Editorial NP: Mejor que arreglar, redactar una nueva

Editorial NP: Mejor que arreglar, redactar una nueva

Compartir

Si Ud. cree en la igualdad ante la ley, seguramente la entiende como la norma que obliga a todos y, por consiguiente, rechaza la discrecionalidad del poder del Estado para imponer, mediante su fuerza de coacción, determinadas formas arbitrarias de convivencia entre ciudadanos. Asimismo, con certeza entenderá el concepto de Estado nación como aquel grupo de personas que, dentro de un determinado territorio, conviven respetando sus diferencias bajo el imperio de reglas consensuadas y únicas y, en el evento de las naturales diferencias, que aquellas sean resueltas pacíficamente a través de un poder independiente del Ejecutivo, el Judicial, cuyos partícipes, basados en leyes dictadas por otro poder autónomo, el Legislativo, las aplique de modo equitativo e imparcial. Tal es la concepción tradicional de la democracia liberal.

Sin embargo, si Ud. cree que la nación es, en realidad, un grupo de personas unidas por una lengua y sangre común, bajo una misma cultura y creencias que las reúnen en tanto espíritu colectivo o “volskgeist” trascedente, probablemente su derivada argumental lo llevará a interpretar al no “nacional” como elemento extraño al cuerpo social, y por lo tanto, como amenaza respecto de la cual leyes escritas o consuetudinarias que guían la justicia del colectivo, no le son aplicables o lo son de modo discrecional. Al mismo tiempo, el propio Estado-nación que emerge de esas ideas, requerirá, necesariamente, de la guía fuerte y corporativa de líderes leales a esa sangre, lengua y cultura común, así como de una jerarquía que asegure la predominancia de las ideas que protejan a la nación de la impureza proveniente de la apertura a los intercambios culturales, de bienes, servicios y doctrinas foráneas. Tal es la concepción prototípica de gobiernos autoritarios, iliberales o tiranías.

Es lógico, en consecuencia, que quienes defienden la igualdad ante la ley que emerge de la democracia liberal, entiendan la nación como aquel conjunto de personas que sin importar su sangre, raza, cultura, religión, género, oficio, rango o riqueza, se reúnen bajo el mismo respeto a leyes consensuadas y aprobadas a través de sus representantes en el poder Legislativo y el Ejecutivo, y, por tanto, sean partidarios de sociedades abiertas, plurales,  tolerantes y participativas, al tiempo que decanten por un Estado nación unitario, cuyo destino ontológico es el estar al servicio y proteger los múltiples y diversos intereses y proyectos de vida que cada ciudadano libre puede edificar para sí y los suyos, bajo su amparo y marco de respeto a la ley e instituciones democráticas.

Pero la mecánica argumental que surge tanto de la concepción de Estado-nación como un órgano de “dominación de clase” o de una institucionalidad diseñada para la defensa de intereses de cierto tipo especial de individuos o grupos caracterizados por su raza, sangre, descendencia genética o “volksgeist”, conlleva a la conformación de sistemas político-administrativos que, conducidos bajo el axioma de la reivindicación popular o racial, se va plagando de discrecionalidades. Y si bien, para ciertos casos, pudiera entenderse necesaria, temporalmente, aquella discrecionalidad positiva, de modo de equilibrar las inequidades propias de la libertad -como en los casos del género, discapacidad o multiculturalidad indígena-, las arbitrariedades que emergen terminan por aplastar la libertad de quienes, por razones del azar o contingencia, no son poseedores de las condiciones sociales, de género, raciales, de sangre o descendencia genética que se exigen para obtener determinados privilegios, un desequilibrio que necesariamente culmina en la imposición y el autoritarismo, tal como, por lo demás, se observa y lo han experimentado diversos países durante el siglo XX e inicios del XXI, convulsionados por enfrentamientos de clases, tribales, raciales y/o religiosos, incentivados por las arbitrariedades del poder político así entendido.

