En medio de la discusión sobre el rumbo institucional del país y las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, ha reaparecido una vieja y peligrosa tentación luego que el primer mandatario “discrepara” públicamente del análisis mensual que realiza el Banco Central respecto del negativo impacto que han tenido las recientes legislaciones vinculadas al empleo, tales como el alza del sueldo mínimo sin referencia de productividad o la ley de las 40 horas y que según el último IPOM, tal como se previó, están afectado la creación de puestos de trabajo debido al aumento de costo que, como consecuencia, dicha variable ha sufrido.
Y solo horas después que el mandatario pusiera en tela de juicio la opinión técnica del Central, dirigentes de los partidos Comunista y Frente Amplio han salido a apoyar la diferencia manifestada por el Presidente afirmando que se trata de materias “debatibles”, un afán que organizaciones de izquierda en el mundo han promovido por años denunciando la autonomía del ente financiero como parte de una ideología “monetarista” de derecha y buscando que el Ejecutivo tenga así mayor influencia en la gestión de la masa y la emisión monetaria, aspecto bien conocido de la estrategia desarrollista de los años 60 del siglo pasado y que en, Chile llegó a ocasionar inflaciones de casi el mil por ciento anual.
Pareciera, pues, que en las afirmaciones del presidente anidara la amenazante idea de devolver al poder ejecutivo la facultad de incidir directamente en las decisiones del Banco Central, bajo el pretexto de que la “necesidad social” justificaría flexibilizar la emisión monetaria. La idea puede sonar de justicia, pero los hechos muestran que, en realidad, es profundamente regresiva. Reinstalar la discrecionalidad partidista sobre la política monetaria equivale a abrir la puerta a la inflación como herramienta de financiamiento de las políticas sociales, es decir, aplicando el peor de los impuestos, uno que, como se sabe, castiga de manera desproporcionada a los más pobres.
La historia económica de América Latina en general y de Chile en particular ofrece pruebas suficientemente claras de este fenómeno: cada vez que la política ha logrado subordinar al Banco Central a la voluntad de los gobiernos de turno, el desenlace ha sido la erosión del poder adquisitivo, el descalabro de los ahorros familiares y un duradero retroceso social. La autonomía del Banco Central no es un desvío ideológico derechista ni un lujo tecnocrático, sino una conquista institucional de la ciencia económica mundial destinada a proteger el bienestar de la mayoría silenciosa frente a los incentivos de corto plazo de los políticos. En esa misma dirección, el país ha protegido con éxito la aplicación financiera de la Unidad de Fomento (UF) durante varias décadas, pero curiosamente, en paralelo al debate sobre la solidez de los argumentos técnicos del Central por parte del mandatario, solo hace unos días otro diputado de izquierda ha propuesto eliminar la UF, como ya lo había hecho en décadas pasadas un destacado aspirante populista de derecha a la Presidencia.
No se trata de negar que las urgencias sociales existen. Ya pocos discuten que un Estado moderno tiene el deber de asistir solidariamente a quienes quedan en el camino de la competencia por sobrevivir y sufren las consecuencias de la libertad que las democracias liberales ofrecen para que cada quien pueda edificar su propia suerte y forma de vida bajo la única exigencia del respeto a las leyes que rigen dicha convivencia. La historia reciente tras la II Guerra Mundial ha expandido el rol del Estado gendarme del siglo XIX hacia la protección privilegiada de los derechos de los hombres, entre los cuales las demandas sociales y derechos de segunda y tercera generación han ido agregándose a las exigencias ciudadanas a representantes quienes, haciendo muchas veces un uso demagógico de tal oferta y habiendo lógicamente fracasado en su cumplimiento pleno, han perdido reputación y credibilidad.
Es decir, el siglo XX y comienzos del XXI debiera haber mostrado que tamaña responsabilidad estatal ha debido hacerse siempre a través de políticas fiscales responsables, transparencia en el gasto y reformas que efectivamente aumenten la productividad del trabajo, y no mediante la simple impresión de billetes, pues, cuando esto recurre, el alivio inicial se convierte en pesadilla inflacionaria. El pan, la leche y los medicamentos suben de precio; los salarios tardan en ajustarse y las jubilaciones pierden valor. La demagogia gana votos, pero los ciudadanos pierden una seguridad económica que, dado que los tiempos que concurren entre las acciones políticas y sus consecuencias, no son fácilmente vinculables, ciertos líderes pueden poner en duda aspectos técnicos derivados de años de investigación económica y en los que la experiencia internacional tiene ya demasiada comprobación a su favor. De hecho, a nivel de expertos, quienes han salido en defensa de un debate sobre la relación entre el encarecimiento legal de los salarios y el desempleo, son gente de la izquierda más radical, cuyos ejemplos de Gobierno en el mundo muestran, entre otras desdichas, proverbiales desates inflacionarios.
Esta discusión, además, no ocurre en el vacío. Chile ya ha enfrentado en los últimos años un asedio populista contra las instituciones en general y las contramayoritarias que limitan el abuso del poder en particular. Baste recordar dichos oficialistas sobre el Consejo Fiscal Autónomo o los dos procesos constitucionales fallidos y los intentos por desmantelar el Tribunal Constitucional, entidad que -más allá de sus aciertos o errores puntuales- cumple la función vital de resguardar la supremacía de la Constitución frente a legislaciones de mayorías circunstanciales y en defensa de las minorías. Si debilitamos al Banco Central y, al mismo tiempo, erosionamos al Tribunal Constitucional, lo que está en juego no es solo la estabilidad macroeconómica, sino el equilibrio mismo del Estado de Derecho.
La democracia requiere contrapesos. Los organismos autónomos no son obstáculos para la voluntad popular, sino garantes de que esa voluntad no se convierta ni en tiranía de mayorías de las que ya en el siglo XIX alertaba de Tocqueville, ni en populismo destructivo. Un Banco Central libre de presiones políticas es un dique contra la tentación de financiar promesas imposibles con dinero sin respaldo. Un Tribunal Constitucional independiente es un freno a legislaciones apresuradas que vulneren derechos fundamentales. Ambos son parte de una misma arquitectura democrática: instituciones diseñadas para pensar, en el largo plazo, en el bien común más allá de la inmediatez electoral, es decir, “democracia siempre”. Pero tanto los agentes del totalitarismo, como aquellos arrastrados por el buenismo justiciero y populista, tienden a converger en socavar la solidez política, el prestigio y validez democrática de estas instituciones contramayoritarias, porque son justamente las que, al final, ponen freno a los peligrosos arrebatos e imposiciones potenciales del 51%.
Quienes hoy sugieren que “abrir la mano” del Banco Central facilitaría atender las demandas sociales olvidan que la inflación no reconoce fronteras ideológicas. Cuando el dinero se devalúa, no distingue entre derechas o izquierdas, sino entre quienes pueden proteger su patrimonio y quienes dependen íntegramente de su salario o pensión. Por eso la independencia monetaria es, en el fondo, una política social de la más alta justicia.
La verdadera solidaridad política no está en recurrir a atajos populistas, sino en sostener instituciones sólidas, previsibles y técnicas, capaces de generar confianza en el tiempo. La independencia del Banco Central debe ser defendida con la misma firmeza con que se defiende la libertad de expresión o la separación de poderes. Si se cede ante la tentación del facilismo de corto plazo, no solo se arriesga la estabilidad de la moneda, sino también la salud y estabilidad de nuestra democracia. (NP)



