La última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) ha mostrado lo que -estadísticamente- quiere la ciudadanía, así como sus apreciaciones sobre el curso de los acontecimientos de los últimos meses en lo político, social y económico.
Sus resultados han sido catastróficos para todas o casi todas las instituciones del Estado democrático liberal y sus representantes -y porcentajes más, porcentajes menos- los encuestados han rechazado tanto lo hecho por el oficialismo, como por la oposición; tanto por el Gobierno, como por el Congreso o el Poder Judicial; o por las izquierdas, centros y derechas; en suma, una suerte de “que se vayan todos”, que, por lo demás, ha sido explicitado por un polémico diputado que solicitó un plebiscito revocatorio para el conjunto de los encargados de todas las instituciones democráticas clásicas y “partir de cero”, aunque, paradojalmente y, al mismo tiempo, esa misma ciudadanía haya expresado una fuerte revalorización de la democracia como modelo de gobierno y de vida.
Se podría afirmar sobre la base de estos antecedentes que lo que éstos expresan son una rotunda reacción de descontento contra la incapacidad de aquellas personas que la propia ciudadanía eligió para hacerse cargo de la gestión del Estado y el Gobierno y que, lo que está en cuestión, es la cualidad de legítimo -es decir, que merece ser obedecido por su autoridad y no por su fuerza o posición- de quienes ocupan esos cargos de responsabilidad pública. Pero, si ha sido la propia ciudadanía quien los llevó a esos puestos de poder, legitimándolos, ¿por qué emerge con tanta fuerza un repudio que, más allá de quienes hace ya varias elecciones decidieron no participar -abonando con su abstención el estado de cosas- se les condena sin la necesaria autocrítica, sino solo mediante el fuego abrazador de una inquisición castigadora?
Es presumible que no sea sino una justa reacción de un pueblo que terminó por perder la paciencia, tras asumir por décadas -con sus propios medios y fuerzas- la costosa edificación de sus sueños, enfrentando un largo período de incertidumbres, producto de una economía abierta al mundo que recibe en plenitud los impactos de dificultades que viven otros países y, buscando la mejor opción para enfrentarlos, ve hoy con temor que lo prometido por sus líderes no prospera y que, por el contrario, la inepcia con que se abordan los problemas aumenta su vulnerabilidad, debido a un endeudamiento que -inicialmente esperanzador- ha mutado en desvarío.
Entonces, poderes ya deslegitimados por la develación de secretos, ilegalidades e inmoralidades de algunos y tensiones económicas y sociales crecientes y en marcha, en el rapto de furia se termina por culpar al Estado, al Gobierno y a la totalidad de sus integrantes, como los culpables de no tener los servicios mínimos a los que, como honestos contribuyentes, se tiene derecho en democracia.
Las múltiples demandas ciudadanas que explotaron en conjunto con el incendio de decenas de estaciones del Metro de Santiago, destrucción de instituciones públicas y privadas, y de asaltos y saqueos de centenares de centros símbolos del consumo, se han conformado en un verdadero bolso pascuero de innumerables contenidos que, una vez salidos de aquel, será difícil de volver a ensacar. Sin embargo, la reciente CEP ha permitido iterar aquellos que, correspondiendo en parte a una obligación estatal, constituyen las primeras, mayoritarias y más permanentes prioridades que la gente ha manifestado: mejores pensiones, salud digna y educación de calidad.
Así las cosas, casi inmediatamente después del 18-O, el actual gobierno, en conjunto con el Congreso, han estado trabajando y negociando una serie de reformas y leyes que atañen a las tres áreas en las que confluyó el presionado Acuerdo por la Paz y Nueva Constitución suscrito el 15 de noviembre pasado y que, como se sabe, corresponden a la normalización del orden público, una agenda social y el inicio de un proceso de redacción de una nueva carta fundamental.
En ese marco, la administración ha enviado recientemente un cambio al régimen de pensiones -problemática señalada como prioritaria por el 64% de los consultados- que se añade a la que presentara el 22 de octubre pasado y que aumentaría de forma inmediata el 20% de la pensión básica solidaria; del 20% del aporte previsional solidario; y un aporte adicional de las pensiones solidarias durante el 2021 y 2022 para los pensionados mayores de 75 años. Junto con ello, se anunció aportes fiscales para complementar el ahorro previsional de la clase media y mujeres y recursos estatales para mejorar pensiones de adultos mayores no valentes. Sin embargo, el paquete de medidas fue insuficiente para el Congreso.
