Editorial NP: Las elites y el derecho a vivir en paz

Editorial NP: Las elites y el derecho a vivir en paz

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Junto con la necesidad de colaboración para abordar las múltiples tareas de supervivencia, procreación y creación atingentes a los individuos y que exigen del colectivo, es probable que la seguridad física de cada quien esté entre las primeras y más relevantes que se acuerdan explicita o implícitamente entre los participantes del convenio de protección mutua, en especial si, además, esos grupos están compuestos por personas que llevan la misma sangre y conforman una familia, familia ampliada o un clan.

Son dichos “lazos de sangre” o su “gen egoísta” asociado, como diría Richard Dawkins, lo que explica el fuerte impulso de protección de padres a hijos, la férrea unidad de acción de los primeros grupos de cazadores recolectores, así como las iniciales dinastías rectoras de las ciudades Estado (y de las más recientes, como la de Corea del Norte), aunque también sus luchas internas, una vez que la cantidad ha modificado la calidad de esos lazos extendidos, no solo por la ampliación de nexos de los propios participes originales del grupo o clan hacia otros, sino la incontinencia sexual de sus líderes, algunos de los cuales llegaron a procrear no solo cientos, sino miles de herederos, como el caso del Gengis Khan, provocando cruentas luchas de poder entre sus múltiples “sucesores alfa”.

Roma, el imperio por antonomasia surgido a partir de la ciudad-estado, debió su estabilidad y posterior desarrollo y poder a la buena gestión conseguida por el consenso entre las diversas “gens” patricias que habitaban en las siete colinas, mientras que Grecia-Macedonia alcanzó estatus de imperio e instaló su lengua como primer idioma estándar, unificando relatos y leyes, gracias a solo tres generaciones concluidas con Alejandro Magno, tras lo cual sus generales se hicieron cargo de partes del enorme territorio conquistado, desmembrándolo.

Chile y los diversos países de América latina tienen historias similares en la formación de sus distintas naciones en la medida que sus independencias fueron impulsadas y consolidadas por la coordinación de una cantidad reducida de familias líderes que, logrados los respectivos acuerdos -no sin antes tentar fuerzas en sendos enfrentamientos internos- consiguieron estabilizar un cierto modo de conducción de la gestión gubernativa, aplastando a unos y abriendo espacios a que las otras corrientes de convivencia local asociadas pudieran materializar sus propios objetivos. Cada vez que dicho convenio fue rebasado por los sectores que ocupaban el poder del Estado-nación en desarrollo, se desataron luctuosos choques internos, lo que ocurrió en casi todas las ex colonias de la región, una vez perdida la unidad forzada que otorgaba la monarquía española.

En ese proceso, antes, durante y después de que las sociedades latinoamericanas entraran en el proceso cíclico de volverse contra sí mismas -o contra otras-, la cuestión de la seguridad física de los habitantes ha sido un tema crucial y así lo entendían los conductores de aquellos nuevos Estados, entre quienes, v.gr. en Chile, el ministro Diego Portales, llevó dicho compromiso hasta la puesta en práctica de las llamadas cárceles móviles, verdaderas jaulas rodantes donde se detenía a los delincuentes. Y en la actualidad, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha ocupado los primeros lugares en los medios al desatar una guerra contra las pandillas que asolaban a ese país y construido una mega cárcel en la que mantiene bajo estrictas medidas de seguridad a más de dos mil presos.

Tanto las acciones de Portales como las de Bukele son miradas con cierta suspicacia y rechazo por sectores que recuerdan que el ministro chileno señalaba en una carta a Antonio Garfias en 1834 que “De mí se decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas”, añadiéndole que “En Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea para producir la anarquía, la ausencia de sanciones, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad. Si yo, por ejemplo, apreso a un individuo que sé que está urdiendo una conspiración, violo la ley. Para proceder, llegado el caso del delito infraganti, se agotan las pruebas y las contrapruebas, se reciben testigos, que muchas veces no saben lo que van a declarar, se complica la causa y el juez queda perplejo. Este respeto por el delincuente, o presunto delincuente, acabará con el país en poco tiempo”.

