Editorial NP: Reforma tributaria con modernización del Estado

Editorial NP: Reforma tributaria con modernización del Estado

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El gobierno ha iniciado una ronda de conversaciones con dirigentes de gremios empresariales y sindicales con el propósito de informar y conocer los puntos de vista de esas organizaciones respecto de las propuestas de reformas económicas y sociales que las actuales autoridades han insistido en llevar a cabo, no obstante el reciente y amplio rechazo en el Congreso a una de sus piezas clave: la tributaria.

Se trata de una estrategia impulsada por La Moneda y anunciada por el propio Presidente en su cuenta anual del 1º de junio, al informar que había decidido enviar una nueva propuesta de reforma impositiva -aunque en el modo de un Pacto Fiscal- la que sería reingresada al parlamento a través del Senado en julio próximo, una vez compartidos sus principios con diversos órganos de la sociedad civil, al tiempo que reafirmó la serie de mejoras sociales programáticas que su administración tiene pendientes y que, infaustamente, han seguido condicionadas a la recaudación de mayores tributos, es decir, poner una mayor carga impositiva al cerca del millón de ciudadanos que opera una firma, no importa el tamaño.

El camino elegido por el mandatario es riesgoso, dado que para efectos de aprobar la tramitación del proyecto en el Senado requiere de 3/5 de los votos, mientras que, como se sabe, para volver a enviar un proyecto de reforma impositiva a través de la Cámara deberá esperar un año, tras el reciente rechazo de la propuesta oficial por parte de una mayoría de los diputados.

Así y todo, el Gobierno ha decidido jugar la carta, sin muchas certezas de conseguir el apoyo suficiente en la cámara alta, aunque estimando que, conversaciones y preacuerdos mediante con organizaciones empresariales y de trabajadores, pudieran ser mejores argumentos políticos y sociales para convencer al Senado de avanzar en su aprobación.

Se podría especular que estamos frente a una estrategia mixta “recargada” del viejo slogan de la izquierda radical y del PC en tiempos de Bachelet II, de encarar los cambios estructurales teniendo “un pie en La Moneda y el otro en la calle”, aunque, por cierto, reemplazando aquella oclocrática idea de “la calle” octubrista -que recuerda con demasiada expresividad los extravíos de la revuelta del 18-O- por una de “conversaciones sociales” con colectivos civiles distintos a los partidos, con la esperanza de que, en un previsible momento tripartito “gobierno-gremios-partidos”, se pueda presionar a parlamentarios oficialistas que han desafiado la voluntad del Ejecutivo, enfrentándolos al puño sindical; y de oposición, poniéndolos de cara contra intereses de organizaciones empresariales de las que se suponen son dependientes y/o representantes.

Como hemos visto, el mandatario ha hecho depender insistentemente el éxito de su gobierno de la aprobación de una reforma tributaria respecto de cuyas propuestas originales ya queda poco o nada, pero que, en todo caso, implica exigir un aún mayor esfuerzo a los contribuyentes en momentos en los que Europa ya se ha declarado en recesión técnica; EE.UU. encara un endeudamiento histórico sin parangón que lo ha puesto al borde del default; y China intenta reactivar su locomotora en medio de complejas presiones geopolíticas y comerciales entre potencias mundiales y que abarcan desde una guerra tradicional en Ucrania, hasta enfrentamientos digital-virtuales y gravísimas tensiones en el estrecho de Taiwán. Es decir, la administración actual pide a sus ciudadanos con mayores recursos esfuerzos adicionales para solidaridad, justo cuando el 90% de los socios comerciales de Chile, que son quienes les generan recursos gracias a las exportaciones, está en complejos problemas económicos y políticos, tal como, por lo demás, lo ha podido experimentar Codelco, la estatal o sueldo de Chile por antonomasia.

Y es que insistir en aumentar los impuestos a sectores que vienen saliendo de una violenta crisis que ha hecho quebrar a centenares de compañías, luego de una paralización forzada de más de dos años producto de la pandemia, al tiempo que una segunda ola de alarma sanitaria está sonando ya a todo volumen y amenazando con la necesidad de nuevos cierres de colegios, jardines infantiles o vuelta al trabajo telemático de miles de apoderados, hace aún más inoportuna la citada reforma, tanto porque con ella se apunta especialmente a más gasto y consumo -que extendería el lapso de lucha del Banco Central en contra de la inflación provocada por los retiros de fondos de pensiones-, como porque no se ven estímulos a la inversión que pudieran suplir la caída de inversión privada nacional en momentos en los que el instituto emisor prevé un segundo semestre que recomendó la exigencia de un nuevo colchón de capital adicional a los bancos y el anuncio de compra US$ 10 mil millones para robustecer sus reservas internacionales.

