Editorial NP: Reforma Tributaria y “Paz Social”

Editorial NP: Reforma Tributaria y “Paz Social”

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Desde hace aproximadamente una década, la economía del país presenta bajos niveles de inversión, con un incremento promedio anual de 1,3%, tras haberse expandido a ritmos de 10% durante la década precedente, mientras que la productividad parece estancada y el crecimiento del PIB per cápita entre 2004 y 2013 se redujo desde 3,7% promedio anual, a apenas 0,6% entre 2014 y 2022.

Ese bajo compás de crecimiento ha impactado en la capacidad de la economía de generar empleos en correspondencia con el aumento de la población, variable cuya cadencia de incremento ha caído a menos de la mitad entre ambos períodos comparados, suscitando aumentos en el desempleo -que se ha elevado a casi dos dígitos- al mismo tiempo que el gasto y consumo de ahorros realizados por amplios sectores de capas medias, producto de la caída de las ofertas de trabajo y actividad, presenta una peligrosa baja.

¿Qué es lo que ha provocado esta ralentización?

Es cierto que, en el comportamiento promedio de la década 2012-2022, hay que incluir el impacto que la pandemia, entre 2020 y el año pasado, tuvo para la economía, el ahorro y crecimiento, fenómeno natural que, además, se añadió a las pérdidas y rezago en las decisiones provocadas por el llamado “estallido”, anomalía social que durante casi dos meses arrasó con desórdenes, muertes y daños a la propiedad pública y privada, a barrios y centros de las ciudades más importantes de Chile, afectando a miles de pequeños emprendimientos, muchos de los cuales, tras la malhadada sumatoria, salieron del mercado, mientras sus emprendedores pasaban a formar parte del extenso ejército de cesantes.

La oposición política de aquel entonces ha explicado el desbarajuste delictual, avalándolo con la masiva manifestación pacífica ocurrida el 25 del mismo mes de octubre de 2019 y que copó plazas y calles de diversas ciudades del país bajo el slogan de “no son 30 pesos, son 30 años”, apuntado con ello a una reciente alza de los pasajes del Metro y a los años de vigencia de la renovada democracia de los acuerdos inaugurada en 1990. Demás parece recordar que durante el lapso que se extendió la anarquía, hasta el 15 de noviembre, día del Acuerdo por la Paz, e incluso durante los primeros días de enero de 2020 -cuando Chile tuvo su primer contagiado con el virus Covid-19- amplios sectores de la oposición democrática callaron ante los saqueos y destrucción llevada a cabo por grupos delictuales y anárquicos, al tiempo que otros instaban a la renuncia del presidente de la República.

No obstante que el detonante de la revuelta fuera, pues, una decisión de una empresa estatal y que la reacción popular pacífica fuera resultante de factores socioeconómicos que se venían acumulando por años debido al decadente ritmo de crecimiento de la economía, desempleo y altos niveles de endeudamiento de capas medias que habían logrado acceder a mejores y mayores niveles de consumo, pero que la ralentización parecía poner en peligro, los esfuerzos de la oposición apuntaron tanto al término anticipado del gobierno, como a la redacción de una nueva carta fundamental que reemplazara la de 1980-2005, acusada de causante de todos los problemas denunciados.

La mejora de las pensiones, el fin de las AFP, las listas de espera en salud, mala educación y la dignidad, fueron banderas enarboladas en el proceso, a las que se unieron más de 90 demandas de movimientos identitarios, medioambientales, regionalismo, animalistas, pueblos originarios y/o endeudamiento estudiantil, varias de los cuales no solo dependían de una mejor administración estatal, sino que supuestamente requerían de una nueva carta magna para ser encarados, así como de una redistribución de ingresos que se realizaría mediante una nueva reforma tributaria que profundizara la anterior llevada a cabo por el gobierno de Bachelet, pero que, no obstante, p. ej, haber aumentado el gasto fiscal en salud hasta diez veces, seguía siendo insuficiente.

Pocos, sin embargo, han puesto el foco en el hecho de que la mayoría de tales exigencias corresponden a problemas derivados de una pésima administración de los recursos del Estado (más de US$ 80 mil millones anuales en el último Presupuesto Nacional) y los aún peores servicios que éste entrega no solo en educación, punta de lanza del inicio de los desórdenes callejeros de 2019, sino en la falta de medicina especializada en la salud pública o la ineficacia de los servicios fiscales en materia medioambiental, inversión pública o administración regional. Es decir, más allá de las críticas al modelo económico “neoliberal” en la superficie, en lo sustantivo las mayorías ciudadanas clamaban por un trato de mayor dignidad en la atención que el Estado, alimentado por los propios impuestos, ofrece a la ciudadanía, sin que la clase política haya tenido la voluntad o valentía de encarar la modernización del aparato burocrático el que, no obstante las enormes inyecciones de recursos, parece no mejorar y que, de acuerdo a diversos estudios especializados malgasta anualmente entre US$ 5 mil a US$ 6 mil millones.

Así y todo, el actual Gobierno ha insistido en impulsar una nueva reforma tributaria que añada más recursos al gasto fiscal y eventual redistribución de esos ingresos, sin considerar la evidencia de que ninguna de las anteriores modificaciones y cargos adicionales a la actividad ciudadana ha conseguido recaudar lo que sus promotores han anunciado y que dichos ingresos, expropiados de las manos de sus generadores originales, se han esfumado por mala administración, sin aportar el bienestar social pregonado.

