Comúnmente se atribuye al concepto de “libertad” la errónea definición según la cual aquella describiría el “hacer lo que queramos o lo que nos plazca”. Nada más lejos de su real dimensión escatológica, aunque, por cierto, dada la amplitud de sus usos, los límites de su hermenéutica son siempre difusos y, por consiguiente, motivo de permanente polémica, en especial en lo político.
En efecto, libertad en español tiene su origen etimológico en el “libertas” latino, cuya significación, según la Real Academia de la Lengua, se aplica generalmente al individuo, a la persona que es quien tiene la capacidad de actuar según los dictados de su propia voluntad, guiada -se entiende- por la consciencia o conocimiento de las consecuencias internas y externas de sus actos; es decir, el libre es sabedor que responderá por su conducta (es responsable de ella), y que, dado que la persona, no obstante individuo, es también ser social, sus actos deben ser llevados a cabo intentando siempre acatar con prudencia las normas que el conjunto de hombres libres con quienes interactúa, se han dado para convivir armoniosamente.
En su reverso, el estado de libertad define, por consiguiente, las circunstancias o condiciones de quien no es esclavo, ni siervo, ni sujeto obligado al deseo o voluntad de otros de manera coercitiva. Tampoco lo es quien, sin las contenciones propias del estado de civilización (de consciencia y conocimiento), perdiendo su templanza, cede ante pulsiones básicas e instintos, siendo arrastrado a irrumpir de modo injusto e irracional en los ámbitos de las libertades de los otros.
No es, pues, libre, quien se ve obligado coercitivamente a hacer la voluntad de otros, pero tampoco lo es aquel que, impulsado por sus ímpetus naturales, busca imponer a otros, mediante la fuerza, deseos o pulsiones que trasgreden el convenio social, es decir, aquel ámbito de interacciones legítimas que los hombres y mujeres libres se han dado, delimitando lo que está bien de lo que está mal y que se suele resumir en la sentencia de “no hacer a otros lo que no quieres que te hagan”.
Tal libertad, éticamente sustentada de ese modo, no atiende, entonces, a la aseveración de determinadas o específicas conductas o a la imposición social de ciertos valores positivos, como sucede con la dogmática, sino que apunta a una dinámica de vínculos intersubjetivos basados en el sentido común y el principio de no agresión. John Locke, padre del llamado liberalismo clásico, dispuso la “libertad” como derecho humano, junto a «la vida y la propiedad”: siendo el propio cuerpo parte de los bienes de un hombre es, por lo tanto, propiedad que garantiza su vida y seguridad, tanto como la de sus otras posesiones.
Es interesante observar que la palabra inglesa para libertad, freedom, cuya raíz indoeuropea significa “amar”, tiene idéntico origen etimológico que la palabra miedo, afraid, como su antónimo. Vivir sin libertad es vivir con miedo. De allí que, desde una perspectiva social, se entienda la libertad como el disfrute de hacer y decir todo aquello que no se oponga a las leyes ni buenas costumbres instaladas en una sociedad dada. No parece, pues, simple coincidencia que el liberalismo político tenga en pensadores anglos del siglo XVIII su base de desarrollo filosófico, social y político.
Como se ve, libertad y ética son conceptos intrínsecamente interrelacionados en la medida que, de una parte, la libertad implica siempre un otro (no se entiende propiamente libre a un individuo que vive solo en una isla desierta) lo que importa necesariamente convenios de coexistencia y, de otra, porque siendo la libertad una idea intersubjetiva, ella no existe sin la indispensable templanza y fortaleza conductual proveniente de ese acuerdo en el que ésta puede desplegarse. Por eso, el “hacer lo que queramos o lo que nos plazca”, sin respetar las normas preexistentes en un entorno social dado, no es libertad, sino libertinaje, ley de la selva, ruptura civilizatoria, cuyas consecuencias nos interpelan y responsabilizan a todos, en especial cuando el contrato social tiene su origen en la voluntad política mayoritaria de los pueblos, es decir, en democracia.
La sentencia del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Quebec señalaba: “la democracia no puede existir en ningún sentido real de la palabra sin el imperio de la ley. Es la ley la que crea el marco dentro del cual la voluntad soberana puede ser comprobada y llevada a la práctica”. No hay, en consecuencia, voluntad soberana en la trasgresión de acuerdos o en el “hacer lo que queramos o lo que nos plazca”, sino en un cuadro de normas que delimitan las conductas de quienes coexisten en una sociedad cualquiera. La sujeción voluntaria y consciente a dicha ley -que no la obligación- es la que da sentido ontológico a la libertad en su dimensión civilizatoria –implica vencerse a sí mismo, superando el estado de naturaleza- y es fundamento del sistema democrático que protege la libertad, junto a la vida y la propiedad como derechos humanos inalienables.
