“Un fantasma recorre Chile”, así podría decirse del populismo. Ciertamente, en Argentina, en Nicaragua, especialmente en Venezuela observamos gobiernos que recogen legitimidad con discursos encendidos y retóricamente dotados de dirigentes carismáticos, vaciando descuidadamente en las masas las arcas fiscales. En el caso de Venezuela se trata además de detenciones políticas, de elecciones dudosas, del socavamiento de la institucionalidad republicana.
¿Qué es el populismo? ¿Aplica el asunto, más allá de Latinoamérica, a Trump, por ejemplo, o a Italia? ¿Y en Chile? Allende se parece más a un revolucionario. ¿El general Ibáñez? En su primer gobierno fue candidato único. Pero, ¿puede ser populista el impulso tras la creación de la Contraloría General de la República, la Tesorería General de la República y una preocupación institucional que apuntó a una modernización sin parangones del aparato estatal? Cuando la inflación amenazó, en su segundo gobierno, Ibáñez llamó a un grupo internacional de expertos, la famosa Misión Klein-Saks, cuyas medidas de ajuste le terminaron costando la popularidad.
Dejando de lado fenómenos marginales y exabruptos, actualmente ningún conglomerado político chileno parece responder al tipo “populismo”. Podrá discreparse de las reformas de Bachelet y dudarse de la madurez de algunas dirigencias del Frente Amplio, pero sería un exceso llegar a calificarlos de populistas, en el sentido de dirigencias de retórica encendida y carismática que esperan alcanzar el Estado para repartir dinero fácil y limitar los derechos humanos de sus adversarios. Ni siquiera Kast, un conservador con un discurso fuertemente moralizante, pero con propuestas de austeridad fiscal y llamados a que el Estado de Derecho se imponga con más fuerza, responde al tipo.
Si no existe un conglomerado populista en Chile, si nuestra historia política está más bien distante del fenómeno, si nuestras élites son hasta recalcitrantes a él, ¿por qué tiene tanta fuerza en ciertos sectores la alusión al populismo?
En una reciente columna, José Ramón Valente escribe el populismo como una “enfermedad de rápido avance y difícil de erradicar”. Ella prospera “cuando su archirrival, el liberalismo, tanto conservador como progresista, es decir, de derecha y de izquierda, se entrampa en discusiones bizantinas”. En cambio, “el antídoto contra el populismo es tan claro como el agua. Las clases dirigentes deben asegurar las condiciones para que los miembros de la sociedad tengan la esperanza de que van a vivir mejor que sus padres, y que sus hijos van a poder vivir mejor que ellos”.
Claro como el agua. O quizás Valente está construyendo un fantasma y mezclando peras con manzanas.
Si se repara en el hecho de que es difícil hallar un conglomerado político relevante calificable de populista, el populismo de Valente es un fantasma construido. Y no es una descripción diferenciada y sobria del panorama político la que dice: a un lado los populistas, al otro, la izquierda y la derecha “liberal”.
Para Valente pareciera ocurrir que todos los sensatos están de acuerdo en que el progreso social es un fin loable, no más que a veces se enredan en “discusiones bizantinas”. Entonces avanza el populismo. Pero si se ponen de acuerdo en lo evidente, en el progreso, entonces el populismo se detiene.
Valente se echó al bolsillo la política entera. ¿No se ha percatado de que, si bien RN y el PS coinciden en el ideal de progreso social, tienen diferencias fundamentales que no son “bizantinas”? ¿No ha leído Valente que en el PS hay quienes postulan un modelo de derechos sociales universales, cuyo establecimiento importa desplazar al mercado de áreas enteras de la vida social? Podrá decir Valente “eso no es liberal, es populista”. Pero, ¿coincide una postura de izquierda ordenada, institucional, solo que fuertemente socialdemócrata, sin más con el populismo? Socialdemócratas alemanes, laboristas británicos, demócratas norteamericanos, etcétera, tendrían que ser sumados a un fenómeno que, entonces, pierde sus contornos.
Una distinción que se deja aplicar a tantos no es políticamente operativa. Además, oculta lo que está en juego: que la política nace, precisamente, porque si bien todos (o casi todos) coinciden en los fines de progreso social, esos fines pueden ser entendidos de maneras muy diversas. Eso es lo que distingue a neoliberales, liberales igualitarios, socialistas, nacionales y conservadores. Hay política —y no reyes o tecnócratas gobernando— como un proceso republicano de disputa y deliberación, precisamente, porque no todo es “tan claro como el agua”.
El Mercurio



