Editorial NP: Estado, libertad y elecciones

Editorial NP: Estado, libertad y elecciones

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Los períodos de campañas electorales en las democracias liberales son, tal vez, los momentos en que la comprensión y análisis crítico de su funcionamiento y sustentación de largo plazo alcanza su mayor extensión y densidad, evidenciando, en las expresiones de quienes postulan a representar los intereses de la diversidad ciudadana, la especial concepción que tienen respecto del modelo de sociedad y sus respectivas libertades políticas, sociales, económicas y culturales.

En efecto, tanto en lo que se refiere a la concepción de Estado como de ciudadanía o sociedad civil, en cada una de las propuestas esbozadas por los candidatos asoman aspectos de esas miradas y, por cierto, también de aquellas percepciones que emergen desde las propias demandas populares, expresadas en las formas de solución que se prefieren y que son  asumidas por los aspirantes, muchas veces más estimulados por el do ut des promesa-voto que por un esfuerzo consciente por conciliar estrategias viables de materialización de esas demandas con un tipo de sociedad más libre y justa.

Y es que, dado que en las repúblicas democrático-liberales las elecciones de representantes son los momentos en los que la soberanía popular ostenta con mayor evidencia su poder sobre aquellos, es durante éstas que necesidades insatisfechas estallan con fuerza, obligando a los candidatos a asumirlas como propias, so pena de fracasar en sus propósitos electorales. No obstante, muchas de ellas, para desilusión de sus peticionarios, son abandonadas una vez instalados en el poder, porque son irrealizables o porque no responden necesariamente a un corpus coherente de ideas, sino a cuestiones fragmentarias e inmediatas que, sin importar consecuencias, pueden ser esgrimidas como exigencias lícitas de abordar desde el Estado.

Por cierto, no se trata de mera maldad, engaño o abuso de confianza lo que tantas veces impide la materialización pura y dura de esas promesas enarboladas al calor de las campañas. No debería olvidarse que, en las verdaderas democracias, no solo conviven múltiples individuos, grupos, partidos, ideas de mundo, religiones, sectas, colectivos, gremios u organizaciones intermedias de diverso tipo, sino que cada uno tienen sus propias necesidades, demandas y expectativas. Y cada quien, dado que en las democracias liberales puede operar libremente en política, tiene la chance de lograr apoyo ciudadano y llevar al poder gubernamental a representantes de la amplia variedad de sectores que cohabitan en estas sociedades.

Así, cada representante electo, una vez en sus puestos de mando, debe negociar, disputar, transar, presionar y competir por colocar las demandas que representa para la discusión y aprobación en los foros democráticos representados tanto por el poder legislativo, como por el ejecutivo. Entonces, lo que como demanda original del grupo ciudadano respectivo comenzó como un caballo, culmina, necesariamente, como un camello.

¿Es entonces, la democracia liberal un modelo fracasado que impide la materialización de soluciones a las tantas necesidades que tienen los distintos individuos y grupos que conviven en ella? ¿No es mejor, entonces, un Gobierno unitario, coherente, de mando único y eficaz, que pueda concretar sin oposiciones obstruccionistas las soluciones que la ciudadanía exige con urgencia, pero que, en el caos democrático liberal, se trancan, atrasan o simplemente no logran nunca ver la luz?

Si se acepta que la “persona” es el componente atómico básico de la sociedad humana, y que, aun cuando, como persona, sea resultado social de la herencia cultural transmitida por el lenguaje de sus progenitores y grupo de pertenencia, también es cociente de su herencia bio-genética y voluntad autopoiética especialísima que lo impulsa en su particular forma de supervivencia, procreación y creación de y en sus entornos. De allí que el libre albedrío sea considerado condición sine qua non para que la persona sea realmente tal, pues, merced a éste, satisface las exigencias de su individualidad, aunque gracias al autocontrol normativo-social de sus pulsos puede relacionarse con otras y cooperar en propósitos comunes que complementan tal libertad.

La humanidad conforma así conjuntos cada vez más extensos y complejos de individuos y en esa interacción e intercambio sigue expandiendo sus potencialidades y, por tanto, creciendo material y espiritualmente, perfeccionando libertades personales y sociales. Es decir, usando su libre albedrio, la persona puede hacer todo aquello que el conjunto de pertenencia no ha prohibido, evitando así su aislamiento gracias a su autocontrol; y, aun, frente a tabúes, puede desafiarlos cuando la razón lo requiere, producto del propio desarrollo de esas libertades y conocimiento, respondiendo así a las exigencias éticas de su individualidad. Entonces, si la libertad es un término que se entiende intrínsecamente ligado a la razón (porque solo en virtud de ésta se puede ejercer y viceversa), au contraire, romper las reglas basadas en ella no es propiamente un acto libre, sino libertinaje que muta en ley del más fuerte; es decir, ausencia de libertad y razón.

