Tal como adelantaron sistemáticamente las encuestas, aunque por una diferencia inesperada hasta para los más optimistas, la opción “Rechazo” consiguió ayer una aplastante victoria en el plebiscito constitucional, tras alcanzar casi el 62% de una votación récord de 13 millones de sufragantes (85% del padrón electoral) contra un 38% de la opción Apruebo, superándola así en más de 3 millones de votos y confirmando que la mayoría de los chilenos quiere cambios que los ayuden a mejorar sus vidas, dentro de los marcos en los que ellos mismos la han estado edificando, sin pretensiones salvíficas, más propias de la religión que de la política.
El resultado viene a ratificar advertencias reiteradamente realizadas por entidades de estudio, dirigentes políticos de oposición, de derecha, centro y centroizquierda, mundo independiente, intelectuales, académicos y artistas, en el sentido de que el rumbo que tomó la Convención Constitucional elegida al efecto no representaba la voluntad profunda de la gran mayoría del pueblo chileno y que sus propuestas escapaban, con mucho, al sentido común ciudadano.
En efecto, como se ha reiterado, las circunstancias que rodearon el inicio del proceso constituyente en marcha, surgido del intento insurreccional promovido por sectores de izquierda dura que buscaron el derrocamiento del presidente anterior con su estallido del 18-0, las masivas manifestaciones populares del 25-O y las negociaciones políticas que llevaron al acuerdo del 15 de noviembre en el que se rindió la carta de 2005, marcan, en lo político, las fases que, en lo económico social, conformaban el sustrato sobre el cual aquella insurgencia se hizo posible.
Por cierto, en lo económico social el país estaba viviendo en 2019 las consecuencias de una crisis que afectaba a millones de familias de capas medias, las que, tras haber avanzado dura pero notablemente en su desarrollo social en los últimos 30 años, se encontraban en un momento de alta tensión derivada de una reiterada develación de abusos de sectores empresariales que no eran debidamente castigados y que, a raíz de sus vínculos de financiamiento de personajes de la política, se interpretaron como una amplia y extendida corruptela pública que los afectaba, así como un fuerte aumento de la incertidumbre sobre su futuro, producto de caídas de la actividad económica, aumentos de la desocupación, bajos sueldos promedio, alto nivel de endeudamiento, pensiones insuficientes y problemas de acceso a la salud y vivienda, todos factores que se transformaron en caldo de cultivo para aventuras políticas que, enervando los hechos, detonaran explosivamente las justas demandas pendientes, pero que el Gobierno de turno se veía imposibilitado de resolver producto de una oposición que negó la sal y el agua a las propuestas que provenían del Ejecutivo y que quedó para la historiografía de ese momento como el “parlamentarismo de facto”.
Así las cosas, bastó la quema de las primeras tres o cuatro estaciones del ferrocarril metropolitano y el ataque, saqueo y quema de supermercados, farmacias y bancos en barrios populares por parte de grupos audaces que combinaron a anarquistas, extremistas y delincuentes, para que se encendiera la pradera plagada de la maleza de injusticia, desigualdad, discriminación y miedos al futuro que estaban afectando a amplios sectores de la sociedad chilena, sin que, empero, las dirigencias políticas tradicionales, alejadas de la sensibilidad popular, dieran cuenta de aquello.
Las manifestaciones pacíficas, por su parte, convocadas por una oposición política de centro izquierda que nunca condenó claramente la violencia extremista desatada a contar del 18-O y que se hizo costumbre en los barrios circundantes a la Plaza Italia, Puente Alto, Villa Francia, colegios emblemáticos y centro de Santiago, mantuvieron el fuego vivo, mientras se exigía la renuncia del mandatario, incluso después del acuerdo del 15 de noviembre, una convergencia a la que, curiosamente, no se sumaron partidos como el PC o Frente Amplio, y que, no obstante que las demandas expresadas en las manifestaciones pacíficas eran claras y precisas (previsión, salud, educación, empleo, salarios), cuando llegó el momento de la rendición se puso en primer lugar el instrumento de poder de las elites políticas -la norma legal fundamental-, hecho que, empujado por la oposición en su conjunto, concluyó con el plebiscito de entrada y que, como era previsible, no solo aprobó masivamente el cambio constitucional acordado por los partidos del acuerdo del 15 de noviembre, sino que rechazó que fuera el Congreso, órgano constituyente por antonomasia, el que realizara la tarea.
Los añadidos posteriores al acuerdo de paridad de género, escaños reservados a pueblos originarios y participación de independientes en condiciones electorales favorecidas, vinieron a ser la última estocada del proceso de desguace de la maquinaria jurídica del Estado “neoliberal” y la elección de una Convención que, sacudida como estaba la legitimidad de los partidos, del modelo económico y las instituciones que parecían proteger abusos y ayudar al detrimento de las condiciones logradas en los últimos decenios por esa ciudadanía, terminó por representar a los sectores más irritados de la población, impulsando así una convergencia de izquierda-movimientos sociales identitarios, de género, étnicos e independientes maximalistas, sin experiencia política, que avasallaron sistemáticamente a las posturas minoritarias de derecha y centro y terminaron redactando una carta con mayorías de 2/3 sobre propuestas presentadas con acuerdo con ciertos sectores de centroizquierda, pero dejando fuera toda otra formula proveniente de la derecha y centro derecha, así como de movimientos ciudadanos que coincidían con sus posturas y, por consiguiente, dejando graves vacíos comprensivos -que se supuestamente se superarían con leyes- en un borrador que fue ampliamente criticado técnicamente y de contenidos muy ajenos a la tradición republicana y el sentido común nacional.