Y en el caso de Bukele, parte de la ciudadanía ha protestado contra los abusos de poder del gobierno tras la destitución de los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y del Fiscal General, la elección por parte de la Asamblea Legislativa (controlada por el partido del presidente) de los nuevos integrantes del Consejo Nacional de la Judicatura (CNJ), institución encargada de seleccionar los jueces ante la Corte Suprema; el cierre de la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIES), el socavamiento del acceso a la información pública y autonomía del órgano garante, el Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP); y la consolidación del poder en torno a su figura, mediante cambios constitucionales que buscan que Bukele compita por un segundo mandato consecutivo en 2024 y que incluye la extensión del período presidencial a 6 años.

La división y enfrentamiento sin punto intermedio entre las elites dominantes y desafiantes, tanto en los tiempos de Portales, en Chile; como, en los de Bukele, hoy, en El Salvador, está en el origen del aumento de la belicosidad y el desorden interno de los países, hecho que debilita la acción de sus instituciones vigentes -a la espera de las eventuales nuevas- y, por consiguiente, abre las puertas para que la delincuencia y/o la trasgresión habitual de las normas comúnmente aceptadas, aumente progresivamente en cantidad y calidad, debilitados ya los muros civilizatorios de la ley existente por discursos tanto reivindicativos, como justificatorios.

En el caso de Portales, que como producto de tales divergencias murió asesinado y su presunto autor, colgado y decapitado, tras realizarse en 1829 una elección presidencial en la que resultó reelecto Francisco Antonio Pinto y con la segunda y tercera mayoría, los conservadores Francisco Ruiz-Tagle y José Joaquín Prieto, la mayoría liberal del Congreso prefirió designar vicepresidente a Joaquín Vicuña, cuarta mayoría, lo que desencadenó una rebelión opositora -de pelucones, estanqueros y o’higginistas- y que culminó con la renuncia de Pinto y la entrega del poder al Presidente del Congreso, el liberal Francisco Ramón Vicuña. Como consecuencia, el ejército del sur comandado por José Joaquín Prieto se rebeló, avanzando hacia Santiago donde, los conservadores, comandados por Diego Portales, organizaban un levantamiento y el comienzo de la guerra civil de 1829, un conflicto que continuó hasta el 16 de abril de 1830, fecha de la batalla Lircay, cerca de Talca, donde las tropas de Ramón Freire fueron derrotadas por Prieto, dando fin al gobierno liberal e iniciando la denominada “época portaliana”.

En el de Bukele, asumió la presidencia el 1° de junio de 2019 luego de derrotar en primera vuelta y con el 53,1% de los votos a las dos principales fuerzas políticas que se alternaban en el poder, ARENA y FMLN, aunque debió coexistir con un Parlamento que aún estaba dominado por la oposición hasta el 2021. Enarbolando denuncias de bloqueo a su agenda de gobierno, en febrero de 2020, tropas del Ejército Nacional irrumpieron en el edificio legislativo con el objetivo de forzar la aprobación de un crédito internacional destinado a financiar el plan de Bukele contra el crimen. Así, los resultados de las elecciones legislativas de febrero de 2021, y con un discurso centrado en la crítica a la “vieja política”, el partido del presidente “Nuevas Ideas” logró una aplastante victoria con más del 70% de los votos, por lo que desde el 1° de mayo del 2021, Bukele cuenta con mayoría propia y mayoría calificada con el apoyo de su aliado GANA en dicho congreso.

Dos ejemplos de resolución de conflictos internos superados, el primero, mediante la fuerza de las armas y el segundo, a través de medios democráticos, pero ambos con resultados que implican un grave desbalance de poder, lo que no solo afecta la sustancia de la democracia liberal y los derechos que ella protege, sino que augura para Bukele un mal término de su mandato, fenómeno que, como en el caso de Portales, ya comienza a observarse con manifestaciones -inéditas hasta ahora- bajo la consigna “Por la democracia y el restablecimiento del Estado de Derecho”. La ciudadanía ha protestado contra abusos de poder del gobierno, remoción ilegal de jueces, consolidación del poder en torno a una sola figura, alegando, además, criminalización de las expresiones políticas opositoras y trato a sus participantes de terroristas, así como de culpar a un miembro del comité ejecutivo de la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES), por el mero uso de la libertad de expresión.