Es decir, una reforma tributaria o pacto fiscal -cuya novedad radica en que si se llegara a acuerdo, se sabrá a priori y con claridad en qué se gastarán esos nuevos ingresos del Estado- solo parece posible en estos momentos si los actores políticos convergen en que su materialización se realice en un par de años más, tal como en otros dos proyectos estrella del Gobierno: el de la semana de 40 horas laborales, cuya concreción está prevista para 2025; y el sueldo mínimo de $ 500 mil, para mediados de 2024, aunque con el indispensable subsidio a las Pymes que están siendo obligadas a pagar estos sueldos en momentos en los que apenas se recuperan de la crisis pandémica.

Es cierto que la reforma tributaria original estaba apuntada a la recaudación de más recursos ciudadanos para atender insuficiencias económicas en las que hay cierto consenso en la necesidad de abordarlas de manera de atenuar eventuales reacciones sociales cuyos costos suelen ser mayores que una oportuna inversión político-social. Pero también hay convergencia técnica y política en el sentido de que el Estado chileno muestra, desde hace décadas, una estructura orgánica con espacios de ineficacia e ineficiencia cuyo sobrecosto estimado por diversos centros de estudios superaría los US$ 5 mil millones anuales, cifra suficiente como para vadear la situación 2023-2024 en materia de necesidades sociales urgentes.

Por otro lado, los especialistas calculan en cerca de 20% del PIB, es decir, casi US$60 mil millones, el gigantesco monto de evasión y elusión de impuestos, razón con la que bastaría mejorar el control sobre 10% de dicha cantidad para que, sumados a lo anterior, contar con 3 puntos del PIB adicional que espera recaudar la inoportuna reforma. Pareciera innecesario añadir el impacto para una mejor gestión del Estado el creciente aumento en las contrataciones de profesionales y empleados en el sector público, un gasto que, si bien pudiera constreñirse, tiende a morigerar momentáneamente el desempleo global que llega a casi 9% y amenaza con sobrepasar los dos dígitos, producto de la baja actividad económica privada a la que, a mayor abundamiento, se le quiere añadir más peso tributario.

De las conversaciones del Gobierno con los gremios empresariales y sindicales es probable que se consigan convergencias en aspectos de la gestión fiscal, tales como mejorar la administración de los más de US$ 80 mil millones anuales en gastos corrientes y sociales del Estado; avanzar rápidamente en mayor control de la evasión, tanto de los grandes contribuyentes como aquel de carácter hormiga y resultado de la actividad informal; y terminar y/o eliminar programas sociales mal evaluados y cuya rentabilidad social es claramente irrelevante, redestinando esos recursos al apoyo de otros proyectos que estimulen innovación, creatividad, productividad y desarrollo de capital humano para impulsar el crecimiento económico.

Resulta paradojal que, en este marco de tan obvia escases de recursos, sectores oficialistas estén impulsando acciones tendentes a recargar al Estado con más gastos permanentes sin que éste cuente con los recursos para aquello, al tiempo que rechazan y desprecian la gestión privada en la satisfacción de servicios públicos, pero que, en los hechos, alivianan la carga fiscal, al menos de parte de quienes pueden y quieren esa oferta particular y están dispuestos a pagarla.

El amenazar la existencia de tales servicios anunciando su estatización general por razones de igualdad de derechos introduce grados de inseguridad normativa que alejan a los capitales de esas relevantes áreas de la actividad económica, terminando por traspasar al Estado -so pretexto de una supuesta igualdad de resultados- el total de la responsabilidad en sostener la salud, educación, previsión y/o vivienda de los ciudadanos y colaborando así con el mayor descrédito de una gestión obligada -por ser derechos- a ofrecer servicios cuya calidad estará permanentemente mediatizada por los siempre escasos recursos de los que el Fisco dispone, y finalmente, incrementando las desigualdades con quienes pueden pagar salud, educación o previsión mediante acuerdos privados.

El Estado democrático social de derechos -que se supone asegura tales derechos sociales- es una muy sentida propuesta que se sustenta en aquella evolutiva pulsión humana a la protección y cuidado colectivo que otorga a la especie el instinto de supervivencia y que genera la lealtad de grupos. Su inicial éxito, especialmente en Europa, estuvo marcado por entornos de conflictos internos y externos en los que dichas propuestas se fueron incubando a lo largo de su convulsionada historia política y económica.