La democracia liberal, por su parte, no exige nada más -pero nada menos- que el respeto a las leyes que rigen la conducta de sus partícipes, de manera que cada quien pueda construir los sueños que estima propios de su cultura, tradición, religión o forma de ver el mundo, para así dar a luz una vida más plena, al tiempo que, posibilitando la libre expresión, de opinión, religiosa, de emprendimiento, propiedad o de tránsito de las personas, todos puedan intercambiar ideas, bienes y productos entre sí, desde y hacia todo el orbe, de modo que cada cual gane en diversidad, tolerancia, pluralidad, variedad, calidades, innovación, desarrollo y crecimiento, merced a la maximización que impulsa la ventaja comparativa que oferta y demanda aprovechan en esos intercambios.

Para aquello, sin embargo, es menester, primero, un sistema político institucional que asegure que los resultados del propio trabajo, de la inventiva o innovación, de la postergación del consumo presente o ahorro, la inversión y riesgos asumidos al efecto, tengan recompensa para quien realiza esos esfuerzos, de manera que la apuesta adquiera sentido de mediano y largo plazo para él y los suyos. Cuando una institucionalidad no entrega dichas certezas, la economía en general declina, porque quienes estarían dispuestos a empujar el carro del desarrollo mediante los riesgos de exponer una inversión en determinados proyectos, prefieren no hacerlo y, habitualmente, buscan otros Estados-nación en los que su trabajo esté protegido con un denso y consistente derecho de propiedad y contra la arbitrariedad expropiadora del Estado. Los ejemplos de tales evidencias son visibles tanto hoy como en la historia pasada y reciente del mundo.

En los hechos, la misma reciente polémica pre plebiscitaria referida al tema de la herencia de los fondos de pensiones o de las viviendas sociales asignadas a ciudadanos con subsidios del resto de los contribuyentes canalizados por el Estado, ha mostrado la potencia de esa idea, al punto que los mismos partidarios del “Apruebo” han terminado por comprometer -aunque con la ineludible opacidad de quienes tienen distintas concepciones del mundo- una interpretación del texto convencional post- plebiscito, más consistente con el derecho de propiedad y respectiva herencia de ahorros previsionales individuales y/o eventuales viviendas sociales asignadas, de forma que aquel no se vea debilitado -como sí lo está en el texto convencional- en caso de ganar dicha opción.

Porque este no es sólo un problema de interpretación. El hecho de que tan relevante institución humana haya quedado imprecisamente redactada, no obstante ser parte de la carta universal de los DD.HH., muestra en sus redactores cierta voluntad contraria a la intangibilidad del mismo -propuesta que es consistente, sin embargo, con la idea de un Estado plurinacional del que deben emerger nuevos “territorios nacionales” y propiedades aún no declaradas en casi toda su larga geografía-, con el agravante de que una reinterpretación más cercana a la de una democracia occidental, que el socialismo democrático y liberalismo social pro gobierno han impulsado, ha sido, casi de inmediato tras la firma del acuerdo, puesta en duda por el presidente de Partido Comunista, quien, como se sabe, ha formulado un curioso disclaimer mediante el cual la colectividad no asegura su voto reinterpretativo reformador en el Congreso porque “habrá debate popular”.

Es de esperar que tal “debate” no sea una forma oblicua de insinuar que, en caso de que las leyes interpretativas de la nueva carta no sean del agrado de la extrema izquierda, en las calles y rodeando el parlamento habrá nuevos desórdenes como los que obligaron al acuerdo del 15 de noviembre, tal como, por lo demás, otros dirigentes del FA, con anterioridad, han advertido si gana el Rechazo, aduciendo que el malestar que desató el 18-O fue consecuencia de la constitución actual -que, en tal caso, seguiría vigente- y no de las bajas pensiones y sueldos, irritantes filas y esperas en consultorios y hospitales, educación pública de mediocre a mala, abusos empresariales, desidia política, un alto endeudamiento de las capas medias para subsistir, pagar dividendos, cuotas del retail y una educación universitaria discutible de sus hijos.

