Se suele afirmar que Chile es un país de centro izquierda. Un país en el que los conceptos de justicia e igualdad que la caracterizan y que impulsan habitualmente una mayor presencia o influencia del Estado en la economía, tienen, con nitidez, una fuerza inercial, tanto laica, producto de la presencia política centenaria del radicalismo; como cristiana, por la influencia de la Iglesia Católica, su impronta en la falange conservadora y, con el Concilio Vaticano II, la posterior fundación del Partido Demócrata Cristiano.
La derecha, por su parte, se ha ido conformando, casi desde la propia independencia de Chile, en un entorno resultado de una estructura económica post-colonial heredera de un aparato productivo-exportador de materias primas, definido por enclaves minero-industriales en el norte (v.gr. salitre y cobre) y una agricultura hacendal extensiva tradicional en el sur y centro sur, y cuyos intereses se han ido expresando en la conocida división política de conservadores y liberales que se ha mantenido hasta la actualidad, tanto en sus miradas respecto del proteccionismo o apertura económica, como relativas a las libertades individuales de índole ético cultural.
Si bien todas estas corrientes han valorado sustantivamente la libertad, el derecho de propiedad, el comercio y la libre empresa, todas ellas -con mayor o menor énfasis en las diversas etapas de nuestro desarrollo- han otorgado al Estado un papel más o menos relevante en la economía, probablemente producto de no haberse logrado acumular en el país el capital privado suficiente para invertir en los costosos proyectos que exige la minería extractiva a gran escala -lo que hizo abrir tempranamente esos sectores a la inversión extranjera-, o porque la colonial agricultura extensiva y de baja productividad del sur no generaba los recursos necesarios para una industrialización más amplia, hecho que, cuando fue impulsado políticamente, hacia fines del siglo XIX, provocó una guerra civil y el suicidio de un Presidente.
Dicha tradición, que ha caracterizado al conjunto de las fuerzas políticas en el desarrollo nacional en sus dos siglos de historia y que fueron definiendo a Chile como nación centro-izquierdista -no obstante sus solo tres gobiernos calificados como socialistas (1932-1938-1970), y el resto de corte liberal, liberal-conservador (nacional) o radical-, tuvo su punto de inflexión recien hacia mediados de los 70, oportunidad en la que, tras el pulso expropiador que llegó a reunir más de 500 grandes empresas y sobre 4.400 predios agrícolas en manos de la burocracia estatal encabezada por los partidos Comunista y Socialista, el país se liberalizó y abrió su economía al mundo, provocando así una profunda reorganización de su aparato productivo y, posteriormente, como resultado de aquello, uno de los saltos en crecimiento y desarrollo económico más relevantes de su historia.
De los siete gobiernos ulteriores a la administración militar y que básicamente proyectaron esa estructura económica con ajustes connaturales a las propias perspectivas político partidistas, hubo dos administraciones democratacristianas, tres de carácter socialdemócrata y dos de corte liberal conservador, reforzando la tradición electoral de favorecer mandatos de centro, sean de izquierda o derecha, no obstante la apelación proveniente de las izquierdas duras que han seguido calificando el período 1973-2019 como “neoliberal”. Un apelativo que, empero, no advierte la persistente presencia histórica del Estado en la gestión económica de gobiernos de diversa extracción ideológica y que opera, hasta hoy, en extensos ámbitos como la minería (Codelco), investigación relacionada (Centro de Investigación Minera y Metalúrgica), distribución energética (Enap), forestación (Decreto 701), agricultura (Sacor, Isla de Pascua, Comercializadora de Trigo S.A), transportes (Metro y zonas extremas), finanzas (Banco del Estado), comunicaciones (TVN), puertos (Emporchi), Astilleros (Armada) y comercio (Zofri), entre otras, así como en las decenas de líneas de subsidios sociales que significan cerca del 70% de los recursos del Presupuesto Nacional y una cada vez amplia actividad regulatoria estatal de la economía privada. Se añade a esta estructura, la nada irrelevante presencia pública en áreas como la salud, la educación y la previsión.
Es decir, la economía chilena ha mantenido -con vaivenes de diversa profundidad en términos de la presencia estatal versus la de los particulares, de la mayor o menor libertad de empresa y comercio- un carácter mixto y una gestión social con fuerte contenido subsidiario y solidario que la ubica perfectamente en un tipo de “centro” socialdemócrata, socialcristiano o social liberal, es decir, una economía de centro (izquierda o derecha), difícilmente “neoliberal”, calificativo cuyo propósito político-comunicacional no es otro que el de minimizar la efectiva influencia actual del Estado y aumentar aún más su presencia en la vida de las personas
La propia estructura institucional del Estado, que, por lo demás, está exigiendo a gritos una puesta al día en variados ámbitos de modo de hacer frente a los desafíos que trae el proceso de desarrollo que sigue de los US$26 mil per cápita alcanzados hasta ahora, muestra un carácter marcado por una ética y formas moderadas, meritocrático y centrista que, en los últimos años, se ha hecho aún más patente y que ha llevado a la Presidencia a quienes han representado mejor esa cultura.
No deberían extrañar, pues, las actuales dificultades de concordancia entre la Democracia Cristiana o el Partido Radical -tan ligados a esa cultura de las tradicionales capas medias social liberales- con orgánicas más de izquierda y mayor sesgo estatal dirigista, como el Partido Comunista o el Frente Amplio, o las diferencias que expresan con sectores de derecha más conservadores, que apelan a una menor influencia del Estado en la economía y a más autoridad, pues no solo los aleja su historia política, sino también sus objetivos libertarios, progresistas y solidarios que coinciden mejor con las visiones del tradicional centro político chileno -sea éste de izquierda o derecha- que con posturas que buscan impulsar el péndulo hacia extremos inmovilistas y autoritarios o dirigistas y totalitarios.
De allí también que sea esperable, más allá de los reproches propios de las negociaciones políticas, que los amplios sectores de tradición socialcristiana y socialdemócrata en el Congreso converjan en los necesarios acuerdos modernizadores que impulsa hoy la centro derecha liberal en el Gobierno, tal como, por lo demás, lo hiciera ésta cuando los primeros promovieron sus cambios en gobiernos de la Concertación y la otrora oposición se esforzara en convenir en ese difícil punto intermedio entre los propósitos de unos y los otros, fórmula de discusión democrático institucional que, por lo demás, le otorgó al país gobernabilidad, estabilidad, proyecciones y desarrollo que destacan en nuestra historia reciente y que responde fielmente a esa histórica cultura moderada del centro, sea este de izquierda o de derecha. (NP)