En consecuencia, en la última reforma al sistema de pensiones se convino en aumenta la cotización adicional en un 6%. Es decir, incrementar el ahorro para mejorar la jubilación, sin lo cual las pensiones seguirán bajas. Así del 6% por cuenta del empleador -cuyo efecto en el costo laboral debería tener cierto impacto en la ocupación- un 3% va al ahorro individual, sumándose al 10% actual y el otro 3% a un Fondo de Ahorro Colectivo y Solidario, a lo que se suma un aporte inicial del Estado, todos recursos que serán administrados por una Institución Pública Autónoma. Asimismo, propone cambios a la industria de Administración de Fondos de Pensiones (AFP), abriéndose a nuevos actores como sociedades sin fines de lucro, cooperativas de afiliados y otras. Por otro lado, las AFP deberán devolver a las cuentas de ahorro individual parte de las comisiones cobradas, cuando la rentabilidad del Fondo fuere negativa.
El mismo 22 de octubre pasado, el Gobierno puso urgencia al proyecto que crea el seguro catastrófico de enfermedades, la creación de un seguro para cubrir parte de los medicamentos de las familias chilenas no cubiertos por GES o la Ley Ricarte Soto y la ampliación del convenio de Fonasa con cadenas de farmacias a todo el país. Luego, el 5 de enero pasado, el Mandatario presentó el proyecto de ley “Mejor Fonasa”, que tiene como objetivo reformar el seguro público de salud que atiende a 14,5 millones de personas y que instaura un plazo máximo de espera para consultas y cirugías, crea un Plan de Salud Universal y un Seguro de Medicamentos, además de una cobertura mínima garantizada por parte del Estado de 80% de las prestaciones, una propuesta cuyo costo es de $70 mil por persona o unos US$ 1.350 millones anuales.
En Educación, en tanto, el 11 de noviembre, el Gobierno -a través del Ministerio de Hacienda– suscribió un acuerdo con el oficialismo y la oposición para destrabar el Proyecto de Ley de Presupuestos del Sector Público para el 2020. En él se establece, entre otros, la mejora del proceso de pago del aporte de gratuidad a las universidades, el uso de excedentes del Fondo Solidario del Crédito Universitario, un aumento de recursos del Fondo de Apoyo de la educación pública, y alza de cobertura en educación parvularia y del Crédito con Garantía Estatal (CAE). En este último aspecto, quien se encuentre en mora podrá reprogramar por única vez, posponiendo las cuotas atrasadas y retomando el pago de su crédito vigente bajo las mismas condiciones originales, es decir, un interés anual real del 2%. Las cuotas beneficiadas con la reprogramación mantendrán la Garantía Estatal, no devengarán interés, ni prescribirán, y su cobro deberá ser efectuado una vez finalizado el periodo de servicio original de la deuda, durante un número de meses similar al número de cuotas que hayan sido reprogramadas. Aquellas personas cuyos créditos aún se encuentran con tasas mayores al 2%, podrán optar a la reducirla al 2% y a que nunca la cuota pueda superar el 10% de sus ingresos.
Este conjunto de decisiones sociales, como es evidente, implicará para el Estado un esfuerzo mayúsculo a ser financiado con recursos permanente, es decir, impuestos, razón por la que la reforma tributaria en trámite es herramienta clave sin la cual este aumento del gasto fiscal anual podría ser desastroso para el equilibrio entre lo que el país es capaz de producir y lo que ha decidido gastar. Así y todo, lo que dicha propuesta posibilitará es un ingreso estatal adicional de US$ 2.400 a US$ 2.600 millones anuales, es decir, alrededor de la mitad de lo que costó la reforma educacional.
Es evidente que, para un deudor cualquiera, la solución a su problema es la eliminación de la deuda y no su reducción; para un enfermo es la atención inmediata y no la disminución de su tiempo de espera; o para un estudiante, que su educación sea gratuita y no una deuda eterna. Pero sólo la condonación del CAE significaría un costo para todos los chilenos de US$ 9,5 mil millones. Las cifras para una salud o pensiones de país desarrollado oscilan por similares montos. Parece demás señalar que un país de clase media mundial no está en condiciones financieras de abordar aún tales desafíos y que las decisiones adoptadas por el Ejecutivo y Congreso son las que, al borde, responsablemente se podían tomar, sin continuar endeudando peligrosamente a las actuales y futuras generaciones.
Es decir, la crisis del 18-O ha transparentado la realidad económica del país, con todas sus posibilidades, pero también con sus debilidades, y si bien una gran mayoría ciudadana acusa de la actual situación a la desigualdad, si aquella -en materia propiamente económica- se abordara con criterios jacobinos, la situación de los sectores prioritarios no mejoraría sustancialmente. De hecho, si se repartiera el conjunto de las utilidades de las AFP entre los cotizantes, la pensión mejoraría en apenas 33 mil pesos; en el caso de las Universidades, la gratuidad para 55% -no el 100%- de los educandos, ya provoca problemas financieros a esas casas de estudio, no obstante que el gasto en Educación se eleva al 20% del Presupuesto Nacional; y en Salud, a pesar del fuerte aumento del aporte fiscal, que llega al 18% del Presupuesto, las necesidades planteadas por la ciudadanía tampoco se consideran bien servidas. Y si bien reducir la desigualdad, recurriendo, por ejemplo, a los recursos del 1% más rico pudiera verse como un buen propósito, lo cierto es que aquello tampoco resuelve los problemas del 50% de los chilenos más vulnerables y, por el contrario, tiende a agravarlos, en la medida que el “capital ataca huyendo”, tal como se vio y se ve en los experimentos socialistas del siglo XX y XXI y razón por la cual la Unión Soviética hoy se llama Rusia.
