De acuerdo a recientes declaraciones de la ministra del Interior, Carolina Tohá, los avances en proyectos económico-sociales como la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales, el salario mínimo de $500 mil y el royalty minero han sido posibles gracias a cierta predisposición de ánimo negociador en la que, quienes impulsan los cambios, deben, al mismo tiempo, “ser categóricos en los objetivos, pero flexibles en los instrumentos”.
La secretaria de Estado explicó el aserto afirmándose en cierta lógica gramsciana, señalando que “cuando logramos que las reformas entren en el sentido común de la sociedad, podemos darle no sólo mayoría, sino casi unanimidad a reformas que en un principio se veían muy inviables”. Es decir, se reconoce la vigencia de una lucha cultural que busca transformar en sentido común -que se supone mayoritario- ciertas ideas de acción y organización social para una vida mejor, pero que estarían enredadas en un relato conservador dominante que impediría su emergencia.
Entonces, para que los cambios propuestos “entren en el sentido común de la sociedad” -es decir para que una mayoría rompa con el sentido común dominante que ha impedido el cambio buscado- se requieren al menos dos precondiciones implícitas: que las propuestas sean valiosas para la mayoría; y que las diferencias en el ámbito de estas proposiciones sean más de forma que de fondo -pues el sentido común al final coincidiría en ellas-, dado que, tratándose de cambios a lo vigente se debería exigir, al menos, que lo nuevo fuera mejor que lo anterior para transformarse en mayoritario y, por consiguiente, además, ser democráticamente indiscutible.
Tal como en un amplísimo arco de frases formuladas en los últimos meses por las actuales autoridades, su análisis y deconstrucción muestra esa enorme plasticidad del lenguaje en su utilización como herramienta de reconstrucción de significados y relatos cuyo propósito expreso es unificar pensamiento, acción y proyección social en función de objetivos específicos de determinados poderes políticos, sean estos destinados a conservar ciertas tradiciones, como con el propósito de crear condiciones de aceptación de los cambios propuestos.
Desde luego, promover una semana laboral de 40 horas, tal como en otras sociedades más desarrolladas y con un producto interno que más que duplica al nacional, resulta un proyecto atractivo para cierto “sentido común”, sobre todo si aquel se funda en ideas ya instaladas y aceptadas como “trabajar para vivir y no vivir para trabajar” o “trabajar para la familia, sin perder la familia por tanto trabajar”.
Y si bien el sentido común vigente aún puede poner en duda que la disminución de la jornada sea beneficiosa para un mayor crecimiento de la producción, más actividad y empleo, el sentido común emergente promovido por el oficialismo ya “entró” y adquirió la fuerza suficiente como para imponerse no solo en el Congreso, sino en cierto relato social ampliado como factor indiscutible de una supuesta mejor calidad de vida. Es posible que el propio desarrollo económico que posibilitó el anterior discurso que considera el trabajo y esfuerzo como mecanismos para el progreso, haya estimulado el cambio y que la urgencia implícita actual ya no sea la propiamente económica; y porque, además, el nuevo relato del valor de la reducción del horario de trabajo se acompaña con el aumento del salario mínimo a $500 mil, a contar de julio de 2024.
El sentido común vigente reflexiona entonces sobre cómo podrán pagar $500 mil mensuales por menos horas de trabajo los cientos de miles de micro, pequeñas y medianas empresas que apenas sobreviven pagando el actual sueldo mínimo sin producir, ni vender un peso más de lo que hoy consiguen, dada la recesiva actividad económica del país. Pero el sentido común emergente responde optimista que por tal razón se trasladó el aumento del nuevo sueldo mensual para pagarlo a mediados del próximo año, al tiempo que el gobierno entregará a las Pymes un subsidio salarial por la diferencia producida por el incremento.
Entonces el pesado realismo del sentido común instalado pregunta por cuánto tiempo tendrá recursos el Estado para subsidiar los cientos de miles de empleos Pymes que requerirán del apoyo fiscal para cumplir con aquel nuevo sentido común que valora, como es lógico, trabajar menos ganando más. Como la respuesta no es simple, el nuevo sentido común recuerda que por eso se aprobó una nueva ley de Royalty que recogerá más recursos provenientes de la minería -aunque aquello reste ventajas a Chile en la captación de inversiones en el sector-, al tiempo que se espera que “entre en el sentido común de la sociedad” la reforma tributaria o Pacto Fiscal que aumenta impuestos a las empresas grandes, campeonas del comercio exterior y que posibilitan acceso a un dólar que no supere los $800, manteniendo así la inflación exterior a raya.