Así, siendo el Estado una organización humana cuyo propósito es velar por el respeto a esas normas acordadas de las cosas y teniendo, para tales objetivos, poder coactivo exclusivo para hacer cumplir las reglas que conducen la convivencia armoniosa y pacífica de sus súbditos, aquellos, aún, perteneciendo a ese conjunto mayor de carácter coercitivo, siguen requiriendo de esa libertad para cumplir su destino de crecimiento espiritual y material, lo que, para no mutar en libertinaje, exige de conductas propias basadas en la razón, es decir, de juicio fundado, que distingue entre bien y mal -como sea que aquellos se entiendan-; entre lo verdadero y falaz. En definitiva, el hombre es, entonces, más o menos libre según su consciencia, su raciocinio e interpretación de la realidad en su profunda complejidad.

Como el orden necesariamente implica un otro -no se requieren normas en el aislamiento- tal orden, cuando es de Estado, para ser viable exige estar fundado en los derechos naturales que cada persona-individuo posee y que, por lógica necesidad, son anteriores al propio grupo o Estado del que forma parte. Entre ellos, el derecho a la vida -sin la cual no se puede integrar colectivo alguno-; y a la libertad, sin la que, como vimos, la propia razón es nula, por cuanto ella solo surge de esa libertad. Por tanto, en estructuras políticas que coartan la libertad, el bien común que pudiera esgrimir ese Estado como su razón de ser, desaparece, en la medida que, por propia definición, ese bien ya no sería válido para toda persona, es decir, universal.

Siguiendo a Hegel, un Estado justo sería, entonces, aquel que posibilita la realización de la libertad para todos sus miembros, de modo de conseguir cierta identidad entre la voluntad del Estado, expresada en un contrato constitucional basado en ese bien común o universal; y la libre voluntad de cada persona, autodeterminada por ese mismo universal. Se viabiliza así, en las verdaderas democracias, una libertad plena, aún estando bajo la férula compulsiva de un Estado, que, en tal caso, funda su legitimidad en la razón compartida.

Pero el Estado es, también, junto con su estructura constitucional normativa y coherente, un conjunto de personas de carne y hueso, falibles y pasibles de pasiones, maldad y corrupción. De allí que en las democracias liberales primen los derechos anteriores de la persona humana, entre los cuales, además de a la vida y la libertad, la modernidad, tras la II Guerra Mundial, los ha ampliado al conjunto inscrito en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Una carta que se hizo indispensable a raíz de la emergencia de grupos políticos que transformaron los Estados en un fin y poder en sí mismo, al hacerlos equivalentes a encarnaciones de “Patria” o “Clase”, con destinos manifiestos superiores a los de la persona y, por lo tanto, a sus libertades individuales.

Tal tipo de Estado tiene su origen, infaustamente, en la necesidad. Su emergencia es tributaria no solo del ejemplo proveniente del tipo de organización coactiva instalada por las monarquías absolutas, sino también de sus crisis económicas, sociales y políticas. El advenimiento de la revolución industrial y del capitalismo sacudió tanto a esas monarquías como a las primeras repúblicas en los siglos XIX y XX e impulsó, frente a desigualdades insostenibles, a las antiguas y nuevas elites, a prolongar el tipo de Estado que recaudaba y redistribuía a voluntad de sus conductores, riquezas acumuladas producto de impuestos, la explotación de las colonias y/o interminables guerras de rapiña inter-imperiales. Se buscaba de esa manera morigerar los efectos de la baja producción artesanal de escasa tecnología; agrícola, por la falta de mano de obra producto de conflictos que requerían de millones de soldados y, finalmente, de la paulatina pérdida de los ingresos que provenían de colonias que comenzaban a independizarse.

Las sucesivas crisis inspiraron, pues, un resurgimiento de estados verticales y totalitarios en los comienzos del siglo XX expresados en las experiencias nacional-socialista y fascista, así como socialista-comunista, en las que las libertades individuales fueron subsumidas en una lógica pervertida de “bien común”. En efecto, el colectivismo se alzó como derecho superior al de las personas, poniéndolas a aquellas en un nivel inferior al del interés de raza o clase, y, por consiguiente, al Estado, su instrumento, como sabio y justo rector de la vida de sus súbditos.

Rupturada así la lógica de la libertad personal como fundamento originario de la razón, no solo se perdió esa libertad indispensable para el crecimiento espiritual y material de cada quien, sino que hasta el derecho a la propia vida quedó subyugado al superior interés estatal patriótico o de clase, sobreviviendo solo la razón de Estado, conducido, por cierto, por la voluntad de la elite política respectiva entronizada en aquel.