En este marco, la masiva quita de legitimidad a los actuales conductores ejecutivos y parlamentarios del país por su incapacidad para resolver los muchos problemas que vive buena parte de los chilenos (cerca de un 40%, según la propia percepción de acuerdo a la CEP) pudiera, entonces, parecer injusta, en la medida que, como ya lo intuye hace tiempo la ciudadanía -y pareciera ser la razón por la que ningún sector ni institución “gana” en esta crisis- la solución real a la situación no está en el Estado, no obstante que la reiteración haya rendido frutos aumentando quienes creen que es el Estado “el principal sustento de las personas” y vaya en caída quienes estiman que su sustento es “de responsabilidad de las personas mismas”.
El Estado y los representantes ciudadanos elegidos para conducirlo asignan unos US$ 74 mil millones al año, cifra que, si se repartiera equitativamente, significaría entregar anualmente un total de $3,3 millones por cada chileno, aunque a condición de que cada cual se haga cargo de lo suyo y el Estado no entregue ni salud, ni educación, ni vivienda, seguridad ciudadana, pensiones, OO.PP., defensa, relaciones exteriores, justicia, control de vínculos laborales, apoyos en agricultura, minería, energía, fiscalización de abusos empresariales, entre otros. Y si esta u otra administración consiguiera ponerle el “cascabel al gato” de mejorar la eficiencia en el gasto social -mucho del cual no llega a sus beneficiarios- y se pudieran ahorrar los alrededor de US$ 5 mil millones que diversos estudios señalan como posibles de conseguir reordenándolo, tal volumen es apenas equivalente al costo de la reforma educacional. Similar pobreza se repartiría si el conjunto de la riqueza del PIB se redistribuyera anualmente entre la ciudadanía.
La solución profunda es, pues, que el país requiere más crecimiento de su actual riqueza.
De allí que la única, sostenible y permanente solución a los problemas de equidad económica como lo muestran los países que han conseguido un desarrollo que entregue plenitud a sus habitantes, es el trabajo, creatividad, innovación y emprendimiento de todos (no obstante que la CEP muestra que disminuyen quienes creen que “Debería premiarse el esfuerzo individual, aunque se produzcan importantes diferencias de ingresos” y suben los que estiman que “Los ingresos deberían hacerse más iguales, aunque no se premie el esfuerzo individual”, pero permaneciendo mayoritarios los primeros), los que generado diariamente la riqueza productiva en bienes y servicios demandados en el propio país y el exterior, reciban los resultados de ese intercambio, al tiempo que crecen, ahorran, invierten y consumen los bienes y servicios que otros le ofertan.
El Estado y el Gobierno a cargo, en tal caso, son entidades jurídicas que, monopolizando el uso de una potestad que le transfieren sus ciudadanos, los protege de quienes quisieran vulnerar sus derechos a hacer realidad sus propósitos y sueños y colabora solidariamente con aquellos que, en esa noble lucha han caído y requieren del aporte mancomunado del resto de sus conciudadanos para volver a bregar por sus objetivos.
Como trasunta la CEP, la libertad e independencia -y satisfacción con su propia vida- para forjar los propios destinos, ya ha sido conseguida por millones de chilenos que, tras el estallido, quieren paz y orden que les permita volver a ponerse en marcha. Es hora de que entre todos hagamos el último esfuerzo para que aquellos que aún no lo consiguen, se unan a estos avances, una tarea en la que, como bien saben las muchas agrupaciones ciudadanas, fundaciones, pequeñas y medianas empresas y emprendimientos y organismos no gubernamentales que operan en diversos ámbitos de la actividad económica, social, cultural, se puede tener éxito con iniciativa, esfuerzo y solidaridad.
Y al Estado, exigirle aquellos servicios para los cuales fue conformado y demandas que sean razonablemente financiables mediante el esfuerzo tributario de todos, aunque sin entregarle paulatinamente más espacios de libertad ciudadana que los que corresponden al ámbito de la solidaridad con los menos afortunados y, por cierto, nunca aquellos aspectos vitales para la protección de una libertad que puede ser conculcada en cualquier momento por quienes pudieran asumirlo usando la democracia y luego abusar de su poder monopólico, ahí si, ilegítimamente. (NP)