Pero si las empresas nacionales grandes pierden competitividad global por el mayor peso tributario, por las menos horas de trabajo y mayores sueldos, el viejo sentido común pregunta si éstas no buscarán traspasar parte los nuevos costos a sus proveedores -habitualmente pymes- al tiempo que reducir plazas laborales caras, aumentando su automatización, razón por la que, finalmente, el impacto de los cambios dará en las narices a las pequeñas empresas y trabajadores que se asegura defender. El nuevo sentido común se apresura a responder: “Nadie tiene una bola de cristal”.
Lo que, en todo caso, está claro, es que en política, prosa y poesía, los discursos y relatos aguantan una infinita gama de significados y proyecciones que pueden engañar-esperanzar a algunos, pero que en el caso del muy sensato sentido común instalado ha mostrado sólida coraza tras haber rechazado de plano el modo experimental de vivir que proponía la convención constituyente 2021, dominada por sectores políticos que, en todo caso, hoy conducen el Ejecutivo y parte del Legislativo y Judicial y que, como se ha visto, insisten en mantener sus objetivos programáticos -aun en su versión hipocalórica- no obstante sus sucesivas derrotas. Una muestra en tal sentido es el alza de las simpatías populares por el mandatario la semana inmediatamente posterior a su cuenta al país y la brusca caída experimentada la semana subsiguiente.
Es que la lucha cultural de la izquierda no ha terminado y más bien parece encontrarse en un momento de reflujo a raíz de su necesidad de revisar, elaborar y encontrar los errores tácticos y estratégicos cometidos por sus partidos, yendo más allá de la razón entregada por el mandatario y según el cual su derrota constituyente fue producto de una vanguardia que fue más a prisa que su pueblo, frase que invoca una visión de mundo tanto o más determinista que la formulada por la ministra, como si el futuro perteneciera a una historia unidireccional y predefinida que solo la izquierda es capaz de visualizar.
En un momento histórico de profundo reordenamiento ideológico de las múltiples fuerzas políticas tradicionales y emergentes en las que terminó por dividirse el arco partidista nacional en los pocos años de vigencia del sistema electoral proporcional -mostrando así la aún inmadura factura y escaso control de autoridad y liderazgo de las orgánicas partidistas existentes-, más que de organizaciones intermedias de la sociedad civil en plena efervescencia de su vocación representativa de los variados planos, identidades e intereses sociales, políticos, culturales y económicos, será la fuerza domesticadora de las instituciones formales y permanentes de la República las que tendrán la misión y obligación, por buen tiempo, de sostener el timón y asegurar la quilla del barco en medio de los múltiples cánticos de sirena y peligros de tifones de cambios ciudadanos, tarea que solo es posible manteniendo férreamente marcado el curso indicado por la constitución y las leyes, al menos hasta que el soberano haya aprobado un nuevo contrato social que entregue la garantía de aquel orden a nuevas o tradicionales instituciones.
Solo la probada solidez institucional y su instalado mandato republicano, que no ideologías ni miradas de mundo en crisis, dados los respectivos conflictos culturales surgidos de la lucha partidista por la supervivencia en medio de los hondos cambios producto del avance sin par de las fuerzas productivas, permitirá a Chile sobrellevar las complejas amenazas surgidas de las nuevas condiciones geopolíticas de potencias mundiales en reordenamiento y lucha por la dominancia global, así como de la triple crisis económica, de salud y de seguridad interna, que se alzan como desafíos para elites conductoras que, a mayor abundamiento, concentradas en su propia perplejidad por el duro recambio interno, no logran presentar a la ciudadanía ni los liderazgos ni las coordenadas del puerto hacia el cual se busca enrumbar la azotada proa del sacudido barco nacional.
En ese marco, desde luego, proyectos que invitan a trabajar menos, a recibir mayores remuneraciones, eliminar deudas impagas, exigir mayores aportes al capital extranjero y a los más ricos para gastarlos en beneficios sociales para los más vulnerables y, en fin, tener acceso legal asegurado y gratuito a la educación y la salud, así como mejores pensiones y viviendas dignas producto de una solidaridad basada en políticas redistributivas realizadas mediante sucesivas reformas tributarias, son demandas respecto de las cuales cierto sentido común no duda de su valor para una vida más plena e igualitaria. Pero tampoco es ciego a constatar que para lograr que cada uno de estas propuestas se materialice, habrá que conciliar contradictorios impactos que cada uno de ellos implica, no obstante la facilidad con que éstos se traen a cuento en discursos y relatos facilistas y populistas que infaustamente se ponen de moda cuando la política con mayúscula decae. (NP)