Por el contrario, republicas nacientes, más radicalmente democráticas y libertarias, cuyos habitantes huían de esas monarquías verticales y totalizantes en decadencia transicional para progresar o profesar sus creencia sin prohibiciones arbitrarias, cultivaron modos de vida que desconfiaban del excesivo poder estatal. Le dejaron a este y sus elites tareas acotadas y otorgaron a su sociedad civil entornos de libertad, propiedad y una estricta ética del compromisos, así como amplios espacios para trabajar, emprender e intercambiar, pagando impuestos razonables y dejando que la actividad ciudadana y la auto organización democrática de sus comunidades desplegaran toda su iniciativa. Esa sociedad civil, pudo así experimentar lo posible y haciendo todo aquello que no estuviera prohibido por sus normas, prosperó económicamente, generando un tipo de ciudadano que espera poco o nada de la autoridad estatal, forzándose a forjar su propio destino.

En un entorno de tolerancia, respeto a los derechos, dignidad y libertades de los otros, así como, ante la ausencia de un Estado paternalista e interventor, dicha sociedad civil organizada se acostumbró a cultivar una cooperación social autónoma, horizontal y democrática para buena parte de las tareas de carácter público, de beneficencia y apoyo a sus sectores más atrasados. Se fue conformando así un Estado que, sin mucha incidencia en el modo de vida elegido por cada uno de sus ciudadanos, buscaba converger su voluntad con la de cada ciudadano. Conflictos internos o interestatales, sin embargo, re-expropiaron esa soberanía ciudadana por un Estado que, amenazado por el enemigo externo o interno, obligaba a sus elites a centralizar poder.

La tradición latinoamericana, empero, observó un desarrollo distinto, fundado en una mirada inercial del Estado colonial como rector de la cosa pública, más que en la propia sociedad civil auto organizada, aunque, a la primera oportunidad de autoconvocatoria -con ocasión de la invasión napoleónica a España- se generaron en la región Juntas que luego dieron paso a su lucha independentista y libertaria.

De allí esa porfiada subsistencia cultural del Estado protector que limita la aún constreñida iniciativa ciudadana, tanto por su excesivo burocratismo como por la pertinaz persistencia en copar áreas de actividad que bien podrían ser desarrolladas por la sociedad civil, pero de la cual los Estados paternalistas y sus elites desconfían, manteniendo a amplios sectores ciudadanos en calidad de infantes irresponsables que hay que disciplinar y subsidiar con palo y zanahoria.

Así las cosas, las elecciones nos siguen enfrentando a modelos de vida determinados por la madurez del mayor o menor apego a la libertad de sus componentes y por esa diferencia que nace de la mayor o menor tendencia de sus elites y ciudadanos a gestionar sus vidas con mayor autonomía mediante decisiones público-privadas, ágiles y colaborativas; o esperar interminablemente supuestas soluciones estatales a sus infinitas necesidades materiales y espirituales.

Es decir, la sociedad civil se ve encarada a entregar una aun mayor influencia a las elites entronizadas en el poder del Estado o rescatar y devolver ese poder y autonomía a ciudadanos adultos que, bajo la guía de un acuerdo social racional, simple y claro, asegure la protección de sus derechos humanos y una convivencia armónica y pacífica entre ciudadanos que, ante necesidades insatisfechas, nunca están totalmente ajenos al uso de la violencia.

En el primer caso, el esfuerzo para la materialización de la «vida buena» se va enajenando en la voluntad y decisión de elites que comandan el Estado, las que operan reemplazando las decisiones de los individuos infantilizándolos en un cada vez más extenso ámbito de actividades (educación, salud, previsión; luego vivienda, finanzas, alimentación, agua, gas, medicamentos, distribución etc.), aunque extrayendo los recursos necesarios para tales tareas del esfuerzo de una ciudadanía que debe restarlos a sus propios proyectos y sin que necesariamente dichas dirigencias consigan resolver tales necesidades.

En el segundo, una sociedad civil madura, consciente y colaborativamente reunida en torno a sus respectivos colectivos o territorios, que actúa racional y libremente en la resolución de los problemas y construcción de sus sueños. Una sociedad civil que, como bien saben los millones de ciudadanos que en los últimos decenios han edificado con esfuerzo sus propios destinos, poco o nada espera de un Estado cuya legitimidad aumentaría enfocándose en sus tareas de orden, seguridad y defensa, salud, educación y previsión subsidiarias. Un Estado que, en fin, debidamente financiado, por tanto, más pequeño, musculoso, efectivo y eficaz, pueda responder cuando sus funciones subsidiarias y solidarias fundamentales sean requeridas, más que uno que atolondradamente siga interviniendo en tantas áreas que pueden ser asumidas por la ciudadanía auto organizada, y que, en su insistencia de expansión, incrementa aún más el poder de sus elites, restando libertades a las personas. En una semana más, la evaluación del modelo de sociedad que prefiere estará, pues, en sus manos. (NP)

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