Las razones de este fiasco son evidentes. Desde luego, el Estado es una estructura burocrática enorme que se extiende desde el palacio de La Moneda hasta las sedes de la última y más pobre comuna del país, pasando por los gastos y costos de una administración que debe satisfacer un rol de sueldos para los funcionarios de los tres poderes del Estado y los centenares de ministerios y subsecretarías, cortes y fiscalías, congresistas y oficinas parlamentarias, contraloría, banco central, y otras entidades autónomas, fuerzas de orden y seguridad, servicios de impuestos, aduanas, y tesorería, empresas estatales y, en fin, diputados, senadores, ministros, alcaldes, concejales y empleados públicos cuyo número más reciente apunta a unas 700 mil personas en toda la organización. Tal estructura administrativa implica un gasto fiscal anual del orden del 30% del Presupuesto Nacional, dejando, para efectos de gasto social, el 70% restante que demanda, por obvias razones, de una utilización más racional y eficiente.

A mayor abundamiento, por la propia naturaleza del gasto social, el Estado tiende a hacerse cargo de los proyectos menos rentables económicamente, tales como salud, educación o vivienda social, lo que hace no solo aumentar el lapso de recuperación del capital y disminuir el ritmo de reproducción anual de los ahorros desviados hacia esos sectores, en una proporción nada irrelevante, postergando inversiones alternativas que podrían acelerar la recuperación de esos recursos y, por consiguiente, generar mayor riqueza en menos tiempo, que culmina pagando más impuestos.

En los hechos, cálculos recientes indican que si el país hubiese crecido al 3,8% anual en la última década, es decir, solo un punto porcentual menos que la anterior, el Estado ya estaría recaudando recursos extras equivalentes al 4% del PIB, monto parecido al que las actuales autoridades buscan recaudar con la reforma tributaria propuesta y rechazada en la Cámara de Diputados.

No es, pues, ni la codicia, ni el egoísmo lo que está detrás de las posturas de diversos sectores ciudadanos -que también podría haber- en torno a la nueva reforma impositiva, sino el diseño de mejores políticas públicas que permitan conseguir efectivamente los objetivos sociales que, con el desplazamiento de más y más recursos ciudadanos hacia las arcas fiscales, a todas luces no han experimentado mejoras y, por el contrario, solo han ralentizado el ritmo de crecimiento y desarrollo del país, como muestran las cifras de crecimiento de los últimos años.

Desde el oficialismo se insiste en que tales transferencias de recursos hacia la decisión sociopolítica serían el costo que hay que pagar por “la paz social”, tal como se argumentó en materia de indultos. Pero dicha monserga tiene cada vez menos comulgantes en la medida que la experiencia muestra que ni el Estado, como órgano compuestos por personas, tiene porque ser mejor administrador de los recursos que los ciudadanos le entregan, ni que éstos no puedan satisfacer con eficacia y eficiencia requerimientos de políticas públicas, tal como lo demostraron los recientes procesos de retiros de ahorros previsionales, realizados en períodos récords de tiempo y dando cuenta de que dichos recursos estaban a nombre de cada quien, debidamente protegidos y multiplicados.

La solución a las bajas pensiones actuales o del sistema de salud no es, pues, hacer desaparecer las iniciativas particulares cuya cualidad experta es reproducir el capital en el sistema financiero nacional y mundial, sino incrementar, en el caso de las jubilaciones, el porcentaje de ahorro obligatorio mensual, el período en el que éste debe hacerse para usarlo en la vejez y mejorando, eso sí, el control sobre el manejo de esos recursos personalizados, así como el aporte que sale de impuestos generales para alimentar el pilar solidario. La insistencia en terminar con la industria de las AFP’s, aparece, mirado así, más que una bien intencionada acción política para redistribuir el ingreso, como la lucha por el “cofre del tesoro” por antonomasia para la política: los recursos de los trabajadores para pensiones y que en Chile, a pesar de todos los retiros, alcanzan a los US$ 170 mil millones, es decir, más de la mitad del PIB.

Es evidente que luego de varios años de malos resultados económicos y empobrecimiento producto de revueltas políticas y desgracias naturales, el Estado requiere de ciertos ingresos que ayuden a su mejor gestión, no obstante la urgente necesidad de revisar sus actuales modos de administración. Sin embargo, una nueva reforma tributaria, si se quiere revitalizar y mantener una economía dinámica, debe considerar el hecho que, a pesar de su proclamado foco en los sectores más pudientes, en su propuesta inicial impacta sobre recursos que tienen costo de oportunidad y, por tanto, limitan alternativas de uso, pues, por su volumen no pueden ser considerados como de consumo, sino inversión que, trasladada al Fisco, no hacen los ciudadanos, hecho que afecta la disposición de esos capitales en proyectos más rentables y de más rápida recuperación y, por tanto, de crecimiento más veloz que aumenta, en paralelo, una mayor recaudación.

Una ecuación equilibrada entre la necesidad de recursos para la “paz social” administrado por los gestores políticos del Estado y la protección del derecho de propiedad y la libertad de uso, goce y disposición sobre aquellos bienes para una más eficiente inversión de los particulares y consecuente mayor empleo, puede ser la fórmula mágica para “transar” un cambio tributario que no ponga en peligro ni el crecimiento, ni la estabilidad político-social. (NP)