Editorial NP: Memoria, matices y la política del todo o nada

Editorial NP: Memoria, matices y la política del todo o nada

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En Chile, el debate sobre la dictadura de Augusto Pinochet sigue atravesando, como un rayo persistente, la vida política contemporánea. A casi medio siglo del golpe de Estado de 1973, las preguntas sobre cómo posicionarse frente a ese régimen aún dividen, polarizan y tensionan el espacio público. Hoy, el epicentro de la controversia se encuentra en el comando de Evelyn Matthei, donde sectores de centro, centroizquierda e izquierda han exigido una definición clara y tajante: ¿están sus asesores, colaboradores y voceros a favor o en contra de la dictadura?

La exigencia, sin embargo, abre una reflexión más amplia: ¿es legítimo demandar una condena total y absoluta sin permitir matices? ¿O, por el contrario, la memoria democrática exige trazos gruesos que no dejen espacio para equilibrios ambiguos?

No cabe duda de que un régimen dictatorial, por definición, vulnera derechos fundamentales. En el caso chileno, las violaciones a los derechos humanos bajo la dictadura de Pinochet están documentadas, reconocidas incluso por informes oficiales, y constituyen una herida que atraviesa generaciones. Sobre ese punto no puede haber relativismo moral: los crímenes cometidos son inaceptables y no prescriben en la conciencia democrática.

El problema surge cuando se pretende trasladar esa condena —indispensable en lo ético— al terreno de la política actual de manera binaria, exigiendo que cada actor se pronuncie con un sí o un no, con una adhesión total o una negación sin matices. En esa dinámica, el debate sobre el pasado corre el riesgo de transformarse en un instrumento de deslegitimación presente.

Una parte del electorado, particularmente aquellos cercanos a la derecha liberal o moderada, sostienen que, si bien condenan las violaciones a los derechos humanos, también es posible reconocer que el régimen de Pinochet impulsó políticas económicas que, en su visión, sentaron las bases del desarrollo posterior de Chile. Otros, con igual sinceridad, subrayan que la dictadura logró restablecer cierto orden en un contexto de crisis política y polarización, aunque a un costo inaceptable en materia de libertades.

Ese tipo de miradas, incómodas para muchos, ponen sobre la mesa un dilema clásico: ¿es posible separar los distintos planos de un gobierno dictatorial —sus horrores y sus logros— o la magnitud de los crímenes cometidos anula cualquier otra consideración?

La izquierda suele rechazar cualquier intento de diferenciación, argumentando, con razón, que nada puede justificar la tortura, el asesinato y la represión. Pero, al mismo tiempo, varios de esos sectores han sido más indulgentes frente a dictaduras de signo opuesto, como Cuba, Venezuela o la China de Xi Jinping, destacando sus avances sociales o su resistencia al imperialismo, y relativizando al mismo tiempo las denuncias de violaciones sistemáticas de derechos humanos.

La pregunta entonces se vuelve inevitable: ¿por qué exigir definiciones absolutas frente a la dictadura chilena, mientras se aceptan posturas más ambiguas respecto de otras dictaduras?

La política chilena parece atrapada en una trampa de coherencia selectiva. Desde el progresismo se demanda a la derecha una condena total a Pinochet, sin espacio para reconocer nada positivo, mientras que, desde esas mismas veredas, se justifica o se matiza el autoritarismo de izquierdas en otras latitudes.

Al mismo tiempo, desde la derecha más dura, persiste la tentación de reivindicar a Pinochet como estadista, minimizando o relativizando las violaciones a los derechos humanos. Esa defensa a ultranza resulta tan problemática como la indulgencia con las dictaduras socialistas: en ambos casos se instrumentaliza la historia, según la conveniencia ideológica.

Lo que se pierde en este juego cruzado de acusaciones y exigencias es la posibilidad de un debate más honesto y maduro, que reconozca la complejidad de los procesos históricos sin justificar lo injustificable.

El trasfondo de esta polémica es, en realidad, una cuestión de principios. La democracia no puede ser negociada ni relativizada: es el único sistema que garantiza, con todas sus imperfecciones, el respeto a la dignidad humana. Por eso, cualquier dictadura —de izquierda o de derecha— debe ser condenada en su esencia.

Pero reconocer esa verdad no implica borrar la historia ni negar los efectos que determinadas políticas pudieron tener en otros planos. Del mismo modo, condenar la represión en Cuba o en China no significa desconocer sus avances en salud o educación. La madurez democrática consiste en sostener ambas afirmaciones al mismo tiempo: condenar sin reservas las violaciones a los derechos humanos y, a la vez, analizar críticamente los aspectos sociales, económicos o políticos de esos regímenes.

En este contexto, la candidata Evelyn Matthei enfrenta un desafío complejo. Su biografía, ligada al entorno militar y a un padre que participó en la Junta de Gobierno, la obliga a un escrutinio mayor en cuanto a su posición frente a la dictadura. El silencio o la ambigüedad pueden ser interpretados como complicidad o complacencia, lo que erosiona su credibilidad frente a un electorado amplio que exige definiciones claras.

Sin embargo, imponerle a su comando un pronunciamiento totalitario en el sentido contrario —“o están 100% en contra o son cómplices”— también reduce el debate a una caricatura. Los ciudadanos merecen algo más que consignas; merecen una reflexión seria sobre la historia, con reconocimiento de responsabilidades, pero también con capacidad de análisis crítico.

Quizás el gran desafío de la política chilena, más allá de Matthei y su campaña, sea superar la lógica del todo o nada. La memoria democrática no puede ser selectiva ni utilitaria; debe ser integral y consistente. Eso implica condenar tanto las violaciones a los derechos humanos en Chile bajo Pinochet como aquellas cometidas por gobiernos de izquierda en otras partes del mundo.

Solo una memoria que no relativiza ni justifica puede servir como base sólida para la convivencia democrática. Pero, al mismo tiempo, esa memoria debe ser capaz de analizar los distintos planos de la historia sin miedo a la complejidad. Porque si reducimos el pasado a un ejercicio de adhesiones incondicionales, corremos el riesgo de empobrecer la política y de perpetuar las mismas polarizaciones que nos han acompañado durante décadas.

La discusión en torno al comando de Matthei es, en el fondo, un espejo de nuestra dificultad para reconciliarnos con la historia. Nos cuesta aceptar que un régimen pueda ser condenado en lo moral y, a la vez, estudiado en sus dimensiones políticas y económicas. Nos incomoda admitir que hemos sido incoherentes al juzgar dictaduras según su signo ideológico.

Quizás el paso hacia una democracia más madura no sea forzar a todos a definirse con un “sí” o un “no”, sino aprender a convivir con la complejidad. Condenar sin matices las violaciones a los derechos humanos, siempre; pero permitir, al mismo tiempo, un análisis sereno de los procesos históricos, sin dogmas ni tabúes.

Al final del día, la democracia no se fortalece exigiendo juramentos de pureza ideológica, sino promoviendo un debate honesto, coherente y plural. (NP)