Uno de los preconceptos básicos de la democracia liberal y de derecho es la convicción asumida -o subsumida- de que las normas que guían una armónica convivencia social no solo son aplicables a todos “por parejo (“la ley pareja no es dura”), sino que, siendo comúnmente aceptadas en su letra y espíritu, su aplicación por parte de la judicatura correspondiente tendría un rango interpretativo que no trasgrediría su esencia y, por tanto, aseguraría que “lo parejo” se exprese de “modo justo” a todo ciudadano enfrentado a ella, sin importar raza, sexo, clase o religión.
Pero la historia muestra que periódicamente, producto de los avances de las fuerzas de la producción, la técnica, la ciencia y los cambios culturales, sociales y políticos que aquellas estimulan, los significados de las palabras -hasta ayer ahítos de certezas en sus límites interpretativos- se hunden en una lucha de resignificaciones que no solo altera la percepción social sobre la intangibilidad de reglas y leyes descritas mediante el lenguaje, sino también, y en consecuencia, el propio entorno y armonía de la convivencia social.
Y es que, según el modo en que las estructuras de poder social instaladas conducen las formas de habla y lenguaje y su consistente correspondencia con la realidad del conjunto, cuando hay estabilidad social, cultural, política y económica, la presunción de intangibilidad suele aceptarse como dada, en la medida que el lenguaje que sustenta la descripción y/o definiciones de aquellas, no ha sufrido los embates propios de las reinterpretaciones significativas que devienen con los períodos de cambios.
No obstante, baste observar el incremento de movimientos sociales contestatarios a los poderes institucionales o de facto producidos a contar de mediados de la década de los 90 en el mundo -y profundizados tras la crisis económica de 2008- coincidiendo con el arribo y explosión de las nuevas tecnologías de la información y los cambios de paradigmas socioculturales provenientes de nuevos descubrimientos de la biogenética, neurociencia, física cuántica, cibernética o nuevos materiales; o la irrupción del llamado “lenguaje inclusivo”, reivindicado por el feminismo y/o personas LTGB; o las divergencias en la brega político-constitucional, cuyas réplicas llegan hasta la revisión de respetadas instituciones republicanas, para constatar que vivimos en medio de un fuerte ventarrón de cambios.
Con el citado aumento de las presiones socio-culturales, la política se enfrenta, así, en Chile y el mundo, al desafío de coordinar instituciones e intereses que en las democracias liberales globalizadas son cada vez más diversos y que se van manifestando en divergencias interpretativas de normas, no solo al interior de orgánicas como parlamentos y sus representantes, o en el propio Ejecutivo y sus partidos, sino también, como hemos visto, entre visiones de la Contraloría como revisora y el Congreso como redactor, o los municipios como entes fiscalizados; o entre el Tribunal Constitucional, que defiende sus sentencias como institución contra-mayoritaria, y quienes lo califican como “tercera cámara” cuando no están satisfechos con sus dictámenes. Para qué abundar aquí en el emergente fenómeno que, dada la velocidad logarítmica de los cambios tecnológicos, deja obsoletas normas y leyes que se discuten arduamente en los parlamentos, antes que ellas puedan aplicarse merced a un nuevo descubrimiento que deja a la anterior tecnología en el pasado.
Se va instalando así un clima de tensión pública en el que, no obstante el transversal llamado al “diálogo” desde todos los sectores, cada cual continúa inercialmente con sus “monólogos paralelos”, utilizando un lenguaje pretendidamente en sintonía con el enervado estado de ánimo de redes sociales y los medios, y que simula un estado de crisis social que, en los hechos, es ficto, en especial en un país que, como Chile, se ubica en los ranking internacionales como uno de los más felices del continente.
Y es que el fenómeno de resignificación del lenguaje y las normas que describe es connatural a los períodos de cambios sociales porque, en definitiva, es resultado de un proceso más sustantivo que lo explica y que no solo puede observarse en las bregas institucionales citadas, sino además hasta en el ente interpretativo de la norma por antonomasia: el poder judicial instalado en los Estados de Derecho con el propósito de impartir “ley pareja”.
En efecto, una reciente investigación realizada en la UC y citada en una charla por Carlos Peña y en la que se examinó un conjunto de sentencias emanadas de la Corte Suprema entre 2008 y 2018, se encontró que, en ámbitos como computar plazos, verificar cuándo se configura una prescripción, constatar una relación laboral con la administración o regular los recursos naturales y bienes públicos, había un comportamiento sinuoso que, por lo demás, no se debería a diferencias fácticas o de entornos específicos, sino a cambios de criterios interpretativos frente a las mismas reglas.
Relevar la gravedad de un problema tal parece innecesario en la medida que dichas conductas ponen en serio riesgo la confianza ciudadana en la ley, indispensable para la convivencia pacífica, en una democracia regida por normas aplicables a todos, con la equidad propia que emanaría de acuerdos sociales que se suponen racionalmente adoptados. Y aunque las reglas pueden, como por lo demás ocurre, cambiar con los tiempos, aquello, dice Peña, exigiría elaborar “una justificación explícita que permita modificar la práctica de manera incremental y no solo apartarse de ella una vez y volver a la siguiente”.
Pero ¿puede el Derecho resolver un problema derivado de sus propias prácticas y lograr cambiar normas de modo incremental de manera de posibilitar el progreso? ¿Pueden conjugarse los intereses sectoriales de los grupos representados en un parlamento redactor de leyes que se aprueban según mayorías circunstanciales y que expresan la postura de poderes en conflicto, con aquellas interpretaciones que las judicaturas pertinentes pueden hacer en Derecho, si es que éstos son impulsados a reinterpretarlas a través de sus específicas concepciones ontológicas, muchas veces distintas a las de dichas mayorías circunstanciales? ¿No es acaso esta yuxtaposición la que explica las persistentes reformas sobre reformas que el país experimenta desde fines de los 90 o las variadas polémicas suscitadas a raíz de sentencias del Tribunal Constitucional?