A mayor abundamiento, las preocupaciones por el modo de interpretar la carta, un proceso que es ineludible al lenguaje natural dada su imprecisión contextual, no solo han invadido a amplios sectores ciudadanos partidarios de la democracia liberal actual, aún con todas sus diferencias y matices reformistas en diversas áreas de ajustes periódicos inevitables en sociedades progresistas, sino también a quienes, habiendo votado por la redacción de una nueva constitución y partidarios expresos del “Apruebo”, han manifestado sus temores de que el texto pudiera concluir siendo revisado bajo la norma de un “Chile, país plurinacional”, con todas las posibles consecuencias de las que sí son partidarios los movimientos sociales y partidos de extrema izquierda reunidos en la coalición Chile Apruebo Dignidad; y no necesariamente desde la más occidental perspectiva de “Chile, Estado democrático social de derecho” del que son depositarios las colectividades de centroizquierda agrupadas en el “Socialismo Democrático”.

Desde luego, en la propia “sala de máquinas” -su sistema político- la nueva carta permite la dictación de leyes claves para la materialización de las propuestas constitucionales señaladas mediante mayorías simples, hecho que perfectamente -si bien no, eventualmente, en el actual Congreso, posible en el próximo o subsiguiente- puede llevar a Chile hacia un Estado plurinacional subdividido en 11 naciones, sin límites territoriales definidos, haciendo morder a todos la manzana de la discordia entre chilenos y por muchos años. Es decir, los problemas de la propuesta convencional no son solo de aclaraciones particulares, más o menos, sino de diferencias conceptuales profundas en lo que se entiende por un Estado democrático social y de derecho.

Demás parece reiterar que esa preocupación alcanza hoy a prácticamente todo el arco político nacional, porque, de otra manera, no habría habido firma de un compromiso del oficialismo, ni una petición expresa del mandatario para ello, a no ser que el acuerdo se haya materializado por meros motivos electorales y parte de una operación “tranquilizante”. Sin embargo, si eso así fuera, el resultado no ha sido el esperado, pues ha puesto de relieve nuevamente las históricas divisiones ideológicas entre sectores reformistas y revolucionarios en la izquierda, una revelación que añade duras trabas conceptuales al proceso de cambios si gana el “Apruebo”, una incertidumbre mayor, máxime cuando una serie de normas sustantivas comienzan a regir “in actum”, sin transición y apenas a nueva carta sea publicada en el Diario Oficial.

Si a estos desequilibrios del sistema político propuesto por la Convención, con una Cámara de Diputadas y Diputados con poder sobredimensionado, pero altamente inestable en sus decisiones, dadas las mayorías simples que requiere para legislar áreas complejas del quehacer social; una Cámara de Regiones (ex senado) asimétrica, sin capacidades legales para revisar cuestiones nacionales tan relevantes como los sistemas de salud, educación, previsión o vivienda; un poder judicial diseñado para ser integrado a la lógica de un Estado compuesto por 11 descendencias raciales o genéticas, con sus respectivos territorios autónomos por definir y propios sistemas judiciales; así como un Ejecutivo que oscila entre la máxima debilidad, cuando tenga una Cámara opuesta a sus posiciones y que, además, cuenta con facultades propias de gasto fiscal; o una fortaleza cuasi dictatorial, en caso de contar con un Congreso favorable, hace muy recomendable, pese a las advertencias del Presidente de que un nuevo proceso constitucional crearía aún mayores incertidumbres que modificar la nueva carta, que la clase política revise las demandas ciudadanas previas al estallido del 18-O y, escuchando esa voz, se acuerde proceder a redactar una nueva y mejor constitución mediante un método democrático, participativo y en tiempos acotados que, aprovechando los dos procesos constitucionales ya realizados, termine en un proyecto a plebiscitar no solo más acorde con nuestros fundamentos republicanos, sino que, realmente y con sentido de urgencia, reoriente esa nueva carta hacia caminos ciertos de resolución de las carencias sociales, económicas, ambientales, de género y/o identitarias que fueron las que, en efecto, hicieron desembocar al país en la presente coyuntura. (NP)