en relación con el tema, tanto el gobierno como la oposición, han optado por una guerra de trincheras antes que por una de posiciones. La oposición ha sido taxativa al declarar que no facilitará reforma alguna que signifique un incremento de impuestos y que sólo apoyará medidas tendientes a promover el crecimiento. El gobierno, por su parte (en realidad el ministro Marcel), busca fórmulas negociadoras y la semana que pasó acaba de hacer pública una nueva versión de ese pacto. La respuesta de la oposición a esta nueva proposición nos dirá si las cosas han cambiado, siquiera en parte, después del plebiscito.
En lo que toca a la reforma previsional, la discordia se ha concentrado en torno al destino del aporte de los empleadores, acerca del cual existe acuerdo en que sea de un 6%, pero es todo el acuerdo alcanzado. La oposición se ha atrincherado en su posición de que ese porcentaje completo se destine a cotizaciones individuales, en tanto el gobierno ofrece fórmulas que le permitan introducir, con algún porcentaje, el principio del reparto. Durante la semana pasada presentó una indicación según la cual ese 6% iría en un 2% a cotización individual, en un 3% a seguro social (nueva reformulación para el fondo de reparto) y en 1% a lo que la ministra Jara describió como “sala cuna universal” y que en realidad se divide en varios beneficios para las mujeres, de los cuales por lo menos lo de las salas cuna no parece caber dentro de un sistema de pensiones y podría ser calificado como inconstitucional.
La fórmula es taquillera, pero ni siquiera se acerca a la posición de los opositores. Tal vez haya sido presentada en la creencia que la victoria del En Contra dotaba al gobierno de nueva fuerza y obligaría a sus adversarios a aceptar cualquier proposición, porque, el mismo día que anunciaba la presentación de la indicación, la ministra declaró en una entrevista, refiriéndose a sus opositores, que “no hay que ser mal perdedor”. Probablemente ella constate en breve que, después del plebiscito, el gobierno no tiene más fuerza que antes de que éste tuviera lugar.
En realidad, todo indica que al gobierno le queda poco espacio para hacer algo distinto que administrar el Estado en espera de las próximas elecciones presidenciales. En esa condición, naturalmente, todos deseamos que tenga éxito en la lucha que le corresponde desempeñar en contra del delito y la violencia que hoy parecen imponerse en todo el país. El mismo deseo colectivo lo va a acompañar en sus esfuerzos por lograr la mantención con vida del sistema mixto de salud que es el chileno actual y -y esto es algo en lo que el gobierno todavía no demuestra estar verdaderamente interesado- por parchar, aunque sea en parte, los enormes forados que presenta nuestro sistema educacional. En ese empeño, si no sufre el auto boicot, probablemente sí tenga apoyo.
Por último, no puedo dejar de referirme al solitario lector que tuvo a bien felicitarme. Lamento decirle que lo hizo por causas equivocadas: el proceso de reflexión constitucional no nos dejó en el mismo lugar del que partimos. Lo iniciamos en medio de una gravísima crisis social y política, aguda al grado que llevó a algunos a alentar un final adelantado del gobierno, y lo terminamos con una paz social recuperada y con el respeto a las instituciones plenamente vigente. Lo cierto es que el país ganó con ese proceso y mucho. (El Líbero)
Álvaro Briones



