En ciencias políticas se acepta que la unidad de propósitos, resolución de lucha y voluntad de realización de un grupo social se consigue con eficacia cuando sus liderazgos, junto con representar un propósito claro y definido que responde a exigencias del conjunto, perfilan para sus integrantes un enemigo común preciso, al que se le atribuye el siniestro propósito de oponerse a la consecución del objetivo expreso de esa comunidad de intereses y causa de todos sus males.
La estrategia ha sido sistemáticamente utilizada a través de la historia y hay innumerables ejemplos de cabecillas que han conducido a sus pueblos en función de promesas de mejor vida, de merecidas reivindicaciones y de heroicas gestas nacionales, pero que, para tales efectos, han debido enfrentar y vencer las dificultades que, para materializar sus sueños -tantas veces impracticables- levantan sus poderosos enemigos que “dificultan” y “se oponen” a que la ansiada meta sea alcanzada.
Demás parece explicar que, ofrecido el paraíso y frustrada su consecución, buena parte de quienes viven el fracaso, evitando quemar lo que han adorado, las emprenderán en contra del odiado enemigo, generando toda la irritación y violencia que puede producir el no conseguir deseos caros y poder culpar a terceros como la causa de la imposibilidad de ciertos logros.
Chile no ha escapado a esas lógicas y con motivo del plebiscito programado para el próximo 25 de octubre pareciera estar revitalizando ese pobre estado de ánimo que, si se incluyen los efectos de la recesión económica mundial, el estallido social, la pandemia y seis elecciones en 2021, amenaza con volver a inflamar los jóvenes e ingenuos corazones de quienes, como es natural, seguirán prefiriendo acusar a otros de aprietos que, por lo general, responden a conductas propias.
En efecto, la decisión de “aprobar” o “rechazar” la redacción de una nueva Carta Fundamental que reemplace a la de 2005 es solo un primer paso indispensable para iniciar un proceso que debería reflejar indubitablemente la voluntad popular. Esto, porque, de una parte, diversas encuestas muestran clara tendencia a un rechazo muy mayoritario a la actual constitución, lo cual explican por motivos de origen. Pero, al mismo tiempo, su modificación o reemplazo global nunca ha estado en los primeros puestos de las demandas ciudadanas, lo que hace dudar de la efectividad de las respuestas dadas en los citados sondeos. De allí que lo recomendable sea preguntarle al soberano, antes que nada, si realmente desea cambiar o continuar con la actual carta, en particular tras las más de 200 modificaciones que se le han formulado a lo largo de 40 años y que la han dejado bastante lejos del espíritu original de la constitución de 1980.
Ingratamente, para la simple consulta, la propaganda electoral pertinente ya comienza a plantear un escenario bipolar ficto. En él, aparentemente, quienes estarían de acuerdo con reemplazar la actual carta de 2005 se ubicarían en el lado izquierdo del espectro político, al tiempo que, quienes proponen continuar con la presente, tal cual, o realizándole ajustes para superar trabas que impedirían materializar ciertos principios político-institucionales, estarían a la derecha.
Pero es de público conocimiento que dicho cuadro no responde a la realidad. Y de hecho, el propio gobierno -que se autodefine como de centro derecha- ha optado por un papel neutral, de legítimo facilitador del proceso, evitando que sus ministros y funcionarios actúen como militantes activos de cualquiera de las opciones, no obstante peticiones expresas de dirigentes de partidos oficialistas y opositores de que se declaren como partidarios del “rechazo”de una carta a la que se culpa casi de todo.
La bipolaridad propagandística siempre busca instalar posiciones políticas precisas, cuyo objetivo es que, quienes lideran una u otra opción puedan definir sin dificultades al de enfrente como el enemigo que dificulta el bienestar. En tal caso, los dirigentes de dichas posturas consolidarán su liderazgo pudiendo así unir e influir con mayor fuerza en los adherentes y procesos que realmente importan: el uso de los resultados plebiscitarios para conseguir unidad de propósitos y resolución de lucha frente a las próximas elecciones pendientes de 2021, pero más aún, una pertinente redacción de los principios, derechos y deberes que quedarán consagrados en la eventual nueva carta o en las modificaciones de la actual.
Es cierto que, no obstante que lo que es verdaderamente relevante en la redacción de una nueva carta fundamental es, básicamente, describir un convenio social amplio cuyo objetivo sea evitar un poder del Estado que avasalle a sus ciudadanos -una tarea que cumple sin demasiadas faltas la actual-, quienes desde hace decenios vienen bregando por una Asamblea Constituyente o cambios a contar de “una hoja en blanco” ven en este propósito la posibilidad de una victoria estratégica de sus aspiraciones partidistas, pues, en la práctica, se trataría del acto final con el que culminarían 40 años de historia concebidos bajo la tuición de un Gobierno militar que aborrecen.