No es raro, pues, que en naciones empobrecidas por las guerras y/o buscando su unidad, en un acto de fe se haya encontrado en la idea de un Estado solidario de derechos ciertas respuestas, aún a costa de la pérdida de libertades y, desde luego, sin la certeza de que el modelo tendría éxito. Porque su instalación, no obstante su buena prensa y reputación, no es necesariamente un bien indiscutible compartido a priori, como pareciera deducirse del consenso partidista y de expertos de la comisión respectiva, como tampoco lo es, por ejemplo, que más impuestos resuelvan problemas sociales o que el traspasar recursos y ahorros propios a terceros, sea a entidades públicas o privadas, para asegurar protección de salud o una vejez digna sea virtuoso, si los recursos fueron insuficientes o mal administrados por el gestor o intermediario que fuera.

Contar con un Estado democrático social de derechos en lo formal constitucional exige de decisiones legislativas ex post que, para efectos de la vida real, pueden terminar por constreñir aún más los pocos recursos propios con los que cada uno cuenta según pudo mostrarlo la experiencia de más de medio siglo de Estados de bienestar del viejo continente. Es decir, no se debería olvidar que en la edificación de un sistema de acuerdos de coexistencia normada como los que se definen en una constitución, se tendrá que llegar a un aterrizaje y legislación específica que surtirá efectos en la vida diaria de millones de personas, pero que, una vez introducidos como leyes en la cotidianeidad, resulta muy difícil, sino imposible, de derogar o superar.

De allí pues, la relevancia para el sostén de democracias liberales sanas de ese permanente juego de acuerdos y desacuerdos en lo político partidista, es decir, en el Congreso; y no solo con las “bases sociales” o “cuerpos intermedios” -más parecido al corporativismo fascista-, en la medida que es desde la concepción de lo político, expresado por y en los partidos, que lo cultural, social o lo económico, toma forma, propósito y proyección, razón por la que, como señalara recientemente un senador de RN, si bien las conversaciones del Gobierno con empresarios y sindicatos son importantes para tener idea del impacto que los cambios tributarios tienen en quienes los pagan, no se debería olvidar que, para que las transformaciones ocurran, deben ser aprobadas por el Congreso.

En las democracias liberales, es, pues, en el parlamento -no en los gremios- en donde lo económico, social y cultural en abstracto debe responder a las pruebas de realidad a que son sometidas las ideas por la diversidad política e ideológica allí representada y en donde se deben encontrar los caminos viables ante contradicciones corrientes como v. gr. “la reforma tributaria mejorará las pensiones” vs “restar recursos en impuestos a los privados reduce el ritmo de crecimiento e impide mejorar las pensiones”, evaluando la efectividad de las diversas coherencias narrativas que en aquel escenario democrático se enfrentan.

La actual crisis puede ser buen momento para que la nueva izquierda que asumió el Gobierno con autoproclamados altos estandartes de consistencia moral y eficacia revolucionaria respecto de sus predecesores, sorprenda al país avanzando en una radical y valiente modernización del Estado que, desde las comunas y hasta el nivel central, no solo mejore su gestión poniendo al día el Estatuto Administrativo de 1989 y ajustando todo aquello que el Estado hace con los más de US$ 80 mil millones anuales que gerencia, sino también alivianando su peso sobre las personas, ahorrando y redestinando recursos malgastados hacia políticas de apoyo al crecimiento e inversión en educación, ciencia, tecnología, innovación y medioambiente.

Un Estado democrático humilde, sincero, sin arrogancias, ni desmesuras, con liderazgos jóvenes, no maleados, puede lograr un alza inmediata de la Pensión Garantizada Universal (PGU) a $250 mil hasta 2026, sin necesidad de una reforma tributaria y vadear el período de ajuste de la economía al proceso de recuperación postpandémico sin ahogar a las empresas que crean valor patrimonial, más inversión y mayor crecimiento con afanes de cambios estructurales. Así, es probable que, si Chile efectivamente crece más rápido con menos impuestos, la recaudación tributaria mejore sustantivamente, haciendo innecesario aplicar todo el peso de una nueva carga a las ya agotadas compañías nacionales de todos los tamaños. Mejor política que quitar recursos a las personas para sostener una estructura ineficiente, pareciera, entonces, hacer la estructura más eficiente y solo después ver si son necesarios más recursos para sostenerla. (NP)