Se puede calificar de ingenuidad el suponer comportamientos sistemáticamente adecuados a la ley. La experiencia diaria y la historia insisten en mostrarnos precisamente lo contrario. De allí la necesidad de instituciones que alinean la conducta y controlan lo socialmente bueno en función de una convivencia más armónica. El Estado es, en tal orden de cosas, el paradigma institucional por excelencia. Aquel, en su moderna división de poderes de ejecución, generación de leyes e impartición de justicia -todos antaño en manos del monarca absoluto- si bien sigue detentando un enorme y peligroso poder de coerción sobre sus súbditos, resulta ser el único legítimo, pues permite prevenir y ordenar comportamientos que dan marco y sentido a la libertad del conjunto. Desde luego, el Estado democrático no se conduce idealmente sino del modo en el que mayorías ciudadanas circunstanciales -expresando su voluntad soberana a través de representantes en los poderes electivos- van ajustando las normas y adecuándolas progresivamente a las exigencias de los nuevos tiempos económicos, políticos, sociales y culturales.
La enorme relevancia que, por consiguiente, tiene la expresión formal de nuestras voluntades individuales mediante los variados mecanismos de participación en la vida del común de las personas, emerge aquí con toda claridad, pues, más allá de las imperfecciones de la competencia democrática, de sus insuficiencias, de los sucios juegos y triquiñuelas del poder, el alejarse de la política, del interés por la cosa pública, del destino y fiscalización de las instituciones republicanas, abre las puertas a que grupos de audaces o interesados accedan al poder del Estado y desde allí realicen sus estrategias de ajustes normativos que les permitan acumular el poder suficiente como para -con leyes débilmente apoyadas y dictadas merced a la indiferencia ciudadana- concluir subyugando a las mayorías.
Es cierto. La libertad hasta nos permite no participar en los asuntos de la ciudad. Idiotas llamaban los griegos a aquellos abstinentes. En su favor se puede argüir que no hay canales fluidos para esos propósitos, que la lucha política es repulsiva y escabrosa, que la democracia ni siquiera asegura mejor destino económico o político que otros modos de organización, o que las decisiones que adoptan las elites no inciden en nuestras vidas. Pero la libertad de no hacer -muchas veces adormecidas por la ilusión de “estar ahí” que permite el “posteo” en redes sociales- tampoco escapa a la responsabilidad que implica esta autoexclusión: la indiferencia -más temprano que tarde- lleva a perder parte de nuestras libertades, al tener que acatar las consecuencias de no haber luchado oportunamente por defenderlas.
La aparente y febril “actividad política” que muestran las redes sociales no es más que un espejismo: la brillantez de su fulgor diario, si bien pudiera deslumbrar por momentos, carece del vigor y eficacia de la gestión propiamente política. Sus opiniones, tantas veces exaltados juicios y masivos gruñidos catárticos que suelen encabezar los “likes” contra elites elevadas a los altares de la democracia por nuestras propias decisiones electorales, no consiguen la densidad requerida para la conducción de una entidad tan compleja, en profundidad y amplitud, como el Estado y sus instituciones.
La relevancia de los partidos políticos para el porvenir de la democracia no está, pues, en discusión. Tal vez lo esté su forma administrativa u orgánica. Los partidos mantienen cierta lógica de poder estructurado y vertical. Las redes se saltan estructuras jerárquicas y las comunicaciones son cada vez más horizontales. El pueblo interpela en directo a las elites y sus demandas se coordinan de modo atópico y asíncrono, extenso y diverso. En tal barahúnda no hay exigencias estructuradas -que no sean las encuestas- que permitan la adopción de políticas y programas que respondan fielmente a esa explosión de intereses desatados por la libertad.
La democratización del acceso a la información y poder de comunicación de intereses y aspiraciones en un entorno cada vez más plural, global y diverso, estimula miradas de mundo más pragmáticas que ideológicas. Pero principios y derechos como la libertad, igualdad y solidaridad y sus virtudes coadyuvantes -justicia, prudencia, fortaleza y templanza- son valores ineludibles a la hora de la gestión de todo poder político, social, religioso, cultural o económico, es decir, ciudadano. (NP)