Demás parece señalar que de una respuesta positiva a estas preguntas, depende la evolución de la actual democracia liberal, en la medida que se entiende que aquella funciona bajo la lógica del respeto a las reglas, normas y leyes, ideadas y redactadas legítimamente por representantes electos por la ciudadanía, mediante un lenguaje cuya significación y correlaciones con el restante cuerpo normativo se entienden comúnmente aceptadas, pero que los naturales matices interpretativos -que le otorgan al lenguaje esa dinámica que posibilita su ajuste constante a los cambios de entorno- hacen divergir paulatinamente su práctica, un fenómeno que, por lo demás, se profundiza en períodos de cambios en las estructuras de poder instaladas.
Porque si aquello no es posible, queda solo el lenguaje de la fuerza, una deriva que, a mayor abundamiento, parece ya estar emergiendo en el creciente ascenso de “salvadores” populistas y movimientos sociales que, desde inicios de la primera década del siglo XXI, han ido reemplazando en diversas áreas las tradicionales correas transportadoras ciudadanas con el poder que son los partidos políticos republicanos, al parecer también en crisis por estar más ajustados a las sociedades industriales en las que nacieron -jerárquicas, pesadas y verticales- que a la emergente sociedad digital del conocimiento y la información, menos estructurada, horizontal y más plástica.
En la perspectiva del Derecho moderno, dice Peña, la problemática debería abordarse desde el valor de las reglas; la dogmática como disciplina, y la profesión jurídica. Desde la regla, entendiendo su existencia con antelación al comportamiento que regula y no posterior a él. “Una regla ex post no es, en rigor, una regla”. Desde la dogmática, dado que las reglas son un conjunto finito y los casos ilimitados, ésta debe hacer decir a las reglas más de lo que aparentemente dicen, de modo de absorber la creciente complejidad social, aunque no arbitrariamente, sino estabilizando en el tiempo criterios interpretativos que posibiliten reglas flexibles, pero predecibles; y desde la profesión jurídica -con ministros de Corte acusados de uso de magia negra mediante-, con estudio y esfuerzo. Es decir, el Derecho entendido como reglas explícitas, más prácticas interpretativas que la dogmática hace posible para una judicatura rigurosa, estudiosa y prudente.
Pero se podría argüir que bajo la propia dogmática hay ya un lenguaje afianzado significativamente merced a la estructura de poderes que lo ha influido, razón por la cual, por lo demás, en períodos de cambio o crisis, ciertos grupos impulsan modificaciones legales y constitucionales que sustenten nuevas relaciones de poder en la sociedad. Se entiende, empero, que siempre subsiste un conjunto de normas y reglas básicas de convivencia que se han sostenido a lo largo de siglos de experiencia jurídica y respecto de las cuales sobrevive amplia coincidencia sobre su beneficio para una vida social armónica y que, a mayor abundamiento, parecen estar incorporadas en las conductas habituales. Como declararan los pequeños estudiantes de básica movilizados en “Viernes para el Futuro” en Europa: “Solo exigimos lo que los políticos nos han prometido durante mucho tiempo”.
Así y todo, ¿Se trata solo del poder institucional político, legítimo, de representación y/o la “buena o mala” redacción o reinterpretación dogmática de normas que los jueces realizan en su rol? ¿Y qué pasa con el poder de recompensa, que operan quienes manejan el dinero, incidiendo con él en la política; o el tecnocrático, que ostentan sectores profesionales, científicos y tecnológicos, cuya influencia en decisiones políticas afectan profundamente la vida social; o el de coacción, que manejan FF.AA. y policías como “ultima ratio” -para no incluir aquí el poder de coerción de facto de temibles mafias cuya fuerza amenaza a políticos e instituciones-; o, en fin, el de autoridad divina, que administran iglesias y credos, con obvio impacto en la conducta de millones de fieles? ¿Es verdad que el legítimo poder político o de representación puede imponerse siempre sobre los otros? La historia muestra estructuras sociales que han tenido como “primus inter pares” a todos y cada uno de ellos, sin que el esperado paraíso en la Tierra llegue.
No pareciera, entonces, ni desde el derecho, ni desde su más profunda reinterpretación, ni del reajuste o eventual derogación de leyes -que finalmente es la legítima lucha de poderes en las democracias-, que la actual evolución de los hechos ponga en peligro la estabilidad de una convivencia más libre y civilizada en democracia, sino, más bien, en cómo los poderes de todo tipo han resignificado sus propias conductas, respetando o no los acuerdos sociales vigentes, y cómo se han adecuado o no realmente a ellos en función de los tiempos.
Como estará claro que ninguna sociedad humana conocida puede funcionar sin alguna estructura de poder y ciertas obvias desigualdades jerárquicas, parece innecesario reiterar que las transgresiones de las élites del muy transparente siglo XXI -merced a la revolución de las comunicaciones- inevitablemente terminan siendo conocidas por una ciudadanía que, estando siempre obligada a obedecer las reglas -sin importar, en su caso, la propia y personal interpretación de aquellas- percibe esas violaciones como injustas, desiguales e inmorales, por lo que, si las antiguas o nuevas élites no asumen seriamente su cualidad de «patrón» moral de conducta, parafraseando al Cid Campeador, seguirán escuchando el tonante susurro de la gente diciéndoles: “Que buen ciudadano sería, si tuviese buena élite”. (NP)