Buscan también una nueva carta cuyo articulado posibilite, a partir de la propia estructura y potestad del Estado, la materialización de Gobiernos cuyas políticas económicas y sociales se acomoden a sus miradas ideológicas en materia de derechos sociales y obligaciones que, aseguran, la actual les impide. Sin embargo, por ejemplo, la reciente aprobación de la reforma constitucional que posibilitó el retiro del 10% de los ahorros previsionales, así como la que se prepara en el Congreso sobre un impuesto a los super ricos, son un mentís a tales afirmaciones.
De modo similar, hay quienes consideran la actual constitución como el fundamento o pilar que ha sostenido la orgánica de poderes institucionales que, a su turno, posibilitaron las cuatro décadas de desarrollo económico, social y político más prósperas de la historia de Chile. De allí que vean en su derogación un peligro cierto de que el impulso que la carta de 1980 le dio al país desaparezca, devolviéndolo a una mediocridad de una eventual nueva constitución cuyas virtudes difícilmente superarán las de la actual.
Así y todo ¿son estas miradas sin matices realmente bloques político partidistas mayoritarios que representen a la ciudadanía de hoy? Tal vez quienes aún definen la Constitución como “de Pinochet” (1980) lo hacen para reunir voluntades de izquierda y revivir la épica del plebiscito de 1988, no obstante que dicha izquierda no participó en una acción política que consideró fraudulenta desde su inicio. O quienes la ven como “la de Lagos” (2005) converjan en la necesidad de nuevas reformas o en una redacción distinta y consensuada por el seguro de los dos tercios, que permita al Chile seguir avanzando sin conmociones y asegurando la estabilidad política que otorga la presente carta o una futura potenciada.
La tesis de los bloques homogéneos pareciera olvidarse, empero, que muchos de quienes hoy se ubican en posiciones oficialistas o militan en partidos de centro derecha estuvieron, con ocasión del plebiscito de 1988, por el “No”, entre ellos, el propio Presidente de la República y varios de sus ministros. Y si bien en la derecha muchos valoran la estabilidad que ha otorgado la actual carta, también son relevantes quienes estiman que hay que ajustarla a los tiempos, razón por la que la simpatía por estos cambios supera el 80% en las encuestas.
Entonces, en el ámbito de los matices, unos proponen “rechazar” el cambio a partir de una hoja en blanco, para luego reformar la constitución que hoy rige en los ámbitos que lo requiere. Otros, a su turno, proponen “aprobar” la redacción de una nueva, aunque con el propósito de perfeccionar libertades y derechos, es decir, en busca de un mayor consenso y diálogo amplio entre demócratas que, por lo demás, inevitablemente se establecerá en la segunda parte del proceso, gane quien gane en este primer paso.
Es decir, en materia ideológica no será una victoria de la izquierda el eventual triunfo del Apruebo, ni de la derecha, el del Rechazo, de modo que así pudiera leerse considerando su impacto electoral e impulso a la unidad opositora u oficialista para los múltiples comicios de 2021, sino una muestra de las distintas estrategias que los ciudadanos de una república democrática estiman más adecuada para reajustar, consolidar y modernizar las grandes líneas del acuerdo ciudadano que definirá las formas que adoptará la libre y solidaria convivencia en el Chile del siglo XXI.
Es cierto. Tal vez enfrentar con esa perspectiva el plebiscito del 25 de octubre le resta esa épica que algunos quisieran con propósitos de mayor participación y legitimación de sus resultados. Pero no es menos cierto que las condiciones presentes no recomiendan sino racionalidad y prudencia para enfrentar el período de varios años en los que conviviremos con serios problemas económicos que pudieran desembocar en graves dificultades sociales y de orden público.
Lo anterior perfectamente puede suceder si no fuéramos capaces de auto brindarnos reglas mínimas para proteger principios, libertades y derechos, empleos e inversión que, al menos la actual carta ha seguido protegiendo, en tanto no culmine la redacción de una eventual nueva. O que, victorioso el rechazo, se instale un Congreso constituyente que realice las reformas que una mayoría cree necesarias, pero que, como hemos visto, difieren en la profundidad y dirección de los cambios, al punto que algunos quisieran usar bipolarmente los resultados del plebiscito con propósitos revocatorios de la Presidencia de la República. (NP)



