Chile se apresta a elegir a su noveno gobernante desde la recuperación de la democracia en 1990. Durante 35 años nunca hemos faltado a la cita electoral que convoca a los electores para decidir entre las alternativas que ofrece el sistema político y, en última instancia, sobre el rumbo de la nación hacia -idealmente- el desarrollo pleno. Notablemente, en todo este tiempo no se ha puesto una elección presidencial en entredicho, ni un mandatario saliente ha pretendido de alguna forma modificar los plazos establecidos en la Constitución para el término de su mandato, ni mucho menos se ha tentado con la posibilidad de reelegirse para el siguiente, lo que está expresamente prohibido en la Carta Fundamental. No es asunto que pueda querer, es que una disposición constitucional se lo impide derechamente y ninguno ha osado desafiarla en 35 años -lo que, tristemente, no es infrecuente en el vecindario latinoamericano-.
Eso de que en Chile las instituciones funcionan se aplica escrupulosamente a la que es la más importante -y también simbólica- de todas: el proceso de elección de su gobernante. Un adulto de 50 años, que tenía catorce cuando Patricio Aylwin fue elegido en 1989, ha desarrollado buena parte de su vida al amparo -nunca mejor usada esta expresión- de un régimen democrático que le ha ofrecido la posibilidad de elegir a presidentes, parlamentarios y alcaldes a su gusto. No pocos chilenos deben tener al acto electoral como una tradición, a la que se concurre sin mayores contratiempos. Es un acto ejemplar del que suelen guardarse más bien buenos que malos recuerdos.
Solo en apenas tres ocasiones en tres décadas han sido convocados los electores para pronunciarse sobre otra materia que la elección de sus autoridades. Primero, fue sobre la conveniencia de darnos una nueva constitución -en octubre de 2020-, que una amplia mayoría votó afirmativamente. Luego, dos veces concurrieron a las urnas para rechazar sendos proyectos sometidos a su consideración, manteniendo en los hechos la vigencia de la carta fundamental que se proponía reemplazar a través de esos actos plebiscitarios.
Es así que desde 1990 la mayoría de los chilenos no ha conocido otra cosa que una democracia operando en plenitud, no solo para elegir a sus autoridades, sino que para la protección de sus derechos fundamentales. No se persigue en Chile a ciudadanos por sus ideas ni se les restringe su libertad de expresión. No es poco en un mundo donde estas garantías no son la norma ni mucho menos. Darlas por hecho, como si existieran sin más, es un grave error en el que incurren sobre todo los jóvenes, que no han sufrido ni de cerca los rigores del autoritarismo.
En cualquier caso, debieran apreciar que en materia política la democracia es lo único que tenemos los ciudadanos y nunca nos ha sido concedida graciosamente. Cualquier otro régimen político pertenece al dictador o al autócrata en el poder, cual si fuera de su propiedad. En democracia, en cambio, ningún gobernante puede arrebatarnos la capacidad de votar en contra de él o de su coalición política, porque nos pertenece a todos los ciudadanos y a ninguno en particular. Se trata de un atributo extraordinario del sistema democrático y no hay otro que lo iguale.
Los que creen que podrían estar mejor en una autocracia, para no decir una dictadura, no reparan en el despojo del que serían víctimas: de su derecho a elegir y de las garantías para hacerlo con toda libertad; de su derecho a desarrollar su vida como les dé la gana; de la libertad para votar por el que estiman lo representará mejor en el gobierno o por el que suponen que lo hará mejor ejerciendo el poder ejecutivo. Nada puede ser más trascendental para un ciudadano que el ejercicio de estos derechos, incluso si, después de todo, su elección no resulta del todo bien, como suele suceder en algunas ocasiones.
Y es que la democracia no es la solución para todos los problemas, por supuesto, pero tampoco lo es un régimen autoritario o una dictadura. Sus padecimientos actuales, que no son menores, no justifican probar con el autoritarismo, que a diferencia del régimen democrático se sabe cuándo comienza pero nunca cuándo termina. La inseguridad rampante, la inmigración descontrolada o el terrorismo en la Araucanía, no deben llamarnos a engaño: ningún autoritarismo podrá con ellos sin pasar por encima de nuestros derechos más preciados, incluso cuando la democracia pareciera incapaz de cuidarlos con esmero. O cuando la creemos el peor de los regímenes políticos, aunque como agregó sabiamente Churchill -más vale no olvidarlo- con excepción de todos los demás. (El Líbero)
Claudio Hohmann