La poca experiencia política de esa especial mayoría convencional, de sus más imberbes promotores y seguidores, así como el instalado desprecio al eventual apoyo de partidos tradicionales –“el pueblo unido, avanza sin partido”- que alertaba sobre el rumbo de la propuesta ayudó a impedir que pudieran visualizar, con cierto sentido común, que estaban redactando una constitución y no un programa político refundacional para un Chile nuevo, es decir, un contrato en el que las partes, del conjunto, se ponen de acuerdo en normas de convivencia que permitan a cada quien desarrollar sus propias vidas con arreglo a sus convicciones, sueños y proyectos, sin que el Estado, como fuerza coactiva y unificadora, use ese poder para impedir la práctica de las libertades y derechos humanos connaturales a la especie, conquistados en los últimos 30 años de democracia liberal.
Así las cosas, el grueso error de diagnóstico cometido por los partidos oficialistas y el Gobierno, en tanto promotores de un proyecto Constitucional que desde sus inicios se veía extraviado y que pausada, pero persistentemente, fue alejando a quienes inicialmente votaron por redactar una nueva carta, cobró cuerpo ayer en la forma de una derrota monumental en un volumen que nadie imaginó, especialmente porque sus defensores pusieron todo el énfasis en los muy deseables derechos que la propuesta ofrecía, pero que, indiciariamente -eso debería hacer reflexionar a toda la clase política- fue rechazada por más del 60% de los ciudadanos votantes, porque, al parecer, ya no se trata de ciudadanos de segunda clase a los que se puede convencer con una tortilla de rescoldo y un vaso de vino, sino de personas que han evolucionado hasta una ciudadanía informada, realista, madura, digna y libertaria a la que ya no se la hace comulgar con “ruedas de carreta”.
La mayoría de los ciudadanos chilenos pertenece hoy a la clase de personas que habitan en un país modernizado gracias a los 30 años de democracia liberal y mercados libres y abiertos que han puesto a la nación en los primeros puestos de la región en casi todos los índices y cerca de ingresar al club de los países desarrollados. Son millones los que han crecido en una cultura de la autonomía incorporada por decenas de años de práctica de libertades de elección en lo económico, social y político, en aquella forma de vida que importa la asunción de las propias responsabilidades para el desarrollo y crecimiento personal y el de sus familias, basados en la confianza de que el mérito y el trabajo duro pueden hacer la diferencia y que el Estado, mientras no se ponga al día y se modernice transformándose en un verdadero servidor del ciudadano, es más una carga -con sus exigencias tributarias que extraen tres meses de trabajo al año a empleados y emprendedores- que un facilitador que abre oportunidades a sus ciudadanos.
La natural desilusión de convencionales y partidarios de la propuesta convencional rechazada no debe empero paralizar los positivos impulsos de progreso posible y, desde luego, tampoco transformarse en un aliciente para retornar al ostracismo de una izquierda maximalista e iluminada, aislada en su pureza transformadora de un “hombre nuevo” que no negocia con corruptos ni socialdemócratas. La ciudadanía ha hablado con claridad de que sus demandas son menos pretenciosas que las de sus líderes que apuntan prioritariamente a cambiar los 10 mandamiento para salvar el alma de sus seguidores, cuando lo que aquellos quieren es la colaboración legislativa y ejecutiva que facilite los mecanismos jurídicos que abran los espacios ciudadanos para la consecución de los propios sueños.
El propio ministro de Hacienda ha señalado que parte relevante del programa del Gobierno de Boric se puede conseguir bajo la actual estructura constitucional. La ciudadanía, al rechazar la refundación convencional ha dicho a la política que las reformas que verdaderamente importan a la ciudadanía son las que se refieren a conseguir una mejor previsión, solidaria e individual, pragmática, sin ideologías que encierran la innovación y creatividad para encontrar fórmulas que mejoren la rentabilidad de los ahorros para la jubilación, sean estos provistos por el Estado o por privados; más inversión, que crea más trabajo, competencia y mejores sueldos; una mejor educación, con profesores de la mayor calidad pedagógica que superan los atrasos escolares producto de la pandemia con trabajo en la sala de clases y no justificando a overoles blancos; una atención de salud digna y acceso a viviendas propias, con o sin subsidios del Estado, lo que es posible si se abren espacios de libertad para una mayor actividad económica que genera ahorro y, por tanto reduce tasas de interés, abaratando el costo de los créditos hipotecarios; de un país respetuoso del medio ambiente, que sabe equilibrar el progreso con la ecología, gracias a su mejor dotación de ciencia y técnica; de una mayor integración e igualdad ciudadana ante la ley respetando aquellas diferencias que enriquecen y rechazando la discriminación por raza, cultura, religión, género, poder adquisitivo o posición social; es decir, una mejor democracia, libertaria, social y de derecho que cuida de los suyos e impulsa la prosperidad y progreso para todos gracias a una nueva constitución que, esta vez, sea aprobada por la inmensa mayoría. (NP)