Tienta, es cierto, revivir viejas prácticas aristocráticas, plutocráticas o monárquicas medioevales para encarar un desorden iniciado originalmente por la escisión de elites de sangre, función y estamentos de diversa naturaleza, que es lo que termina abriendo las puertas a la relativización de normas morales y civiles que rigen la sociedad en los momentos de ajustes o cambios. Los siete carabineros muertos y más de 800 heridos este año, la actividad impune de un grupo jóvenes insensatos disparando cientos de balas al aire y provocando el miedo superviviente de miles de ciudadanos decentes, atrincherados en sus hogares; o la de otros que, como hienas tras el animal herido, atacan a automovilistas que con sacrificio han conseguido lo que tienen en las llamadas encerronas; o de aquellos asaltantes de bancos y malls que intentan alcanzar lo que no han logrado por las vías pertinentes de una sociedad abierta y libre, son muestras más que evidentes de la degradación del orden de una sociedad cuyos grupos dirigentes en plena colisión, no parecen reparar en los efectos sociales de su diferendo de poder, comprometiendo patrones de conducta que inciden en el comportamiento ciudadano, pero que la historia muestra, son enfrentamientos que pueden culminar en profundas desgracias.

Y si bien es cierto, el crimen organizado que arma a jóvenes de menos de 18 años para sus propósitos -esquivando así la ley aplicable a los mayores- corresponde a grupos relativamente reducidos de audaces, aquella perniciosa alianza entre el narcotráfico y la guerrilla colombiana ha contaminado al conjunto de la región, vinculando el acceso a armas y dinero con una militancia justicialista que puede aquilatarse en los discursos de los presos con ocasión de la revuelta del 18-O y que desgraciadamente se multiplica en diversos barrios de las más importantes ciudades del país. La revolución requiere de recursos y el narcotráfico se transforma en financista relevante a cambio de protección a su comercio.

Una masificación de alianzas de esta naturaleza pone en riesgo no solo la tranquilidad de una sociedad cuyo Estado protector, infaustamente, ha comenzado a visualizarse como incapaz de someter al orden a dichas huestes -detestadas por unos y justificadas e indultadas por otros-, sino que altera el debido juego de alternancia en el poder de los diferentes grupos ciudadanos que adhieren al sistema democrático liberal, empujando los hechos hacia soluciones radicales, tanto si se logran mantener las reglas políticas vigentes y aquello ocurre a la manera de Bukele; como si ellas son desgarradas por un eventual nuevo reventón social y enfrentamiento civil a gran escala, como en el caso de Portales.

Debería ser claro, empero, que la democracia tiene por objetivo conjurar los poderes de cualquier naturaleza que puedan avasallar las libertades de los ciudadanos, buscando de ese modo, evitar abusos y sostener la igualdad de derechos y dignidad, así como, mediante la división de sus poderes jurídicos, asegurar la resolución pacífica de las controversias. En ese marco, la seguridad ciudadana es un derecho primario, inalienable y principal que se encomienda a la administración de un Estado que reúne a una nación que ya no es ni una familia, ni un clan, ni cuenta con lazos de sangre extendidos, dada su amplitud y pluralidad y que, por consiguiente, tendrá siempre que procesar dentro de sus leyes las diversas confrontaciones de intereses que se producen en grupos grandes.

El no cumplimiento de este derecho fundamental por parte de una administración estatal es un síntoma grave, cuyas razones no pueden atribuirse simplemente a diferencias sobre la existencia de leyes justas o injustas, pues la democracia cuenta con un parlamento en el que tales diferencias pueden ser resueltas racionalmente; así como tampoco intentar explicaciones antropológico-sociales que hacen del victimario o delincuente una víctima del sistema. La raíz del problema está en el comportamiento irreflexivo mostrado por buena parte de las dirigencias que son las que marcan patrones de conducta, tal como la conducta de los más pequeños está determinada por la de padres y maestros.

Pero la historia muestra que este tipo de crisis no es eterna y que el propio cuerpo social busca superarla -porque muy pocos pueden vivir permanentemente en la inseguridad- sea por la vía de la expresión democrática, que termina llevando al poder político a quienes ofrecen orden, seguridad y tranquilidad a costo de “mano dura”, con altos grados de “daños colaterales”; o mediante la explosión social que se inicia con la autotutela de los grupos de ciudadanos decentes hastiados ya del abuso de la fuerza desplegado por las bandas criminales y sus avales, sin que el Estado y sus conductores en todos sus poderes muestre la capacidad y voluntad de asegurar el derecho a vivir en paz. (NP)