El debate sobre la paridad suele ser poco sincero. En una columna recientemente publicada en este diario se afirma que “solo el 35% de los estudiantes en carreras STEM (aquellas relacionadas con la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas) son mujeres”, presentando esta cifra como inherentemente baja y suficiente para justificar una intervención política.
Cualquier lector entiende que el problema es más complejo. Tres factores pueden explicar ese 35%: discriminación, aptitudes y preferencias. Sin embargo, las autoras de la columna parecen asumir que solo la discriminación es relevante.
En cuanto a las preferencias, hay bastante evidencia de que factores biológicos influyen en que mujeres y hombres desarrollen intereses distintos. Estas diferencias contribuyen a explicar por qué las mujeres tienden a elegir carreras orientadas al trato con personas, como educación parvularia y enfermería, en lugar de disciplinas más abstractas o enfocadas en objetos, como ingeniería o computación. Este es un fenómeno relativamente universal que se verifica en Oriente y Occidente.
Más aún, la llamada paradoja de los países nórdicos indica que en aquellos países donde las mujeres gozan de mayor libertad hay menos mujeres en STEM que en países con menor igualdad (Stoet & Geary, 2018).
En cuanto a aptitudes, existe investigación que sugiere que la variabilidad en habilidad matemática es más alta entre los hombres que entre las mujeres. Es decir, en comparación con las mujeres, hay más hombres con habilidad muy baja en matemáticas, y también más hombres con habilidad muy alta. Por ejemplo, datos del SAT, el examen de admisión universitaria de EE.UU., indican que por cada mujer que alcanza el puntaje máximo en matemáticas, hay dos hombres que logran el mismo resultado (Hedges, L. V., & Nowell, A., 1995). En EE.UU. esta brecha ha sido documentada en varias pruebas de matemáticas, incluyendo el Graduate Record Exam (GRE). Más aún, durante los últimos 20 años la proporción de hombres respecto de mujeres que obtienen una puntuación en el cinco por ciento superior en matemáticas en la escuela secundaria se ha mantenido constante en 2:1 (Xie y Shauman, 2003).
Al momento de implementar políticas, estos datos suelen ser ignorados. Por ejemplo, según cifras del Centro Nacional de Estadísticas Educativas de Estados Unidos, durante más de dos décadas el MIT ha admitido a mujeres con una tasa de aceptación 2,2 veces mayor que la de los hombres. Esto significa que una mujer tiene más del doble de probabilidades que un hombre de ser admitida en dicha institución. Debido a que el MIT recibe menos postulantes mujeres que hombres, esta diferencia en la tasa de aceptación permite que el MIT alcance la paridad. La oficina de admisiones del MIT justifica este aparente sesgo señalando que el grupo de candidatas femeninas es significativamente más calificado que el masculino; sin embargo, no proporciona evidencia empírica que respalde esta afirmación.
Este tipo de cosas ocurre en un contexto en que las mujeres constituyen aproximadamente el 60% de los estudiantes universitarios en Estados Unidos, tienen tasas más altas de graduación y obtienen más títulos de máster y doctorado en comparación con los hombres.
La falta de sinceridad en este debate es comprensible: Lawrence Summers perdió su puesto como rector de Harvard por especular sobre la mayor variabilidad entre los hombres en habilidades matemáticas. De manera similar, James Damore fue despedido de Google por difundir un memorando en el que argumentaba que, en promedio, las mujeres tienen preferencias profesionales distintas a las de los hombres.
Antes de promover campañas políticas para corregir disparidades —ya sea en el Estado, la universidad o la empresa— es fundamental evaluar en qué medida estos tres factores las explican. Eliminar barreras artificiales que obstaculizan el desarrollo profesional de las mujeres es una causa legítima y necesaria. No obstante, imponer barreras artificiales contra los hombres para favorecer a las mujeres no solo resulta contraproducente, sino también moralmente cuestionable. (El Mercurio)
Iván Marinovic
Universidad de Stanford



