El desacuerdo profundo

El desacuerdo profundo

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El alevoso asesinato de tres carabineros en Arauco produjo, el fin de semana pasado, un acuerdo amplio: era urgente avanzar raudamente en la agenda de seguridad. Dada la necesidad de dar una señal contundente, y descartado (por ahora) el estado de sitio, todos parecieron concordar en lo siguiente: despachar lo antes posible las Reglas de Uso de la Fuerza (RUF). Frente a una agresión de esa naturaleza, el Estado estaba obligado a dar un mensaje de prestancia, tanto de cara a los homicidas como a los propios carabineros.

Sin embargo, debe decirse que el sentimiento de unanimidad fue poco más que un espejismo: se esfumó al poco andar. En efecto, la discusión ha sido —por decir lo menos— trabada y llena de vericuetos incomprensibles para el ciudadano de a pie. El resultado es que la señal se difuminó. Mal que nos pese, no hemos sido capaces de dar una respuesta clara frente al atentado y la violencia. Confluyen acá muchos factores, pero una causa está en el centro de la dificultad, y explica los vaivenes de los últimos días (y años): tenemos discrepancias profundas respecto del uso de la fuerza, y esas discrepancias producen consecuencias sistémicas en muchos planos. Es más, no saldremos del embrollo mientras no superemos ese desacuerdo.

Para percatarse del hecho, basta recordar que el Congreso lleva largos meses discutiendo las RUF sin lograr consenso, a pesar de que la crisis de seguridad es patente. Dicho de otro modo, nuestros representantes no han sido capaces de concordar una normativa para los encargados del orden público. El motivo del retardo es muy simple: la coalición oficialista tiene divisiones profundas en la materia. Mientras el Socialismo Democrático entendió que la policía requiere reglas claras y respaldo nítido, Apruebo Dignidad es mucho más reticente. De allí que la ministra del Interior esté siempre en una posición incómoda, pues sus esfuerzos encuentran poco eco en sus aliados.

Este telón de fondo permite comprender también la polémica en torno al “perro matapacos” y todos sus derivados. No es un mero ejercicio de arqueología, sino que revela algo profundo. Se trata de lo siguiente. Para cierta izquierda, la fuerza ejercida por el Estado está afectada por un pecado de origen, pues ven al aparato público como una institución opresiva cuya violencia estructural debe ser combatida. Este es el resultado de una (mala) lectura de los epígonos de Foucault, pero desde esa perspectiva el Estado oprime, el Estado viola y el Estado subyuga. Tal es el núcleo de la ética y la estética octubrista, y tal es el motivo en virtud del cual le dijeron asesino al carabinero de Panguipulli, les gritaron a los militares en la calle y hablaron de Temucuicui como “territorio liberado”. El entusiasmo religioso que produce el can está lejos de ser anecdótico: él encarna todas estas convicciones. Por lo mismo, cuando el Presidente tilda al perro de burdo, ofensivo y denigrante, produce una disociación psicológica en muchos de sus partidarios: ha tocado un nervio sensible.

Como fuere, el corolario es que los encargados de mantener el orden perciben esos desacuerdos, que redundan en un respaldo tan frágil como ambiguo. Y la verdad es que, en ausencia de un consenso amplio y transversal, es absurdo esperar que la tropa pueda cumplir adecuadamente con su labor. Este es, a mi juicio, el centro de la discusión. El debate en torno a la justicia militar es una manifestación más de la discrepancia anterior (se solicitan mayores garantías frente a la debilidad del apoyo). Carabineros y Fuerzas Armadas tienen el monopolio del uso de la fuerza, para ejercerla en nuestro nombre; y, sin embargo, esa primera persona plural —nosotros— no transmite un mensaje claro que les permita trabajar con tranquilidad. En este contexto, será imposible superar la crisis de orden y seguridad, porque no cabe esperar que quienes exponen su vida para protegernos lo hagan sin que las condiciones estén claras. Hay una clara desproporción entre aquello que les pedimos (arriesgar sus vidas) y lo que les estamos entregando.

¿Qué cabe hacer, entonces? Pues bien, las fuerzas políticas responsables, y conscientes del abismo que se abre bajo nuestros pies, deberían ser capaces de concordar reglas claras y eficaces, que sean reconocidas como tales por todos los actores relevantes (con o sin justicia militar). Dicho acuerdo requiere, probablemente, la exclusión de los vociferantes que están más preocupados de agendas identitarias que del futuro del país.

Chile vive una gravísima crisis de seguridad en la que inciden muchos factores. Me temo que será imposible controlarla sin recurrir a la fuerza, con todos los costos asociados. Si no estamos dispuestos a pagar esos costos —al interior del marco democrático y con el debido control—, el país entrará en un ciclo muy distinto, que abrirá a dos escenarios posibles: anarquía o autoritarismo. Si eso ocurre, cuando padezcamos uno de ellos, miraremos las disquisiciones actuales como una absurda ensoñación. Y será demasiado tarde para corregirla. (El Mercurio)

Daniel Mansuy